8. Bestia

Tuve la loca esperanza de que ese hombre volviera antes de que mi turno terminara, pero, claro, no apareció. En todo mi turno anduve como zombie, incapaz de concentrarme en nada. Hasta Sergio, con su supervisión de robot silencioso, notó algo raro, aunque, por suerte, no dijo ni pío. Eso sí que lo agradecía.

Ya en mi habitación, me metí a la ducha con la energía de un koala. El agua cayó despacio, como si intentara arrastrar algo más que el cansancio. Me sentía extraña, demasiado. Desde ese encuentro en el pasillo, mi piel andaba como en alerta máxima: cada roce, cada sensación, todo amplificado. Mi rostro, mi cabello, las manos que... ¡Dios! Me estaba volviendo loca.

Cuando al fin me vestí y me paré frente al espejo, mi cara seguía roja como semáforo en hora punta. Había algo de vergüenza, claro, pero por debajo, un deseo extraño, incómodo... y delicioso. Esto no era normal, y lo peor: no debería estar sintiéndolo.

Mis ojos bajaron hasta las zapatillas junto a la cama. Su regalo. No
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