Cuando me desperté, el alma del lobo ya no respondía a mis llamadas, y mis extremidades, antes fuertes, ahora se sentían sumamente débiles.
No quería llorar, pero las lágrimas rodaban por mis mejillas sin control.
—Ofelia, ¿Estás bien? ¿Te duele algo? —Alexandro me secó las lágrimas con torpeza, susurrando—: ¿Quieres que llame al curandero?
Negué con la cabeza, pero él, de repente, se quebró:
—Ofelia, el curandero dijo que tu lobo estaba demasiado herido. Ya no podrá acompañarte. Lo siento… perdiste tu lobo por salvarme.
Sus hombros temblaban, y su dolor parecía tan real… como si no fuera el mismo hombre que el día anterior había decidido matarlo sin dudar.
Sus falsas preocupaciones solo eran para ocultar su cálculo y maldad.
¿Acaso, como Alfa de la manada Luna Brillante, no sabía lo que significaba lobo para mí?
Lo sabía. Pero como la herida era yo, no le importó. Él solo atesoraba a Dalia, y, para protegerla era capaz de cualquier cosa.
Tras un largo silencio, forcé una sonrisa, como siempre, fingiendo ser comprensiva:
—No importa, Alexandro. Sabes cuánto te amo. Daría todo para que estés sano y salvo.
—Ofelia, yo también te amo, eres mi compañera para siempre.
Los ojos verdes oscuros de Alexandro brillaban con sinceridad mientras me abrazaba.
Era la misma promesa que me había hecho hacía seis años, cuando me marcó.
En ese momento, como una tonta, lo besé con pasión, convencida de haber encontrado un compañero perfecto, y decidí darle todo.
Pero ahora, su abrazo era tan frío como su corazón, sin brindarme ninguna calidez. El amor que recibía no eran más que las migajas del que él guardaba para otra mujer.
Después de un rato, Alexandro se separó de mí, y, titubeando, dijo:
—Mañana es la ceremonia de sucesión del Líder, pero con tu estado…
—Que alguien me reemplace —lo interrumpí—. Una madre tan débil como un Omega, solo traería vergüenza para el Líder y para ti frente a las demás manadas.
Sabía exactamente lo que diría. Prefería ceder con dignidad a ser forzada entre lágrimas.
—Ofelia, eres una mujer tan amable, te amaremos para siempre.
Alexandro no esperaba que lo aceptara tan fácilmente. Al instante dio un suspiro de alivio y me abrazó con entusiasmo.
—Quiero volverme a casa —le dije un segundo después, tras observar su actuación con una amarga sonrisa.
Quería abrazar a mi hijo, y decirle que no tuviera miedo.
—¿Volver a casa? No permitiré que arriesgues tu salud —replicó Alexandro.
¡Qué ridículo! Había sido él quien había planeado el incendio en el que yo me había arriesgado y que había matado a mi lobo, sin pestañear, para darle a su amada un estatus noble. Y ahora fingía ser mi compañero preocupado y atento.
El dolor me ahogaba, pero seguí sonriendo.
—Debemos hablar con Líder, y encontrar una loba para la ceremonia, el tiempo apremia, estoy bien. Todo es para el ritual… —aseguré.
—Vale, está bien —cedió por fin, y me ayudó a subir al auto.
—No te preocupes, ya tengo a alguien: Dalia, que fue casada con un hombre de la manada Luna Roja, pero su compañero murió hace poco. Acaba de volver a la manada Luna Nueva. Es una guerrera fuerte, y adora a los niños —explicó—. ¡Es la maestra en la guardería de los herederos del Líder!
La forma tan entusiasta en que me presentó a aquella mujer me hizo doler el corazón.
Apreté los dientes para no gritar, y me limité a preguntar:
—¿El Líder sabe que su maestra será la nueva madre de nuestro hijo?
—Sí —asintió Alexandro, mientras me entregaba un álbum y añadía—: Estas son las fotos que tomé cuando fui a la guardería. Mira qué bien se llevan.
Había muchas fotos, pero eran mayormente de los tres: mi hijo, mi compañero y Dalia.
Besándose en la Luna Llena, de camping en la noche del lobo, celebrando la primera medalla de Líder…
Cada paso de su crecimiento incluía a Dalia.
Parecían a una familia. Y, en ese cuadro, yo era una intrusa.
Recordé cuando mi hijo tenía seis meses. Alexandro me había dicho que debería ser el heredero más poderoso y lo había enviado a la guardería, alejándolo de mí.
¡Mentira! Solo quería que lo criara Dalia para que, día a día, olvidara a su verdadera madre.
Pero lo ridículo era que había funcionado.
Después de irse a la guardería, mi hijo me evitaba cada vez más, pero sonreía en brazos de otra mujer.
En ese momento, perdí todas mis fuerzas, mientras la rabia y la humillación se apoderaban de mí.
Me quedé en silencio…
Era como si yo fuera la amante, la mujer que arruinaba su felicidad.
Sentí como si mi corazón tuviera un gran agujero a través del cual sangraba sin parar.