LA NIÑA PERDIDA

 A diferencia de mis predecesoras, mi problema nunca fue la falta de atención paterna. De hecho, mi padre siempre me suministró mucha atención. La problemática central era esa, precisamente, la atención que él me proporcionaba.

 —¿Te sientes bien? —me preguntaba acariciándome el cabello con ternura enfermiza. —No dirás nada, ¿verdad, mi amor?

 —No, papá.

 —¡Esa es mi niña! Eres una buena niña —dijo sonriente recostándose en la cama, como descansando. Estaba desnudo bajo las cobijas de mi cama. Tan desnudo como yo. Era un hombre de ojos verdes intensos como los míos, nariz aquilina y una gran boca de dientes perfectos. —¡Es hora de que me vaya! Debo dormir bien porque mañana tengo que trabajar y tú debes ir a clases —dijo estirándose. Se levantó, se puso

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