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“Vosotros, los que habéis matado, sois una raza aparte.

Vuestra paloma tiene un zureo lúgubre especial,

porque está llorando por la persona que mataste”.

No me podía quitar de la cabeza esa frasecita con la que arrancaba uno de aquellos libros apilados desordenadamente en las estanterías de casa. No recordaba cuál, ni de qué iba, pero ese comienzo me había llamado la atención y desde hacía tiempo la cita viajaba conmigo casi literalmente.

Jamás imaginé que pudiera pensarla en primera persona, y tampoco sabía por qué había golpeado a aquel hombre hasta matarlo, pero no me sentía especialmente preocupado. Que mi paloma arrullara cuánto y cómo quisiera.

Había dado el salto.

Primero descubrí el poder del miedo y ahora la muerte justa, un concepto acuñado aquella misma mañana para burlar mi conciencia sin demasiado trabajo. Una combinación para salvarme de la humillación y el abandono: sin miedo a matar y sin miedo a la muerte me sentía imparable.

Pasé el resto del día a ratos buscando el libro --que no debía ser muy bueno--, a ratos repasando la película y los datos que pudieran relacionarme con aquella muerte. Y concluí que bastaba con no pisar la zona en un largo tiempo.

Una hora más tarde torcía la esquina de mi calle, hundiéndome con paso rápido en la oscuridad y escondiéndome en las vueltas de mi bufanda.

Caminaba sin rumbo fijo, dando vueltas a la situación, hasta que un nuevo chasquido hizo que me escuchara pronunciando: “Dame un trago porque estoy en la cima de los pecados, rodeado de pequeñas muertes”.

Cambié de acera y de calle en busca de alguna señal luminosa, me crucé con un tipo de esos que hacen suyo un rincón del mundo porque no tienen otro lugar mejor donde huir de sus miserias, y llegué hasta un cartel encendido a medias, de lo que suponía una especie de tugurio.

La puerta pesaba más de la cuenta pero finalmente pude con ella y busqué una mesa escondida en el rincón del fondo, huyendo también de mis propias miserias.

Tragué ginebra y fumé. El ambiente estaba cargado.

Un gato gordo, mitad blanco mitad negro como su dueña, que hacía las veces de camarera, se acerca y restriega su lomo contra mí.

- Es preciosa, ¿no te parece?

Levanté la cabeza y respondí: “Sí, preciosa”.

La chica se sienta a mi lado. Tras un leve silencio, el contacto de su pierna contra la mía. No para de hablar, pero todo yo estoy concentrado en su pierna.

Su olor a mandarina, su piel, el alcohol, el humo, su voz,... embriagado, me transporto y tiemblo.

A la cuarta ginebra se acaban los billetes, estoy en el aire y la mulatita me ha contado media vida, que por supuesto es toda mentira. Se había encaramado un poco, evitando que escapara hasta agotar mis existencias, como el juego de la mar, como una ola que viene y va pero nunca termina de mojar hasta que te empapa de un golpe y sin remedio.

Le hago saber de mi situación financiera y aparto un poco al gato porque estoy convencido de que en ese momento me dan puerta.

Son casi las cuatro y media de la madrugada otra vez y la mulata, Irma se hace llamar, coge al animal de un pequeño saltito para que no se escape y desaparece. La veo contonearse por el camino como si fuera la prolongación de la gata misma. Apuro el cigarro y me dispongo a salir del local.

Irma espera en una esquina de la barra, al llegar a su altura me agarra del brazo, roza apenas mi oreja con su lengua, susurra “ya me pagarás otro día”, y me invita a una última ginebra porque falta media hora para cerrar.

Cuando llega la invitación me la bebo de un trago y le digo que espero fuera porque necesito un poco de aire fresco que me aclare las ideas.

La media hora pasa volando.

Mi cabeza no ha parado de dar vueltas, no recuerdo cuándo fue la última vez que comí y no paro de repetirme que debería salir corriendo. Pero ya no hay remedio, Irma se acerca, bamboleándose una vez más, segura de que su presa permanecerá inmóvil. Me echa el brazo por encima y añade: “Vivo aquí, al lado”.

El breve paseo se lo pasa jurando que no suele hacer estas cosas, pero que la noche ha sido especial, que nadie la había escuchado nunca así, y que además hay luna llena.

El estómago vacío, la última ginebra me había tumbado, no era más que un monigote en manos de la mulata, y lo peor es que ella lo sabía.

La luz del portal vino a salvarme, el frío dejaba de romperme la cara y ganaba en seguridad. Irma se adelantó y comenzó a subir las escaleras. Esta vez lo hizo muy despacio, recreándose, y sin quejarse un instante de que antes de llegar al último peldaño mis manos se hubieran deslizado ya entre sus piernas.

Abrió la puerta, me pidió que no me fijara en el estado de su apartamento, se dirigió a la cocina y apareció con dos vasos cargados de hielo y una botella de ginebra que balanceaba como quien trata de llamar la atención de un niño con un chupete.

Tuve que elegir en un segundo entre otra ginebra o un revolcón porque estaba convencido de que una gota más de alcohol haría imposible que me mantuviera despierto.

La tenía tan dura que la elección fue fácil.

La chica no tuvo tiempo de alargar el brazo esta vez: le quité los vasos y la botella, los puse encima de la misma mesa en que la tumbé y lo siguiente que escuché fue un gemido.

No protestó, ni siquiera cuando los vasos y la botella cayeron al suelo, pero me hizo prolongar la sesión en la cama una vez se dio cuenta de que extrañamente los efectos del alcohol me la habían dejado definitivamente tiesa.

Probó en todas las posiciones que logró imaginar y justo cuando yo comenzaba a sentir que no tenía picha su última gran explosión vino a significar que todo acababa.

Mientras ella iba al baño rebusqué en su bolso, le quité unos cuantos billetes, y me vestí lo más rápido que pude, pero me pilló saliendo por la puerta.

- ¿Te vas?… --la escuché decir abriendo tanto aquellos ojos verdes que apenas pude fijarme en otra cosa, a pesar de que comenzaba a clarear.

Cerré despacio, moribundo, y caminé con desespero en busca de mi cama.

Antes de caer rendido la cabeza daba vueltas sobre Irma: su pelo largo y rizado, su olor a mandarina que con el paso de la noche se iba volviendo agrio, su pubis a medio afeitar, las marcas de mis dientes en su cuerpo, y ese estallido final cargado de sabores que me apagó de una vez por todas.

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