La última enseñanza
La última enseñanza
Por: Jaime Garza Autor
CRISTINA

El tiempo irrumpe mi sueño; el físico y el verdadero. No me doy cuenta y estoy en el carro, después en el instituto.

Creo que es necesario hacer una pausa y hablarles un poco acerca de lo que soy… de lo que han hecho de mí.

¿Mi vida es más inútil de lo que parece?

Según mi madre, sí.

¿No es jodido que la persona que debiera alimentar tu seguridad tenga como pasatiempo favorito arruinarla?

Probablemente, pero en casa me están convenciendo de que todo es un juego.

Tampoco es como que tenga la peor familia del mundo, ni que mis días estén llenos de dolor y sufrimiento. Hay momentos, incluso, en los que agradezco formar parte de ellos.

Aunque mi madre vea alegrías donde yo solo encuentro frustraciones; no sea el varón que papá tanto añoró ni la nieta santa que la abuela desea.

—¿No pudiste ser normal por este día? —pregunta mamá mientras rebasa al auto de enfrente.

En dieciséis años de vida, no la recuerdo conduciendo con tanto desespero.

—¿Qué tienen de especial los lunes? —mi respuesta es sarcástica, pero esta mujer de rojiza cabellera no se da cuenta

—Es el cumpleaños de Faith.

Faith es la chica que todos quisieran tener en sus vidas. Como hija, hermana, pareja o amiga. Supongo que de madre también será buena, pero apenas tiene quince años. Aún no es momento de averiguarlo.

A mí me toca tenerla de prima, y ahí se saca un diez. Tiene la palabra precisa en el momento adecuado, sabe callar cuando le toca escuchar, y su consejo siempre atinado te provoca unas ganas inmensas de abrazarla.

Diría que la quiero como a la hermana que nunca tuve, mas no sé si sea muy justo hacerla parte de mis supuestos.

La quiero mucho. Con eso basta.

Por eso me molesta tanto que mamá y papá arruinen nuestra amistad. Dicen que le tengo envidia porque ella encaja donde yo no. Si fueran más listos se darían cuenta de que no encajo porque no quiero, no porque no pueda.

Faith quiere y puede, por eso es tan querida por los grandes y por los chicos. La mejor prima y la mejor sobrina. La mejor amiga y también la mejor enemiga, si es que alguien puede tenerla de enemiga.

—Llegamos —dice mamá y me ve de reojo por el retrovisor.

Le fastidian mis jeans rotos y mi sudadera gastada. Odia que vaya de negro; en ropa y maquillaje, pero más odia mi indiferencia.

A pesar de ello, me ofrece un beso sincero al despedirse.

—Te quiero —le digo.

—Con cuidado —responde.

La escuela luce distinta. Nadie parece acordarse del cumpleaños de Faith, y sin embargo, eso no es lo más extraño.

Veo al rector en la sala de maestros, bebiendo café en su peculiar taza color vino. Tiene el semblante desencajado, como si los sesenta años se le juntaran de golpe y rindieran tributo a su plateada cabellera.

—¿Qué pasa? —le pregunto a mi prima mientras le ofrezco un abrazo pequeño sin sabor a festejo.

—No lo sé —me dice—. Pero desde que llegué están todos ahí.

Volteo a recepción y no veo a los cuatro maestros de siempre inspeccionando nuestras mochilas. Definitivamente algo no está bien.

Intento acercarme a la puerta, pero el guardia me intercepta.

—No puede entrar señorita.

—¿Sabe sí ya llegó el maestro Santana?

Sí hay alguien en el instituto con los códigos lo suficientemente rotos como para filtrarnos información, es nuestro profesor de extra-curricular. Lo sé yo y lo sabe Faith. Lo saben todos, por eso, bajo disimulada atención, esperan la respuesta del guardia.

Permanece callado. Ofrece una mirada abierta y misteriosa, entonces descubro que todo tiene que ver con Santana.

Dicen que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas. Yo nunca esperé llegar a esta ciudad de gente molesta y eterna carrera, tampoco imaginé formar parte de una escuela privada y mucho menos pretendí encajar de forma tan peculiar con mis compañeros.

Contrario a lo que piensan, nada va bien.

—Muy buenos días a todos. Mi nombre es Santana, y afortunadamente no seré su maestro.

Ya lo veo. El típico profesor ‘’distinto’’ que en nada destaca del resto. Claramente no fue un brillante estudiante ni hizo grandes cosas en su vida profesional. Lo delata esa chamarra gastada y su camisa jovial. Jeans rotos y zapatos curiosos que arrastra desde una adolescencia trunca. Un payaso. Afortunadamente, como lo dijo él, no será mi maestro.

—Hace tiempo dejé de cobrar por dar materias sin sentido.

—¿Dice que las matemáticas no tienen sentido? —pregunta Faith, sorprendida.

Los demás la observan atentos, porque así observan todo lo que dice mi prima.

¿Y si la rebasa la popularidad?

Me preocupa la idea.

Llevamos un mes en el instituto, casi todos la conocen, y los que no, se mueren por saber de ella.

—Lo tendría si no se las impartiera un maestro como yo, que no sabe ni dividir.

El grupo le regala una risa amigable a ese sujeto que parece todo menos profesor, pero yo no lo tolero.

Me cruzo de brazos y lo veo fijamente a los ojos.

Él no se da cuenta. Está tan perdido hablando de sí mismo, que el mundo no le importa… que yo no le importo.

¿Por qué me duele no importarle?

Estamos reunidos en sala de juntas. El rector tiene la palabra.

Fiel a su estilo, enreda de más el mensaje. Tarda mucho en decir que el maestro Santana ha desaparecido. La sangre se me congela, pero he de ocultarlo. No pueden darse cuenta de lo que sé. Lo enterraría. Me enterraría. Nos enterraría.

Después de un tiempo, el rector deja salir a todos, menos a los de taller.

No me sorprende la maniobra. A final de cuentas, nosotros convivimos con el profesor más que cualquier otro alumno.

—Ustedes fueron los últimos que vieron a Santana. ¿Recuerdan algo que llamara su atención?

Mis compañeros se miran entre sí, supongo, pero el pudor no me da para constatarlo.

Espero, ansiosa, a que alguno levante la voz y dé algo que sirva, pero siguen callados.

—La última clase fue el sábado. ¿Nadie lo vio el domingo? ¿Ni su familia?

Mi alegato es absurdo. Sé que Santana vive sólo, pero debía decir algo para romper la atención.

—El profesor siempre fue muy reservado con sus cosas —me contestan—. No tenemos contacto con su familia.

—¿Entonces quién lo reportó como desaparecido? —pregunta Erick.

Desata el murmullo entre los presentes.

—Pudo hacerlo cualquiera —interrumpo—. El dueño del edificio… el de su bar favorito. Cualquiera que extrañara su ausencia pudo reportarlo.

Mi intervención despierta dudas entre los policías. Lo veo en sus miradas; lo constato enseguida.

—¿Cómo sabe que vivía en un edificio?

—Alguna lo vez lo mencionó.

—¿Cuándo?

—¿Qué sé yo? El tipo se la pasaba hablando de sí mismo. Pudo ser un lunes o un sábado.

El silencio me agobia. Siento las miradas de todos clavarse en mí; quiero salir de aquí y correr hasta esa pieza donde conocí al profesor como nadie más lo conoció. Donde me permitió ser como nadie más me deja ser.

De todo lo que dijo, me interesaron algunas cosas. El hombre ha publicado varios libros, aunque hace tiempo perdió la necesidad de escribir. Me llama la atención como se refiere a las letras, las define como una pasión que lo mantiene de pie, ‘'algo que le permite salirse de este búnker de un solo camino’’, tomando sus palabras.

—¿Por qué dejó de escribir? —pregunta Erick.

Yo le agradezco.

Quiero saber, pero no estoy dispuesta a cuestionarlo.

—Así son las pasiones. No basta con saberte bueno en lo que haces ni con tener ganas de trabajarlo, precisas de una vocecita interna que te obligue a continuar. Como respirar o comer, la pasión vive mientras es indispensable. Cuando despiertas y te das cuenta de que puedes seguir sin ella, quiere decir que tu pasión caducó.

—¿Y qué haces cuando eso sucede? —le pregunto mecánica.

Como no queriendo, pero por dentro muero por conocer su respuesta.

—Te conviertes en un simple mortal hasta que decide despertar.

Una maestra de edad avanzada toca la puerta y le sonríe a Santana. Es la profesora de matemáticas. Se disculpa por la tardanza, y él se retira agradeciéndole en forma exagerada.

¿Tanto le molestamos?

Si tan mal le cae estar con nosotros, ¿por qué decidió ser maestro?

Lo veo alejarse por los pasillos y no puedo no desear que algo le suceda mientras camina. Que tropiece. O que regrese y nos siga hablando de las pasiones. Quizás entre charlas encuentro la mía.

El policía de mayor edad recibe una llamada; atiende en los pasillos.

La voz del hombre hace equipo con sus dos metros de altura; podemos escucharlo pedir detalles de algo que, según entendemos, encontraron en uno de los salones.

—¿Dónde tomaban clase con el profesor Santana? —nos pregunta sin abandonar la llamada.

Sostiene la puerta con su mano izquierda.

—En el salón tres —responde Erick.

—En el auditorio —digo yo.

Golpeo a Erick con la mirada; el policía se da cuenta.

—Vuelvo enseguida —cuelga—. Acompáñenme.

Erick y yo somos interrogados en el salón de al lado. El policía cuestiona nuestra extraña actitud; descubro que saben menos de lo que pensaba.

—Son los únicos que han hablado. ¿Saben algo que el resto desconozca?

La técnica del policía pone de nervios a Erick, que se limpia el sudor inexistente mientras tartamudea.

Yo soy más fría. Intento tomar la palabra pero no me lo permiten.

—La clase se debe de tomar en el auditorio —agrega Erick—. Ahí se da de lunes a viernes, pero los sábados, cuando la escuela está sola, vamos al salón tres.

—¿Qué tiene de especial ese salón?

—Es más grande.

—¿Solo eso?

—Ese salón se utiliza para química cuando el laboratorio está ocupado. Hay material restringido, no cualquiera puede entrar —participo en tono acelerado para que el policía no corte mi interrupción.

—¿Material restringido?

—Explosivos, ácidos, farmacéuticos. Drogas, básicamente. Este sábado la tomamos ahí y consumimos hierba.

Ahora es Erick quien me golpea con la mirada.

Desearía que lo hiciera con sus manos.

Acabo de delatar a nuestro profesor, pero me queda el consuelo de haber jugado una de sus cartas favoritas: el desarmador.

Son las tres y cuarto de la tarde; Santana sigue aferrado a su celular bajo excusa barata de que aún falta gente por llegar. Estoy a punto de pedirle que comience con la clase, cuando abandona el escritorio y escribe en letra malograda una palabra que por sí misma dice nada, pero que pronto llena de valor.

Desarmador

—¿Cuál es su estrategia para ganar una pelea? —nos pregunta a todos.

El aula permanece en silencio.

¿Qué tiene que ver esto con un taller de creación artística?

—¿Acaso no tienen una? —pregunta, sorprendido—. Reina, ¿cómo le haces para que tu novio se disculpe por tus errores?

—¿Perdón? —pregunto, ofendida.

No sé si por llamarme reina o por entrometerse en temas que no suceden, y si sucedieran, no le interesarían. Porque no tengo novio… jamás he tenido. Y si lo tuviera, no haría que se disculpara por mis errores. Y sí lo hiciera, no se lo confiaría a cualquier persona.

—Ya veo —suelta—. Eres del corte tímido. ¿Alguien que guste contarnos cómo le saca canas verdes a su pareja?

—¿Quién se cree? —pregunto.

Siento la cara arder.

—Alguien a quien no estás obligada a aguantar. Si te queda grande el taller, puedes retirarte. Podremos con tu partida.

Me pongo de pie y salgo echando humos. Pienso reportar a este maestro de cuarta, cuando escucho que me habla y me toma por la espalda.

—¿Podemos hablar? —pregunta en un tono al que no puedo negarle nada.

Los policías ya sabían lo de la marihuana. El intendente nos vio y fue con el chisme. Sin embargo, no fue eso lo que le dijeron por teléfono. Volvemos a la sala de juntas, pero no entramos.

—Espérenme aquí —señala la banca del pasillo.

Pronto sale con el resto de nuestros compañeros, cada cual con sus miradas repletas de culpa.

—¿Les dijiste lo del sábado? —pregunta Verónica.

Encuentro cierta afirmación en su cuestionamiento.

—¿Por qué lo dices? —respondo a la defensiva.

—Algo escuchamos.

Recuerdo que estas paredes de papel todo lo cuentan, y que la voz del policía mucho no ayuda.

Me tranquilizo.

—Ya lo sabían. Al parecer el intendente estaba por los pasillos, nos vio y fue con el rector.

—Ya veo.

Mientras nos dirigimos al salón tres, todos hablamos sobre lo que hicimos el sábado, pero sin el tono de escándalo que cualquier otro adolescente le habría inyectado.

Santana era un maestro distinto; digno de morbo y aventura para alumnos normales. Pasa que nosotros no somos del corte normal. Santana nos hizo diferentes… a su imagen y semejanza.

En cuanto entramos al salón, supe qué hacíamos ahí.

El símbolo en el pizarrón era el motivo… el mapa para encontrar a Santana.

—¡Sé dónde está! —gritamos todos.

—El desarmador es una técnica infalible para quienes lo saben utilizar. Pero ojo, que esto no es apto para cualquiera. Necesitas ser muy inteligente para que la bala no rebote en tu garganta.

—¿No es preferible solo ser consciente de tus puntos flacos sin necesidad de soltarlos? —pregunta Verónica.

Santana sonríe. Quería escuchar esa pregunta.

—Eso solo te vuelve uno más en la disputa. Cuando entramos en discusión, somos conscientes de lo que podemos perder. Sin embargo, al mencionarlo desarmas por completo a tu contrincante. Lo llevas a un estado de confort peligroso y se confía. No hay peor trampa para el ser humano que un triunfo inesperado.

El salón permanece callado, eso hace ver más sabio a este profesor que parece tener siempre la palabra correcta, el silencio adecuado. Quiero opinar, pero la campana me corta la inspiración. De cierta forma lo agradezco, porque después de haberlo besado en los pasillos no podría hablar sin acabar como tomate.

—Al momento de crear un personaje, una novela, dibujo o lo que sea, es importante saber desarmarte. Convertirte en tu primer detractor te pone veinte pasos adelante de cualquiera. Nos vemos luego.

En verdad no he conocido a otra persona tan curiosa como Santana. El tipo parecía que iba a ignorar la campana, que se quedaría hasta que lo sacaran, y de la nada se fue.

—Nos vemos luego —le dijo a todos.

¿O solo a mí?

Esa noche batallé para dormir. En mi mente estaba el extraño consejo del profesor y la inusitada necesidad de lanzarme a sus labios. Bien para que dejara de hablar, pero también porque me gustó.

Sus cincuenta años pasaron a segundo término; el tono amarillento de sus dientes lo secundaron.

¿Que huele a tabaco? ¿Y qué? Papá siempre huele así.

Lo compensaron esos ojos color miel que desarman a cualquiera, entonces me di cuenta de que él es mi desarmador.

Cuando al fin hago tregua con el sueño, suena el despertador.

Abro los ojos y sé que nada volverá a ser igual.

Voy a mi armario, lanzo contra la pared las ropas rosas y coloridas, saco el pantalón negro de hace unos años y la sudadera de aquella banda que nunca conocí pero que muchas veces escuché.

Dibujo ojeras bajo mis ojos y mis uñas van oscuras. Mamá casi pega el grito al verme, pero le confortan mis labios rojos y sonrientes.

‘’Ya no soy más una mentira’’, pienso decirle a Santana en cuanto lo vea.

El día transcurre lento, así pasa siempre que uno espera algún evento. Inicia la hora del taller, corro hasta el auditorio, pero aún está solo. He de pensar en algo para ocultar mi ansiedad. Se me ocurre recordar el día en que decidí inscribirme a este taller de creación artística.

¿Por qué?, recuerdo haberme preguntado, y ahora lo sé.

Nunca me ha interesado crear cosas nuevas, tampoco me considero una persona muy artística.

¿Entonces?

En el fondo, aunque intento negarlo, Santana siempre me ha atraído.

¿O no?

Prefiero pensar que sí…

Pasan los minutos y nadie llega. Llamo por el celular a Erick, pero no contesta. Veronica siempre lo lleva apagado, así que no hago ni el intento. Salgo a buscar a Santana, pero no lo veo.

¿Será a caso una señal?

Pongamos cada cosa en su lugar: El tipo podría ser mi padre (o hasta mi abuelo). Permitió que lo besara. Tardó en alejarme, y eso no fue lo peor, sino lo que pasó antes del impulso, cuando prácticamente me pidió estar triste porque: el rosa no le parecía mi color.

¿Quién se cree? ¿Con qué derecho indaga en mis adentros y encuentra verdades? Como si escuchara mis pensamientos, aparece a paso lento por entre los pasillos.

—¿Y los demás? —pregunto mientras camino hacia él.

Intento parecer lo más normal posible.

—Estamos en el tres, pero ven. Quiero hablar contigo unos minutos.

Tiene el semblante desencajado. Seguro va a reclamarme por lo ocurrido el día de ayer, y yo no sabré qué contestarle. Me lleva hasta el auditorio y me hace el amor con la mirada. O al menos así lo siento. Así lo quiero.

—Gracias.

—¿Perdón?

—Gracias por obedecerme y mostrarte ante el mundo como eres en realidad.

—Yo…

—Ahora no podemos hablar como se debe. Me gusta tomar café en la cafetería de la esquina, a las cuatro y quince estaré ahí. No me hagas esperar.

Se va. Me deja como ayer tras cuestionarme la cordura; otra vez acabo con más preguntas que respuestas. He de ir con él hasta el café. He de aguantarme las ganas de volverlo mi primera vez… mi primera buena vez, mejor dicho.

Son las cuatro con diez minutos y ya estoy en el lugar. No quiero hacerlo esperar. Miro el reloj y no ha pasado ni un minuto. Lo vuelvo a revisar y al menos ya pasaron dos. De las cuatro con catorce a las cuatro y quince el tiempo vuela. Es momento de encontrarme con Santana, pero no lo veo.

¿Me habré equivocado?

Intento recordar si hay algún otro café por el rumbo, cuando un hombre chaparro y de nariz puntiaguda me llama por mi nombre.

—¿Cristina?

Su acento es extraño. Lo he escuchado en alguna novela del canal veinte.

—¿Quién es usted?

—Un buen amigo del profesor. Seguíme.

Mientras subo las escaleras, trato de pensar en otras cosas. Bien para evitar los nervios, pero también para olvidarme de que estoy confiando en dos desconocidos. Porque de Santana sé muy poco, aunque ya me guste todo. ¿Pero de él?

—Es aquí.

El hombre abre la puerta y me presenta un cuarto grande. Hay siete estantes de madera con libros ordenados en distintos géneros y categorías, mas no tengo tiempo ni deseo de revisarlos.

Camino entre los pasillos que dividen un estante de otro, cuando en el fondo veo a Santana sentado.

Lleva una gabardina negra y me ofrece la espalda; camino hasta llegar a él y pongo mi mano en su hombro.

Me indica la silla de en frente; lo obedezco como difícilmente lo obedecería en un aula de clases.

—Necesito de tu ayuda.

En mi cabeza pasan mil cosas, menos abandonar el lugar. Aunque todo indica que debo hacerlo.

—¿Qué pasa?

—No te conocí aquella mañana en el salón. Conozco a tu familia, sé tu historia, por eso me molestó tanto verte como no eres.

Sé que debería sentirme incómoda. Cualquier otra muchacha saldría corriendo, iría al instituto a denunciar al profesor, o bien, si las agallas fueran suficientes, le cuestionaría el atrevimiento.

Sin embargo, no hago nada de eso.

—¿Y cómo se supone que soy?

Mi pregunta esconde más que el deseo de una respuesta. No estoy molesta, aunque si triste. Tal parece que Santana estuvo presente en la etapa más gris de mi vida, por eso no tuvo empacho en encontrarme detrás de la capa rosa y sonrisa fingida. Quiero que me diga quién soy, mas no en tono de respuesta, sino de guía. Quiero que me ayude a ser como siempre quise ser.

—No lo sé. Pero sé que no eres de las que encajan con cualquiera. Porque no eres cualquiera. Por eso estás acá, donde hay mucha gente que necesita de tu ayuda. Ayudándolos a ellos te ayudarás a ti. Sé porque lo digo, y en el trance recibirás una paga que te alcanzará para independizarte de tus padres antes de los veinte, como siempre lo has querido.

Llegué aquí sin saber nada de él, y al parecer él sabe todo de mí. Me voy sin conocerlo, bajo promesa de ayudar a quienes no conozco.

Esa misma tarde, Santana me lleva con un amigo suyo. Él estampa en mi costilla un símbolo que marcaría el resto de mis días.

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