CAPÍTULO 5: HERRAMIENTA DE DESAHOGO

CAPÍTULO 5: HERRAMIENTA DE DESAHOGO

En la actualidad…

Quisiera decir que esto es solo algo inusual debido a que es el aniversario de muerte de la antigua mujer de Maxwell, pero la verdad es que es lo típico. Tres años siendo solo una sombra a sus espaldas, confinada a ser solo su esposa dentro de las paredes de la mansión se ha convertido en algo tan habitual para mí, que ni siquiera me lo he cuestionado.

Si de algo me puedo jactar, es que soy una mujer muy paciente. Lo he comprendido en su dolor, sé que perder a alguien tan importante en su vida no es sencillo de afrontar, sin embargo, siento que estoy nadando contra la corriente, que por más que me esfuerzo en hacer que sea feliz, todo lo que hago es inútil.

Siempre me han enseñado que debo ser sumisa y servir a mi marido. Esas fueron las palabras que me enseñó mi madre, criada bajo un estricto modelo religioso. Ella siempre fue mi ejemplo a seguir. Julia Rodríguez ha sido una gran madre, y de mi padre también puedo decir que se guiaba por los mismos preceptos religiosos. De hecho, fue tanto así, que se conocieron en la iglesia.

Sin embargo, cuando mi padre falleció, mi madre no quería seguir aquí, recordando con dolor que ahora ya no estaba el amor de su vida. Por ese motivo decidió volver a México. Yo en cambio, me quedé.

Ya tenía una vida hecha aquí, no tenía nada que me atase allá. Así que alquilé un cuarto y viví sola desde los dieciocho años. Aun así, he vivido bajo la crianza y enseñanza que me dieron mis padres, sin embargo ahora… ahora no sé si puedo seguir haciéndolo.

He sido paciente, he soportado lo que nadie debería soportar por amor, pero no creo que ni tres, ni cinco, ni diez mil años sean suficientes para Maxwell. Él nunca olvidará a esa mujer.

Entro en la mansión después de verlo partir con un nudo en la garganta y una opresión en el pecho que no me deja respirar. Agradezco que los pequeños gemelos se hayan dormido, porque de otro modo se darían cuenta de que me pasa algo malo.

—Señora Kingsley, ¿desea algo de tomar? Tal vez un té —me ofrece Francis.

—Ya te he dicho que no me digas así, yo no puedo ocupar ese nombre.

—Lo siento, a veces lo olvido. ¿Va a querer el té?

—Sí, está bien —acepto con una sonrisa.

Las dos pasamos a la cocina. Francis se pone a preparar el té enseguida, pero yo no soy de las personas que sirven para quedarse de brazos cruzados. Mientras ella pone el agua a calentar, yo preparo las tazas con el filtro del té.

—No es necesario que haga eso, yo lo puedo hacer.

—Ya sabes cómo soy, no me pidas que me quede ahí sentada.

Ella me sonríe con dulzura, Francis se ha convertido en una especie de segunda madre para mí.

—¿Puedo decirle algo?

—Claro que sí, sabes que puedes hablarme con confianza.

—No me gusta verla así, triste. El señor Kingsley no la ha tratado como usted se merece y no sé por qué. Nunca se podría conseguir otra esposa tan perfecta como usted.

Me echo a reír, justo en el momento en que la tetera chilla.

—Eso tal vez sea cierto, no hay otra que sea tan tonta como yo.

—No diga eso, el tonto es él, por no darse cuenta de lo que tiene.

Si sigo aquí, es porque de verdad lo amo. Y no solo a él, también amo a sus niños, amo incluso a la gente que trabaja en esta casa. Poco a poco me he enamorado de él y de todo lo que lo rodea. Sería muy fácil pensar en dejarlo, pero pienso en esos dos niños que ya me ven como su madre, y mi corazón se arruga de dolor. No puedo.

—Ya me cansé de intentarlo Francis, creo que él nunca me va a amar. Tal vez se casó conmigo en un momento donde su psique no estaba en el mejor estado. O quizá seguía borracho —digo encogiéndome de hombros.

Seguimos conversando un buen rato, hasta que se hace más tarde y el sueño acaba por reclamar que me vaya a la cama. Miro la hora en el reloj una última vez. Son las doce de la noche, y sé que eso solo significa que él no vendrá.

Con el honor por el piso, me meto en mi habitación y me preparo para acostarme. Pronto me quedo dormida en los brazos de Morfeo, pero mi sueño no es reparador ni me hace descansar.

En mi estado de inconsciencia me parece escuchar que la puerta de mi cuarto se abre de pronto. De forma apresurada me quito el antifaz que uso en los ojos para dormir mejor y me doy cuenta de que no es parte de mis sueños. En efecto, la puerta de mi cuarto está abierta. La luz ingresa por el ligero espacio entreabierto y por un momento pienso que tal vez es uno de los gemelos que se ha despertado de alguna pesadilla.

Sin embargo, bastante pronto esa conjetura se acaba cuando veo la silueta de Maxwell entrar. Él cierra la puerta y le pone el seguro para que nadie pueda abrirla.

Enseguida me siento sobre la cama, observo el reloj de la mesa de noche, son las tres de la mañana.

—¿Qué haces aquí? —pregunto. Estoy a punto de encender la luz de la lámpara, pero él se lanza sobre mí como un rayo y detiene mi mano.

—Déjala así —murmura.

Su aliento apesta a alcohol. El problema es que esto no es algo nuevo. Es una rutina que viene haciendo desde hace mucho.

—Esta noche no, Maxwell. No estoy dispuesta a ser tu juguete.

A pesar de mi negativa, él no retrocede. Gatea sobre la cama hasta quedar frente a mí. Su presencia imponente y masculina me paraliza. Mentiría si dijese que no lo deseo, pero odio que me haga esto, que siempre me busque cuando está así.

—¿Estás segura de eso? —susurra hablándome al oído. Esa voz profunda envía un cosquilleo de pl4cer directo a mi entrepierna.

—Maxwell… —jadeo, él ya ha llevado sus manos por debajo de la sábana y está rozando mis caderas. Sus dedos se deslizan por mis muslos y me abre las piernas, explorando en lo prohibido de mi anatomía.

—Déjame entrar Hannah, te necesito.

Mi corazón se acelera como un caballo a galope. Él… ha dicho mi nombre.

Y sí, sé que eso es lo que debería ocurrir, pero ya he perdido la cuenta de cuántas veces me ha confundido con su exmujer. Es patético, y tal vez estoy atrapada en un ciclo del que no puedo escapar, pero él…

Maxwell es como mi droga.

Esas simples palabras bastan para que yo ceda y deje que haga con mi cuerpo lo que quiera.

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