II

Llegué a las oficinas del Poder Judicial, en el conjunto de edificios conocidos genéricamente como “la Corte”, una mañana soleada después de un tiempo de vacaciones obligadas a las que me envió mi superior; Jaime Hernández. Hernández es el jefe de la Sección de Homicidios del Organismo de Investigación Judicial. Lo primero que hice fue conversar largo rato con Mariela, una joven novata recién nombrada investigadora. Mariela es una muchacha bonita de cabello castaño y ojos claros, muy sonriente, o al menos sonríe mucho conmigo. Cuando llegó mi compañera Córdoba me despedí de ella y ambos seguimos con nuestros asuntos por separado.

—No perdés el tiempo ¿verdad? —me dijo Córdoba una vez que me le acerqué y la saludé con un beso en la mejilla.

—¡Que mal pensada! ¿Tan mala reputación tengo?

—Sabes que sí. El agente más perro del Poder Judicial —dijo socándome el nudo de la corbata— el galán de las cien conquistas, con una preferencia especial por las mostacillas.

—Bueno, hay algunas que se me han escapado… como vos.

—Ah, pero lo intentaste. Lo que pasa es que no sos mi tipo, sorry.

—¿Soy muy feo para vos?

—No es eso. Además yo no me fijo en el físico. Sos uno de los maes más inteligentes que conozco. Recuerdo que leía tus libros cuando estudiaba criminología en la u.

—¡Me estás haciendo sentir viejo, puta sal!

A mis 35 años no me siento viejo, pero me gradué joven de la universidad y, modestia aparte, tengo un buen reconocimiento nacional e internacional como psicólogo forense y criminólogo. Córdoba es siete años menor que yo, y sin embargo, ya le habían puesto algunos de mis textos en las antologías universitarias.

—En realidad te admiro mucho, Cortés, sos un excelente investigador. Pero —dijo regañándome con el dedo índice— deberías usar tu intelecto para el bien.

—¿Quién dice que no lo hago? Bueno en fin, ¿ya te dijo el gordo cual caso nos va a asignar?

—Sí. Por cierto que me volvió a preguntar que si quiero cambiar de compañero. Le dije que no. ¿Por qué te detestará tanto Hernández?

—Sepa —dije encogiéndome de hombros.

—Bueno, el asunto es que nos asignaron el caso de la menor que fue estrangulada en Coronado. En el Colegio Santa Eduviges —dijo mientras nos sentábamos en nuestros escritorios atestados de expedientes. El escritorio de Córdoba tenía, además, una velas aromáticas, una imagen del Buda de la suerte (el gordito sonriente) y unas estatuillas de cerámica de ángeles. Córdoba era entusiasta de la nota New Age y de todo el misticismo oriental, a diferencia de este servidor, que soy ateo.

—Odio los casos que involucran a menores.

Córdoba asintió y me pasó el legajo que empezamos a estudiar juntos.

En principio no teníamos sospechosos. Entrevistamos a los padres quienes no pudieron identificar ningún enemigo de la familia o de la víctima capaz de hacer eso. Nadie en el colegio había visto nada, ni por la zona se habían divisado personas o vehículos extraños. La autopsia del forense dejaba claro que Aurora no había sido abusada sexualmente y que la causa de la muerte había sido estrangulamiento, sin que mediara otra forma de violencia alguna.

—Creo que el asesino es una mujer —dijo Córdoba mientras ambos revisábamos expedientes.

—¿Por qué?

—No se requiere demasiada fuerza para estrangular, no hubo violación y además la víctima fue encontrada casi en una pose maternal —dijo mostrándome la foto que ya había visto yo muchas veces— mira. Tiene las manos cruzadas sobre el vientre y los ojos cerrados.

—Tenés razón. ¿Crees que haya sido alguna monja?

—No. Sospecho más de una de sus compañeras, lo que me llevó a investigar los historiales penales o psiquiátricos de todas las estudiantes de ese lugar y adiviná que encontré…

Me asomé a la computadora donde Córdoba tenía ya un expediente abierto. Mostraba la foto de Meredith Lestard a los diez años y toda su información personal.

—La muchacha que encontró el cuerpo.

—La misma —confirmó y luego agregó con sarcasmo— ¡Que coincidencia!

—Llamémosla de inmediato. Quiero hacerle unas preguntas.

 Al día siguiente llegó la madre de Meredith, una mujer ricachona y de rostro aburrido. Su personalidad era bastante lacónica y me atrevería a conjeturar que estaba medicada con algún antidepresivo. A su lado estaba Meredith, una de las mujeres más bellas que he visto. Hubiera podido ser modelo de haberlo querido. Realmente tenía un rostro perfecto, un cabello negro y lacio que cualquier mujer envidiaría y un cuerpo que, aún en el desarrollo adolescente, ya le vaticinaba una figura de diosa en su vida adulta.

No la llevé a un cuarto de interrogatorio sino a una sala especial donde entrevistamos a las víctimas. Tiene sillones y una mesa de café por lo que es bastante cómoda y poco amenazante.

—Antes de ingresar al Colegio Santa Eduviges a los doce años, estuviste bajo observación psiquiátrica ¿cierto?

—Sí señor.

—Según tu expediente, Meredith, a vos te gustaba asesinar animales de manera cruel. Introdujiste un hámster en la licuadora de tu casa, envenenaste a los perros de tu vecino y mataste al gato de un familiar cercano… ahorcándolo. ¿No es verdad?

—Sí, así es don David. Pero yo era una niña de escasos siete u ocho años y estaba únicamente experimentando. No sabía realmente que los animales se morían tan fácilmente. Yo veía fábulas en la televisión y pensaba que no se morían. Solo estaba jugando.

—Eso no dice tu psiquiatra, el Dr. Elizondo, cito: “La niña muestra comportamiento sádico, tortura y mata animales pequeños por placer”.

—¿Eso dice? ¡ni idea de donde lo habrá sacado! Amo a los animales…

La silencié con un gesto de mi mano.

—Un compañero de tu escuela, que te molestaba, apareció ahogado en un río cuando se dio un paseo escolar a una finca ¿verdad?

—Sí, don David.

—¿Lo mataste?

Sonrió. Parecía que pensara que mi pregunta era tonta ya que, de haberlo hecho, no lo iba a confesar.

—No hay ningún abogado aquí presente —dije tratando de tranquilizarla— así que lo que vos digás no puede usarse en un juicio. Además de haberlo hecho eras una niña y por lo tanto inimputable. Así que hablá libremente. Sácalo de tu pecho…

—Yo no he matado a nadie, don David. Era un chiquito que se cayó a un río… yo no tuve la culpa de que se ahogara.

Continué leyendo los expedientes.

—Tu padre trató de matarte cuando tenías siete años diciendo que eras “hija del Diablo” —dije leyendo la nota del manicomio— y empezó a estrangularte pero tu madre lo interrumpió y te salvó la vida. Luego tu padre fue internado en un psiquiátrico. ¿No es así?

—Sí, fue una experiencia muy fea… muy dolorosa… —dijo con una mueca de dolor en el rostro. ¡Diablos! ¡Que buena actriz era!

—Y luego tu madre se casó con un gringo. Cuando vos tenías doce años tu padrastro apareció muerto por envenenamiento. Veneno para ratas fue encontrado en su sistema. Tras su muerte se descubrió que era buscado en Estados Unidos por pedofilia y abuso sexual de niñas.

—¿Y quiere saber si mi padrastro abusó de mí? —su temperamento había cambiado al decir eso. Ahora hablaba con un tono frío e inexpresivo. —No, nunca lo hizo.

—Eso no es lo que dijo la sirvienta…

—Mentía. Ella nunca vio nada. Sólo sospechaba cosas. La gente es maliciosa. Estoy cansada de que me pregunten sobre ese tema. Me han preguntado lo mismo cientos de veces y siempre les he dicho la verdad; no me pasó nada. ¡Como si importara!

Decidí cambiar el tema.

—Vos fuiste la primera en encontrar el cuerpo de Aurora. ¿Por qué?

—Llegué temprano ese día porque quería usar la biblioteca para terminar una tarea y me la topé de camino. Los llamé inmediatamente de mi celular. Si yo la hubiera matado no habría llamado a la policía.

—¿Qué te hace pensar que sospechamos de vos?

—No soy estúpida. No me preguntaría todo esto si no fuera sospechosa.

—Algunos asesinos llaman ellos mismos al 911. Encuentran placer en ver la investigación judicial y además es la coartada perfecta.

—Usted piensa que soy una sociópata o algo así ¿verdad?

—No pienso nada. Sólo estoy tratando de averiguar la verdad y hacer justicia. No me corresponde a mí esa parte.

—¿La de perfilar al asesino?

No respondí.

—Don David —dijo reclinándose en su asiento. Se humedeció los labios, dobló la espalda para que sus pechos resurgieran, cruzó las piernas lentamente dejando expuesta buena parte del muslo y fijó la mirada en mí— lo que pasa es que usted no me conoce bien, no sabe que soy una muchacha indefensa… asustadiza… incapaz de herir a nadie. Estoy segura que si pasáramos más tiempo juntos usted me conocería mejor. Me entendería. Estoy muy asustada por ese asesino de colegialas que anda suelto y me gustaría mucho que me cuidara. Haría lo que usted quisiera… —luego enfatizó— lo que usted quisiera…

Aquello me dio risa. No niego que me sentía atraído, pero si esa mocosa pensaba que podía seducirme tan fácilmente estaba muy equivocada.

—Es todo por hoy. Gracias. Te puedes ir.

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