IV

  Desperté al lado de Mariela en medio de un caótico desorden de sábanas, cobijas y almohadas en mi cama. Mi bella compañera parecía estar aún bien dormida. A mi mente llegaron fluidamente los recuerdos gratos de la noche anterior. La conversación en una mesa de tragos, los acercamientos, las miradas que decían más que las palabras, las indirectas y los comentarios que componen ese maravilloso juego de la conquista y el galanteo que, de jugarse bien, culmina como anoche; con un placentero goce sexual entre dos personas que casi no se conocen realmente.

Claro, nuestra salida fue un jueves y esa mañana de viernes aún tocaba trabajar. Mi despertar ya se había alargado más de lo correcto y era imposible evitar el llegar tarde, pero de todas maneras teníamos que partir ambos al trabajo, así que la desperté con algunos jalones a su brazo derecho. Tras verme sonrió y me estampó un beso en la boca a forma de buenos días.

Desayunamos, nos duchamos juntos y partimos a la Corte con la precaución de llegar separadamente para evitar rumores.

En la oficina me esperaba Córdoba quien no hizo comentario alguno sobre mi llegada tardía, sólo me dio los buenos días y me pasó un documento encarpetado.

—Los chicos de Medicina Legal pasaron este informe. Es de uno de los psicólogos forenses perfilando al asesino.

Lo leí superficialmente mientras sorbía café.

—Nada que no sepamos ya —descarté lanzando la carpeta sobre el escritorio— el asesinato parece haber sido motivado por razones psicológicas. No fue algo pasional…

—¿Descartamos entonces a un novio celoso o pretendiente despechado?

—Recordá lo que nos dijeron en ese colegio…

—¿Que tenía una relación lésbica con una compañera? Las muchachas a su edad experimentan, me late que fue algo más sentimental que sexual. Una amistad que pasó a más…

—Decile eso a las monjas.

Córdoba suspiró y se puso pensativo. Creo que recordando eventos de su propio pasado.

—¿Todo bien, Córdoba?

Nos teníamos una gran confianza y ya ella me había comentado sobre su amarga niñez. Provenía de una zona rural con una familia severa y extremista, con unos padres prestos a castigarla o incluso golpearla por casi cualquier cosa. Creo que de ahí sacó su apego tan fuerte por las normas y las reglas, pero también un deseo por ayudar a los desvalidos. Los casos con víctimas infantiles le afectaban mucho.

—Es triste como siempre las adolescentes tienen que enfrentarse a tantas cosas. ¡Tantos prejuicios! ¡Tanta represión de parte de todo mundo!

—Te entiendo Córdoba, tienes razón —dije apretándole la mano. La sombra pareció pasar de su rostro y Córdoba se reenfocó en el caso.

—¿Pudo ser entonces un asesinato por celos o alguna situación romántica entre compañeras?

—No. El estrangulamiento no es una forma común de cometer asesinatos pasionales. Estos normalmente implican violencia física y, como su nombre lo indica, pasión. Aurora fue estrangulada por un pañuelo de seda, lo cual es algo muy simbólico. Implica premeditación. Estoy seguro que a Aurora la mató un asesino psicópata.

—Lo que nos lleva de nuevo a Meredith Lestard…

Mario Martinelli y yo nos vimos en la noche, unos días después de nuestro primer encuentro. Mi madre se preocupaba poco por lo que yo hacía, así que simplemente me excusé con que iba a quedarme a dormir donde Ana. El exministro me fue a recoger a eso de las nueve de la noche en su vehículo y me llevó a unos lujosos apartamentos que le pertenecían, uno de los cuales estaba desocupado pero amueblado. Me tocó las piernas por todo el trayecto y mientras subíamos los guardas lo saludaron con naturalidad —era obvio que yo no era la primera adolescente que él traía—, tras lo cual me introdujo a una habitación y comenzó a quitarse la ropa con una sonrisa de oreja a oreja.

 —Antes quiero ver el expediente —dije sentada en el borde de la cama y con indiferencia, pero tratando de ponerme en la posición más sensual que pudiera. Martinelli se humedeció los labios y extrajo de un portafolio que traía una carpeta repleta de papeles que me entregó. Corroboré el nombre de David Cortés en la portada y sonreí. —Ahora sí… —dije y comencé a desnudarme yo misma.

—¿Te importaría darme un pequeño gusto antes?

—¿De qué se trata?

—¿Me dejaste darte un par de nalgadas, por favor? ¡Eso me excita mucho!

No vi por qué no, así que me coloqué sobre la cama a gatas. Martinelli procedió, al principio tímidamente, pero luego comenzó a acalorarse. Era obvio que aquello le encendía y pude ver la clara protuberancia que se producía en su pantalón.

—¿Puedo usar la faja? —preguntó, y de nuevo asentí. Se la quitó en instantes. El sonido del cuerpo golpeando mis glúteos retumbó por la habitación y gotas de sudor comenzaron a manar de los poros faciales de Martinelli. Lo miré con curiosidad ¿haría algo más? Martinelli se detuvo finalmente, se secó el sudor y respiró profundo, tras lo cual terminó de desnudarse.

Yo me volteé boca arriba y me recosté sobre la cama. Me quité la ropa interior que Martinelli tomó y olfateó como tratando de tragarse el olor. Tras esto se puso el condón y empezó a penetrarme, pero estaba ya muy excitado por el spanking así que duró muy poco y finalmente culminó su orgasmo en la aburrida posición del misionero y con un gesto de inmenso placer en su rostro.

Apenas pude esperar para ir a ducharme y luego ojear el expediente. Además, Martinelli me contó todo lo que había escuchado del objeto de mi interés.

Según me dijo, Cortés era en efecto famoso por perro. Había tenido muchos romances y aventuras pasajeras con diversas mujeres del Poder Judicial lo que le acarreó una mala fama y muchos enemigos. Su jefe inmediato, Jaime Hernández, jefe de la sección de homicidios, lo detestaba pues lo consideraba un sujeto irresponsable, engreído, egoísta y pedante, que sólo se preocupaba por si mismo. Su compañera Rosa Córdoba era totalmente fiel a él. Corrían rumores de que estaba enamorada o de que había sido una de sus conquistas, cosa que ambos siempre negaban.

El expediente era aún más interesante. Cortés había tenido varias investigaciones de Asuntos Internos por romper las reglas, pero ninguna sanción. Tenía uno de los récords más altos de casos resueltos en el OIJ y se le consideraba uno de los mejores investigadores a pesar de su personalidad.

Los informes psiquiátricos eran muy vacilones. Mencionaban que Cortés tenía un gusto excesivo por el alcohol y las prostitutas. Acudía con cierta frecuencia a clubes nocturnos y había sufrido de depresión en varias ocasiones. Le temía al compromiso, se le dificultaba tener relaciones de pareja a largo plazo y le huía al matrimonio. Los psiquiatras parecían confirmar que Córdoba era solo una amiga pues él insistió en eso durante las sesiones y que, aunque admitió haber intentado ligarla, luego la vio como su mejor amiga y ahora siente un aprecio por ella como de hermano. Sin embargo el informe también indicaba que, si bien Cortés no era ni violento ni inestable, y poseía una inteligencia bastante por encima del promedio, si era depresivo, vicioso y promiscuo.

—¿Algún caso particularmente interesante que Cortés haya investigado? —pregunté— digo, ya que es tan bueno en lo que hace.

—Pues sí —me dijo mientras me acariciaba el cabello y creo que estaba listo para otro polvo— Cortés fue el investigador principal en el caso del Mutilador.

¡El Mutilador! ¡Uno de mis asesinos seriales favoritos! Sus asesinatos se cometieron cuando yo tenía seis años, pero había leído todo lo que había podido sobre él. Según había logrado indagar con recortes de periódicos e información de Internet, El Mutilador violó y mató a una docena de mujeres a las cuales les cortaba partes del cuerpo, en algunos casos prácticamente descuartizándolas. La mayoría de sus víctimas habían sido indigentes, prostitutas, menores de la calle, simple b****a. Creo entender por qué las mataba; no valían nada. Su identidad nunca se supo, es decir, fue suficientemente inteligente como para salir libre y burlar a las autoridades. ¡Lo admiraba!

La mano de Martinelli pasó de mi cabello a mi pecho, y ya supe lo que quería. Se recostó boca arriba y ahora sus manos empujaban mi cabeza hacia abajo, hacia su entrepierna.

—¿El rumor fue cierto? –pregunté mientras me metía su miembro en la boca.

Corrió el rumor de que el Mutilador había sido Alejandro Almeida, miembro de la poderosa dinastía política Almeida, a la cual habían pertenecido diputados, ministros, un vicepresidente y un candidato presidencial.

—Eso no lo sé… —empezó a decir entre gemidos de placer— yo no era ministro en esa época y los Almeida son de otro partido… Pero ha sido secreto a voces de que… ufff… de que Hernández cerró el caso por presiones de arriba.

Fuera como fuera, ya tenía suficiente información sobre Cortés como para planear la forma de destruirlo.

Llegó la mañana y Martinelli me dio dinero para un taxi, pues hubiera sido demasiado sospechoso que me dejara él mismo en su vehículo al colegio. Salí de su apartamento bañada, peinada, perfumada y con el uniforme pulcro, como si nada hubiera pasado.

Al llegar al colegio el director, Francisco Cordero,  pidió verme.

Su aséptica oficina era un maniático ejemplo de obsesión por el control. Los cuadros en la pared eran exactamente del mismo tamaño y estaban separados por la misma exacta cantidad de centímetros. Las plantas no tenían una sola hoja amarillenta como si se les podara en cuanto desvariaran, por poco que fuera, el color del conglomerado. Las decoraciones de los muebles, los libros de la biblioteca, los papeles y artículos de oficina sobre el escritorio, y hasta los lápices al lado de su carpeta estaban acomodados con perfección milimétrica.

—¿Por qué el OIJ quiso hablar con vos, Meredith? —me preguntó. Era un tipo delgado, pulcramente afeitado y con el cabello en un peinado relamido y ni una sola hebra fuera de lugar.

—Porque yo fui la primera en ver el cuerpo —mentí.

—No me mientas, Meredith. Te entrevistaron lo suficiente cuando vinieron acá  además tomaron fotos. Dime la verdad.

—Sólo me preguntaron cosas como si yo sabía si ella tenía enemigos y tonteras así don Francisco. ¿Qué quiere que le diga? — dije jugueteando deliberadamente con uno de sus lápices, lo cual pareció incomodarle, pero reprimió la molestia

—Le he dedicado muchos años de mi vida a esta institución y esto no me gusta nada. Muchos padres son políticos y empresarios importantes y no quieren que sus hijas estudien en un lugar donde hay peligro de que sean asesinadas. Quiero que sepas que voy a colaborar en toda forma que me sea posible con las autoridades.

En cuanto solté el lápiz Cordero lo colocó en su lugar compulsivamente.

—Faltaba más, eso es lo correcto —dije jugando con un lapicero que tomé del escritorio a propósito— espero que quien haya matado a Aurora sea atrapado rápido. Ella era como una hermana para mí —declaré con mi rostro de angustia.

—Casi no se nada de vos antes de venir acá. ¿Tenés un expediente penal o psiquiátrico que deba ver? —me preguntó quitándome el bolígrafo de las manos y poniéndolo en su lugar.

—No. Y si lo tuviera soy menor de edad así que es confidencial.

Me miró fijamente, creo que con ira reprimida.

—Podés irte, Meredith.

—Gracias don Francisco —dije levantándome y antes de salir observé uno de los tres cuadros de barcos que estaban sobre la pared y deliberadamente toqué uno moviéndolo y dejándolo asimétrico respecto a los otros— que lindo este cuadro —dije para simular que esa había sido mi razón para tocarlo.

Cordero se levantó molesto a acomodar el cuadro.

Luego de esto fui hacia la cancha, el área verde donde jugamos futbol y otros deportes similares. Allí estaban la sección 7B en sus clases de educación física. Todas hermosas adolescentes en pantaloncillos cortos y alguien las miraba atentamente; don Joaquín, el guarda.

Don Joaquín era un anciano de unos sesenta años, moreno y arrugado. Vestía ropa muy humilde y una gorra ya algo rota. Todas sabíamos que nos miraba con lascivia la mayor parte del tiempo, pero no había nada que hacer.

Mientras estaba distraído me introduje a la vieja casucha donde vivía. Allí pasaba todas las noches. Era una vivienda muy pequeña, creo que más chica que mi habitación. Tenía un viejo catre, un radio, un coffe maker y un sillón con muchos periódicos amontonados. A la par de la mesa de noche habían varios papeles; la orden patronal, un libro de oraciones y un folleto con información sobre la disfunción eréctil y como combatirla con medicamentos.

—¿Qué hacés aquí? —dijo a mis espaldas cachándome en el acto. Me giré y lo miré seductivamente.

—Nada, don Joaquín, disculpe —dije mordiéndome el pulgar— sólo estaba buscándolo y pensé que estaba aquí adentro. Perdone.

—¿Pa’ que me querés?

—Ah… quería saber si usted siempre está en las noches. Es que dicen que hay un fantasma aquí que mata cada 25 años.

—¡Ah jueputas carambadas! ¡Eso son huevonadas! ¡Cuentos de viejas! —dijo descartando con un gesto manual.

—Sí, ¿verdad? Tiene razón. Y yo toda asustada por el fantasma. ¿Entonces nunca lo han asustado acá? ¿Nunca ha visto nada?

—No, no, eso son tonteras. Le tengo más miedo a los vivos.

—Usted debe haber visto muchas cosas don Joaquín… ¿son ciertos los rumores acerca de Aurora y Fernanda?

Don Joaquín puso cara como de que una imagen que recordaba en su mente le producía placer. Debe haberlas visto tener sexo y al pensar en él masturbándose mientras las veía se me vino una náusea a la garganta. No me respondió pero con su gesto lo dijo todo.

—Bueno, don Joaquín, mejor me voy. Con permiso —dije saliendo de su cabaña. Antes de cruzar la puerta volvía a ver hacia atrás. Me estaba viendo el trasero. Al percatarse de que lo vi miró hacia otro lado.

Me reuní de nuevo con Ana y Jessica.

—Según descubrí —me informó Ana— la presión de los padres había hecho que Aurora decidiera terminar la relación lésbica con Fernanda, cosa que hizo dos días antes.

—Y según mi ma la vieja loca de la Madre Clara es una pandereta hijueputa —explicó Jessica— tan rayada que incluso rezaba y hablaba sola en su despacho. Mi mamá mientras limpiaba la oyó decir “Esa güila se lo buscó. Se merecía lo que le pasó”.

—Jmm —dije con el índice en los labios— tenemos cuatro sospechosos. La Madre Clara; una fanática religiosa que podría estar dispuesta a matar a una pecadora. El director Francisco Cordero; un obsesivo—compulsivo totalmente dedicado a su trabajo que pudo temer que el escándalo de la relación lésbica provocara el cierre del colegio. Don Joaquín, el conserje; un anciano que vive rodeado de adolescentes atractivas que mayormente lo ignoran o tratan mal, pudo haber intentado violar a Aurora pero no pudo porque es impotente (vi que leía folletos sobre disfunción eréctil) y esto pudo causarle una ira homicida. Y, por supuesto, no olvidemos a la novia despechada; María Fernanda. El asesino es uno de esos cuatro…

Pensé que estaba avanzando en el caso. Al día siguiente la carta de la reina de corazones fue encontrada en el pupitre de una muchacha de quinto año llamada Marisol Steiner. Hija de un gringo, Marisol era una rubia de ojos azules muy bella. Todos pensamos que aquello había sido simplemente una broma pesada de alguien…

Hasta que apareció muerta en uno de los potreros vecinos a Santa Eduviges.

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