SARAH PIERCE
Nathaniel tenía razón. Mañana podría llegar y verme obligado a regresar a ese infierno. Lo sé porque siento una oscuridad que se adentra lentamente en lo más profundo de mi alma con un hambre que no será fácil de combatir.
La alegría que siento ahora, gracias a Nathaniel, puede que no la vuelva a experimentar mañana.
Y, para colmo, hasta el médico confirmó mis temores: que mi estado no puede considerarse estable.
¡Qué triste! ¡Lo odio!
Pero…
Al menos tengo que disfrutar de la emoción que siento ahora.
Así que, cuando Raya y mi madre entraron justo después de que el médico y las enfermeras se marcharan, le mostré a mi preciosa hija la sonrisa más grande del mundo, abrazándola con tanta fuerza que creo que puede que la asustara un poco.
“Mi bebé.” Le llené la cara de besos. “¡Mamá está tan feliz de verte!”
“Mamá, espera.”
—¿Eh? —Me puso la mano en la mejilla, frenando mi ataque de amor, con cara de seriedad—. ¿Te hice daño? —pregunté segundos después—. ¿Dónde te lastimaste?