Isabella sale de la oficina de su esposo con el corazón latiendo con fuerza y el orgullo hecho trizas. A cada paso que da, la rabia se le revuelve con la tristeza. Pero no es por él. Es por ella. Por haber sido tan idiota, por seguir creyendo, por seguir esperando algo de amor y amabilidad en un hombre que no es capaz de dárselo.

Toma su cartera con un movimiento seco y se dirige a la salida sin mirar a nadie, sin ofrecer explicaciones. Sale del edificio y deja que el aire fresco de la tarde le golpee el rostro. No tiene rumbo, solo quiere alejarse. De todo. De él. De sí misma.

Camina sin detenerse por demasiadas cuadras, perdiéndose entre la gente, los ruidos del tránsito y su propio caos interno. Finalmente, al ver un pequeño restaurante de esquina con ventanales empañados por el vapor del café, decide entrar. No es nada sofisticado, pero eso mismo lo hace perfecto.

Se sienta en una mesa cerca del vidrio, pide un café y respira hondo. Trata de poner en orden sus pensamientos, pero s