—Con esto aprenderás a no jugar conmigo, Aslin. Y, por supuesto, a no comportarte como una zorra con cualquier hombre que entre en mi casa —me dijo Alexander mientras soltaba mis manos, me dio un beso en los labios y se levantó de encima de mí. Luego salió por la puerta, y escuché el clic al cerrarla con llave desde afuera.
—¡Aaaaaah! —grité de dolor al ver mis dedos rotos. Traté de incorporarme en la cama, y como pude, fui hacia la puerta. Intenté abrirla, pero no cedía. El maldito me había dejado encerrada.
—¡Alexander, abre la puerta! Me duelen los dedos, necesito ir al hospital. ¡Por favor, abre! —le supliqué, pero nadie respondió al otro lado.
Era evidente que planeaba dejarme ahí encerrada toda la noche, o quizás por días. El corazón se me rompió al pensar en eso. No quería volver a vivir el mismo calvario que la última vez.
Fui al baño desesperada, abrí el botiquín y tomé unas pinzas y cinta adhesiva. Luego, con movimientos torpes, me senté en la cama, metí la blusa de la pi