LA LLAVE (parte 4)

VII

Me llevé el pergamino a mi cuarto de hotel, e investigué la escritura con todos los archivos persas que guardo en el disco duro de mi laptop. Me acosté hasta muy tarde en la madrugada, y persistí en la investigación a la mañana siguiente. Logré identificar el alfabeto como una forma muy antigua e inusual de persa. Utilicé la Internet, y hasta llamé a algunos colegas míos británicos que conocían el tema. Uno de ellos me remitió a un templo zoroastriano situado en Londres, que databa de 1823. El sacerdote del templo me pidió que le enviara copia del manuscrito por fax, cosa que hice.

 Algunas horas después, me envío una respuesta.

 “El alfabeto es persa, pero no logro traducir lo que dice. El lenguaje es muy extraño, creo que de estilo oriental, muy antiguo”.

 Seguí investigando, por dos días más. Finalmente, encontré una serie de lenguajes extintos hablados en la zona oriental de Persia, Kurdistán y Afganistán. Limité gradualmente el lenguaje hasta descubrir, por medio de Internet y una llamada a la Universidad de Oxford, que el idioma era llamado erkesiano, y era hablado por unos cuantos cientos de habitantes de unas villas iraníes muy rurales, situadas cerca de la frontera con Kurdistán.

 Me tomó tres semanas de extensas jornadas, pero fui capaz de traducir el erkesiano, y descubrí entonces lo que el manuscrito decía.

 Según el pergamino erkesiano, la Llave de los Infiernos se mencionaba por primera vez en un texto del rey hitita Anupaneyidad V, quien la perdió en guerra contra el Faraón

Ankh-Afna-Khonsu, un faraón maniático, malvado y adorador de Set, quien fue asesinado por los horrores que realizó. La Llave fue utilizada por emperadores locos como Nerón y Calígula. Pasó a manos de Torquemada, el terrible inquisidor medieval, quien extrajo el secreto de su ubicación de un brujo torturado. Estuvo resguardada por los Caballeros Templarios hasta que estos fueron perseguidos por la Iglesia, la cual la poseyó y reservó su poder. Muchos papas locos cometieron atrocidades debido a la influencia de la Llave, hasta cuando finalmente, el monje loco Uberthus de Catemburgo la esconde poco antes de ser quemado en la hoguera. Algunos aseguran que la encontraría Gregori Rasputín en Rusia, y utilizaría sus poderes mágicos para manipular a los zares. Tras la muerte de Rasputín, se pierde nuevamente, hasta que un SS serbio, llamado Andrei Antonevich, la encuentra en 1940, y la lleva a territorio del Tercer Reich, para ser custodiada por la Sociedad Thule. Antonevich muere ahorcado en un patíbulo en Israel en 1964, y se llevó la ubicación final de la Llave a su tumba, a pesar de las torturas que le infringió el Mossad.

 Antonevich es abuelo de Jean Lamarche, el actual líder del Conciliábulo del Trapezoide.

 Sin embargo, la viuda de Antonevich reconoció bajo presión que su esposo había resguardado la Llave en un viejo templo zoroastriano situado en Erkesia, la zona rural iraní donde se hablaba la extraña lengua que había descifrado.

 Me disponía a notificar a Valerio lo descubierto. Observé el reloj digital en la pared, y marcaba las tres de la madrugada. Sorbí un poco del café tibio que tenía al lado de mi laptop y froté mis cansados ojos. Estaba vestida solo por un camisón de dormir.

 Un sonido inquietante alteró mis nervios. Era el sonido de golpes en la puerta. Me alarmé notablemente, pues no tenía idea de quien podía ser a esa hora.

 —¿Doctora Lovecraft? –dijo una voz seca en perfecto inglés. –Doctora Lovecraft, sabemos que está allí. Abra, por favor. No le haremos daño.

 Algo asustada, observé por el visor de la puerta la imagen distorsionada de un sujeto gordo, calvo y repleto de tatuajes, pero vestido de traje negro. A su lado, un sujeto negro con dreads, igualmente ataviado.

 —¿Qué quieren? –pregunté.

 —Nos envío nuestro amo. Lord Lamarche. Quiere hablar con usted.

 —¿A esta hora? –pregunté.

 —Sí, disculpe.

 —¿Saben que trabajo para la INTERPOL? Vuelvan mañana, asistiré encantada acompañada de mis dos amigos policías.

 Los dos sujetos sacaron revólveres de sus chaquetas. Dispararon a la puerta, sin provocar ruido debido al silenciador. Penetraron con violencia y me encañonaron.

 —No queremos lastimarla. Por favor, no se resista. Vístase.

 Viajábamos en un automóvil Volga de color negro hasta llegar a una vieja edificación del siglo XVII, enclavada místicamente entre una transitada avenida de Bucarest. Una serie de prostitutas, algunas infantiles, saludaron el automóvil cuando éste pasó cerca.

 Al adentrarnos en el edificio, caminamos por largos pasillos en medio de paredes decoradas con escudos y armas medievales. Me había vestido con un traje de color negro y una gabardina, pero no había tenido mucho tiempo de acicalarme bien.

 Subimos una extraña escalera de caracol con forma de dragón serpentino. Y finalmente, llegué a una especie de despacho iluminado por lámparas eléctricas, que producían una débil luz parda, acrecentada por el crepitante fuego de una chimenea. La música de Mozart discurría por el ambiente.

 El estudio era un sobrio lugar, con una extensa y sofisticada biblioteca. Los muebles de categoría refinada (victorianos, grecorromanos, postmodernistas, etc.), le daban un aspecto elegante.

 Una figura lóbrega observaba la iluminada ciudad de Bucarest por la ventana. Tenía los brazos cruzados en su espalda, un largo cabello negro, y vestía una chaqueta que rozaba el suelo.

 —Bienvenida, Doctora. –Dijo con una voz melódica de soprano, aterciopelada y sinuosa, que acariciaba el oído. –Me llamo Jean Lamarche. Actual Maestro Oscuro del Conciliábulo del Trapezoide. El sucesor de su padre.

 Lamarche se volvió mostrando su rostro atractivo, de sonrisa pulcra y blanca. Su nariz aquilina encuadraba perfecta con su mentón estilizado, cubierto por una negra barba de candado, tan negra como sus largos, sedosos y lacios cabellos. Sólo sus ojos de color verde brillaban resaltando el rostro. Su piel era muy clara.

 Vestía en ese momento un traje con corbata y chaleco negro, cubierto por una chaqueta larga de cuero. La camisa era una cara y fina camisa blanca. Desde sus lustrados y brillantes botas, hasta cada uno de sus perfectamente peinados cabellos, Lamarche era un hombre meticulosamente elegante.

 —Ya conoce a mí... sacerdotisa... Amanda... –dijo señalando hacia una oscura esquina del lugar hasta entonces obviada por mí. Observé de nuevo a la maniática Amanda, mi ex compañera escolar, que había hecho mis años infantiles un infierno. Y que había intentado matarme hacía algún tiempo. Ahora vestía un traje negro elástico que le tallaba el esbelto cuerpo. Seguía teniendo el cabello rubio y corto. Sus ojos azules mostraban una mirada sarcástica de odio reprimido.

 —Sí, la conozco. –Espeté despectivamente.

 Amanda rechinó los dientes.

 —Su padre fue mi mentor. Mi maestro –me dijo Lamarche. –Un genio. Sin duda, conocía más del Universo que la mayoría de los pobres mortales. Observe eso –dijo abriendo la ventana. Una ráfaga de viento movió sus largos cabellos y chaqueta, así como los míos y mi gabán. Señaló la poblada ciudad capital búlgara. –Miles... millones de simples mortales. ¡Que desperdicio! ¡Pobres inútiles! Son como... hormigas sin voluntad. La mayoría no diferencia a Wagner de Bethoveen. ¡Idiotas! No justifican su existencia. El aire que respiran resulta un desperdicio de moléculas. Yo les daré una razón para vivir.

 —¿Cuál? –pregunté.

 —Servirnos. Servir a personas como nosotros dos. Poderosos, grandiosos, gloriosos. La ley universal por excelencia. La ley del más fuerte. La supervivencia del apto. La cadena alimenticia en todo ecosistema. Una ley intrínseca en la naturaleza del Cosmos. Los magos hemos gobernado la Tierra desde tiempo inmemorial, rigiendo sobre los profanos. Nos corresponde por derecho propio. Somos... como dioses. Las masas deben obedecer...

 —¿Cómo planea hacerlo?

 —Crearé un Nuevo Orden Mundial. Una sociedad humana nueva. Recreada de las cenizas de este antiguo mundo que languidece patéticamente. Como un fénix que renace de entre las llamas del Infierno.

 —Con usted a la cabeza, supongo.

 —Y con usted a mi lado. Si lo desea. Únaseme, Doctora. Su poder... su potencial. Puedo sentirlo... lo percibo en su vibración. Es fuerte. Heredó el poder de su padre. De su linaje. Sea mía y le daré el mundo.

 Lamarche intentó besarme, pero me resistí naturalmente. Es hasta que el sonido de un casquillo limpiándose me llamó la atención y observé a uno de los servidores de Lamarche apuntándome con su arma, que cedí a su acercamiento.

 Lamarche me besó. Fue un besó dulce y licoroso. Amanda rechinaba los dientes aún más enfurecida, y maldecía susurrando. El beso de Lamarche me debilitó, turbando mi mente y embotando mis sentidos. Mi corazón latía con portento y me estimulé sexualmente hasta el punto de transpirar.

 —¿Serás mía? –preguntó aún abrazándome.

 —No.

 —¿Por qué no? –dijo aún con su rostro tan cerca que percibía su dulce aliento.

 —Usted es discípulo de mi padre. Nada de lo que haga borrara el odio que siento por él...

 —Tanto odio, rencor, dolor y amargura, contenidos en ese corazón. Tendrá la oportunidad de vengarse. Vengarse con la Humanidad. Le quitaré ese dolor, la haré olvidar. Lo juro. Escuche... a pesar de lo que le hizo, su padre la amaba. Siempre hablaba de usted con mucho orgullo. Él quería que usted asumiera como la legítima líder del Conciliábulo. Haga realidad ese sueño. Herede a mi lado las facultades absolutas de una verdadera reina. Una... Diosa.

 —Nunca.

 —Entonces muera.

 Tras la orden de Antón, sus dos seguidores (el gordo y el negro) me aferraron de los brazos. Amanda aplaudía y se carcajeaba alegremente.

 —Mátenla... eventualmente –dijo Lamarche sin ningún reparo aparente.

 Una puerta se abrió en un costado lateral del despacho. Iluminada con fluorescentes rojos, la habitación a la que conectaba la puerta, mostraba una serie de horrendos instrumentos de tortura. Un potro, un cepo, una dama de hierro, una jaula colgante, látigos, cadenas, armas punzocortantes, afiladas ganzúas...

 —Esta es una de las cámaras de torturas –me dijo Amanda con sorna— o de juegos sexuales, dependiendo de la circunstancia. Voy a disfrutar mucho esto...

 Sin embargo, su sádica mirada se tornó en sorpresa cuando al despacho de Lamarche penetraron Samael y Drej acompañados de siete oficiales de la INTERPOL debidamente uniformados. Todos apuntaban con armas de alto calibre, salvo Samael, quien lucía ecuánime.

 —Veo que has vuelto a las andadas, Lamarche –recalcó Samael chasqueando con la lengua. –Estas bajo arresto por secuestro e intento de homicidio...

 —No tienen evidencias contra mí –dijo notablemente despreocupado. –Mis abogados me sacarán en dos días...

 —Pues que disfrutes tus dos días de estancia en la cárcel. Arréstenlo –ordenó. Los oficiales esposaron las manos a las espaldas a los dos fornidos sirvientes de Lamarche y a Amanda, a Lamarche lo esposaron de frente.

 —Hubieras sido una excelente amante y una mejor bruja. –Me dijo Lamarche cuando salía de la habitación.

 —¿Cómo supieron que estaba aquí? –pregunté desconcertada.

 —La llamé al celular hace media hora –dijo Drej— acababa de recibir información nueva en un cementerio del siglo XV que podía serle de utilidad. Como no contestaba, fui a su hotel, y el dependiente me dijo que la vio salir con dos sujetos cuya descripción me recordó a la de dos famosos matones de Lamarche. Lo demás, se da por deducción.

 —¿Qué harán con él?

 —No hay mucho que hacer –confesó Samael. –Lamarche tiene mucho dinero y el caso es débil y sus seguidores morirían antes que traicionarlo. Pero por lo pronto nos debe preocupar más descubrir donde está la Llave...

 —Sé donde está. Será mejor que preparen un pequeño viaje a la República Islámica de Irán...

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