—Creo que necesitas ayuda para volver a casa —dice Benedict con esa sonrisa que Isabella ya no sabe cómo descifrar. Tal vez nunca supo. Lo que sí sabe ahora es que esa sonrisa no es inocente. Está dirigida a Alessia y está cargada de intención. Lo está haciendo adrede. Para molestarla. Para provocarla. Lo sabe bien.

La amargura le sube por la garganta como una ola espesa y caliente. No dice nada. Solo observa.

—Sí, son muchas cosas y no me gustaría ir en taxi —responde Alessia enseguida, con una voz demasiado dulce, demasiado encantada. Asiente como una niña emocionada ante su premio de consolación. Sus ojos brillan con una chispa maliciosa.

—Vamos, yo te llevaré —añade Benedict, señalando el camino hacia su camioneta con un gesto cortés.

Isabella se queda plantada en el umbral de la puerta, mirando cómo su esposo le da la espalda sin siquiera mirarla. Como si ella no estuviera allí. Como si no existiera. Alessia gira ligeramente la cabeza y le lanza una sonrisa de suficiencia, como s