De buena gana, Lawrence se hubiera quedado allí, en el invernadero, junto a los rosales y nomeolvides. Junto a los centinelas de sombras que, a esas alturas, parecían ser los únicos capaces de entender todo ese odio que le quemaba por dentro y hacía que la toda esa fauna mística bullera al compás de sus emociones. Pero, no podía. Tenía demasiadas cosas por hacer como para darse el lujo de quedarse. Miró a su hermana, quien llevaba pintado en el rostro todo el terror que le daba aquellas sombras sobrevolando enloquecidas por encima de su hermano. Inspiró hondo, intentando relajarse. Los centinelas respondían a sus emociones y sí él se enfurecía, cabía la posibilidad de que éstos la atacaran. Tenía que calmarse o, cuánto menos, dejar bien en claro que no era ella el motivo de su furia. Tenía que calmarse y con urgencia. O esos centinelas comenzarían a atacar a todos. Aunque, si lo pensaba un poco mejor, quizás, le convenía dejar que se descontrolase
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