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Una de esas mañanas, Mora me avisó que Kaile, la compañera de Mendel, quería reunirse con nosotros. Poco después nos sentábamos los cuatro a la mesa de mi estudio, que Kaile cubrió de páginas para conformar, como un rompecabezas, un intrincado árbol genealógico. Un solo vistazo a las numerosas interconexiones me bastó para comprender la expresión apesadumbrada de mi cuñada. Me incorporé para pasearme cerca del hogar, dejando que mis hermanos estudiaran el esquema a gusto.

—¿Cuánto nos queda? —preguntó Mora alarmada—. ¿Dos generaciones? ¿Tres?

—Una. Y sólo parcialmente —respondió Kaile desalentada.

—¿A qué te refieres? —intervino Milo ceñudo.

—Si no hallamos otros clanes para emparejarnos, sólo los hijos de humanas tienen asegurada la im

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