Rosendo frunció el ceño. Solo se había acercado a Ana por su dinero. En realidad, estar todos los días junto a una vieja de más de cuarenta años le daba ganas de vomitar.
Al ver al hombre que amaba fruncir el ceño, Ana preguntó:
—¿Qué pasa, Rosendo? ¿Es que no quieres?
—Eh… no, ¿qué dices? —Rosendo