Savannah
Diez minutos.
Solo me iba a quedar diez minutos.
Y no lo olvides, nunca podrás hacer nada bien a sus ojos.
¿Entonces por qué intentarlo? Reprimí una media sonrisa y subí las escaleras que conducían al viejo caserón georgiano. Había avisado a Sadie más temprano y aplazado nuestra cita del domingo. El café no quedaba muy lejos, y siempre y cuando me fuera de casa de mi madre en media hora, llegaría a tiempo.
No importa el tema, estás equivocada. Adelante, dile que el cielo es marrón y el sol es morado. Como en los viejos tiempos.
Inhalé profundamente y mantuve el aire en mis pulmones un largo rato, con los ojos fijos en las enormes puertas dobles. Eran imponentes; al menos siempre me habían impresionado.
Toqué el timbre y esperé observando la calle. Nada había cambiado, realmente. Las rosas de Margaret Donovan seguían siendo de un fucsia brillante que mi madre detestaba, y los setos del señor Grady seguían tallados en forma de arpas.
—Señorita Savannah.
Me giré al oír mi nombre