Las carcajadas forzadas de Ariadna vibraron en la habitación. Los vellos de su nuca seguían erizados.
―Aquí hay un enorme problema y eso es que ni amo a tu hermano y menos te deseo a ti. ―Lo apuntó con el dedo y le espetó con la voz temblorosa.
Nathan le apretó ambas mejillas con una mano y la llamó mentirosa. En esa posición la diferencia de estatura resultaba difícil de ignorar.
―Mujer, deja de ser tan rígida ―prosiguió él.
―¡No me toques! ―Ella movió el rostro y se quejó de lo confianzudo que era con ella.
Nathan resopló y quitó su mano del rostro femenino.
―Te recuerdo que somos esposos ―le dijo y enseguida el buen humor le regresó. Salió, complacido de lo nerviosa que quedó Ariadna.
Esa noche, a la hora de la cena, mientras la pareja se veía en silencio y degustaban los alimentos, Irina en su recámara se negó a bajar al comedor. Jennifer quiso saber con genuina preocupación si se sentía mal de salud.
―Me fastidia subir y bajar escaleras ―dijo con simplicidad la muj