Reencuentro

—Al parecer está viéndose con su secretaria, señora—informó su asistente personal.

Martina llevaba trabajando para ella desde que puso un pie en esa casa.

—¿Estás segura?

—Sí, señora. Los han visto salir juntos a altas horas de la noche. Además, según los comentarios de otros trabajadores, se encierran por largas horas en la oficina del señor Collen.

Helena asintió, mientras se dirigía a pasos lentos hacia el ventanal. Necesitaba un poco de aire fresco, sentía que se ahogaba.

—Está bien, Martina. Has sido de mucha ayuda, gracias—pidió a la mujer retirarse.

Aquello no era algo nuevo, desde luego que era consciente de todas las infidelidades de su esposo, pero al parecer saberlo, no aminoraba el dolor que aquello le causaba siempre.

«¿Qué estás haciendo, Helena? ¿Por qué sigues ahí?», la voz de su consciencia salió a relucir y, era tan parecida a la voz de su pequeña hermana.

—Isa, debí escucharte cuando me dijiste que esto era una locura. Nunca debí casarme con él.

Las lágrimas de Helena rodaron por su mejilla, eran gruesas y estaban cargadas de muchos sentimientos negativos. Sentía rabia hacia sí misma, rabia hacia sus decisiones y rabia hacia aquella imposibilidad de irse; porque, por más que quisiera marcharse, ya no le era posible. Él no se lo permitiría…

—¿Ves esto, Helena?—el hombre alzo el papel en su mano—. Es tu condena, te condenaste el mismo día en que lo firmaste.

Henrick había preparado un contrato, el cual se encargaba de beneficiarlo de todas las maneras posibles: 

“El divorcio se dará cuando yo lo estipule”

“Recibirás un pago cada mes por tus servicios”

“Y recuerda: eres una esposa farsa, que no se te olvide”

—¿Y todavía sigues creyendo que podrás enamorarlo?—se reprochó.

Evidentemente, Helena era demasiado optimista, quería a Henrick, quería salvar su matrimonio y quería un poco de sus falsas caricias.

[…]

—Llévame al aeropuerto, Horacio—indicó la mujer a su chofer.

Luego de cerrarle la puerta del vehículo, el hombre rodeo el auto para ocupar su respectivo lugar como conductor.

Helena se masajeó las manos tratando de trasmitirse tranquilidad, estaba a tan solo minutos de volver a ver a su hermana. Se sentía feliz ante la idea, pero a la vez, se encontraba muy asustada, esperaba poder ocultar muy bien de los ojos curiosos de Eloísa lo que en realidad era su vida de casada.

—Llegamos, señora—anunció el chofer, bajándose para abrirle la puerta del auto.

Cuando la brisa golpeo su cara, Helena tomo una profunda bocanada de aire. «Muy bien, el show acaba de comenzar», se dijo. Ya estaba acostumbrada a ser el centro de atención cada vez que ponía un pie fuera de la mansión, ser la señora Collen era una gran responsabilidad. Su esposo era uno de los hombres más poderosos de Alemania, razón por la cual, los paparazzis solían perseguirla.

Un poco más atrás, dos hombres que portaban trajes oscuros bajaron de otro vehículo. Se trataban de sus guardaespaldas, puesto que su esposo era muy desconfiando y siempre la mantenía bien vigilada. «Como si me fuera a escapar», resoplo la mujer con ironía, mientras iniciaba su elegante caminata.

—Señora, dentro de unos quince minutos aproximadamente aterrizará el vuelo proveniente de Suiza—informó uno de los agentes del aeropuerto.

—Está bien, muchas gracias.

Helena ocupó un asiento y espero expectante, sin dejar de mirar a la pista de aterrizaje. Deseaba con todas sus fuerzas volver a abrazar a su hermanita, la sensación de añoranza era insoportable. Ambas habían quedado huérfanas desde muy jóvenes, su abuela materna se había encargado de criarlas, pero lamentablemente la mujer falleció unos pocos años después. Afortunadamente, para entonces Helena ya había alcanzado su mayoría de edad y pudo encargarse sin problemas de su hermana menor. Estaba orgullosa de los logros de Eloísa, había podido estudiar e incluso se había graduado de la universidad hacía unos pocos meses. Ella, por el contrario, no tuvo la oportunidad de estudiar. Desde muy chica tuvo que trabajar para dar de comer a las dos, aunque realmente los estudios nunca fueron lo suyo.

En cuanto los ojos verdes de Helena divisaron al avión aproximarse, se levantó rápidamente de su asiento. Las manos y las piernas le empezaron a temblar, pero no era de miedo, sentía que estaba a punto de quebrarse y no sabía si lo podría soportar más. Realmente, Helena hizo su mayor esfuerzo de parecer una mujer feliz cuando su hermana estuvo frente a sus ojos, pero en el mismo instante en que Eloísa le sonrió desde lejos y corrió hacia sus brazos, toda su templanza se desvaneció por completo.

No, a Helena no le importo estar en un sitio público, tampoco le intereso que posiblemente la estuviesen grabando. Lo único que quería y necesitaba era ese abrazo, el abrazo de su hermana, la única persona en el mundo que le quedaba, la única que realmente la amaba.

—¡Isa, mi Isa!—sollozo la mujer apretando fuertemente a su hermanita.

Ya podría incluso imaginarse el dolor que le provocaría cuando tuviese que marcharse nuevamente, cuando tuviese que dejarla sola una vez más.

—¡Te extrañé tanto!

Las dos mujeres fueron las protagonistas de una escena bastante conmovedora, la misma duro por varios minutos. Pero cuando sus brazos se cansaron y sus lágrimas parecieron cesar, finalmente se separaron, mirándose la una a la otra como si hubiese transcurrido una eternidad desde la última vez en que estuvieron juntas.

—Estás hermosa, Helena. Te ves tan…

Eloísa buscaba las palabras para describir a su hermana, pero no lograba encontrarlas con facilidad. La verdad era que estaba tan cambiada, parecía una mujer que había nacido en la alta sociedad, rodeada de lujos. Su porte, su vestimenta e incluso su mirar, todo indicaba poder y elegancia.

—¿Diferente?—quiso completar la mayor.

—Sí, es decir, tengo un recuerdo tuyo tan distinto. Verte ahora es como ver a alguien más, pero no me malinterpretes. Te ves muy bella, de verdad.

—Gracias, hermanita. Y mírate, tú tampoco te quedas atrás, finalmente floreciste—se burló, recordando que la última vez en que la vio, todavía era una chiquilla que acababa de cumplir su mayoría de edad.

—¡Tonta!

Eloísa le dio un empujón juguetón, justo como en los viejos tiempos. Ambas mujeres rieron como si todavía fueran unas chiquillas. Todo en ese momento parecía perfecto, eran las dos y el inmenso amor que se tenían, pero, lamentablemente, la felicidad para las hermanas tenía fecha de caducidad…

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