NO ME PIDAS QUE TE OLVIDE
NO ME PIDAS QUE TE OLVIDE
Por: Ría Luxuria
CAPÍTULO 1

Lo despertó el dolor de cabeza. Era una sensación desagradable, como si alguien estuviese taladrando dentro de su cráneo. También sentía pastosa la boca, la saliva le sabía amarga, y trató de recordar, mientras mantenía los párpados cerrados para protegerse de la claridad, si había bebido tanto como para vomitar y luego caer como un muerto sobre la cama.

―No debí beber tanto anoche ―musitó en voz baja―. Seguro Angie debe estar molesta.

Se sentó en la cama y cubrió su rostro con las manos, restregó sus ojos con fuerza, y no se detuvo a pesar de que el gesto solo género más dolor, uno agudo, como agujas clavándose en sus globos oculares.

Apoyó las manos en la cama, el borde de sus dedos rozó una piel tibia, sin abrir los ojos frunció el ceño, era extraño que Ángela estuviese allí a esas horas, lo usual era despertar solo en la habitación y encontrar un plato con comida para desayunar dentro del microondas listo para calentar, con una nota sobre la puerta, deseándole feliz día.

Suspiró, casi no se veían últimamente, su novia estaba en el último año de internado y vivía más en el hospital que en el departamento que compartían. Comprendía la situación, sin embargo, no podía negarse que dolía y empezaba a hacer mella en su relación.

No obstante, aunque lo último que recordaba era haberse ido la noche anterior a beber con sus compañeros de trabajo, era posible que se hubiesen reconciliado durante su borrachera, y ella estaba allí a esas horas de la mañana porque habían tenido un increíble sexo de reconciliación.

Ese simple pensamiento alivió un poco su malestar de cabeza, a pesar de todo, Angie era la persona que siempre lo había apoyado y él a ella, prometieron estar juntos para siempre, y ser el soporte incondicional para que cada uno persiguiera sus sueños.

«Ya falta poco, no queda casi nada para que se gradúe» pensó con orgullo, y una vez que eso sucediera, tendrían más tiempo para reconectar de nuevo.

Abrió los ojos cuando sintió que la claridad no dolía tanto, se giró para mirarla dormir.

También estaba preocupado por su salud, las largas y extenuantes noches en el hospital, más los trabajos de medio tiempo la mantenían con reducidas horas de sueño. Lo mejor era dejarla descansar un poco, que disfrutara dormir por unos minutos más.

Solo que la mujer a su lado no era Ángela.

Un sudor frío cubrió su cuerpo de inmediato.

―¿Qué m****a hice? ―se preguntó en un murmullo ahogado.

La garganta se le cerraba, su corazón palpitaba con desesperación, y sintió que el sabor agrio dentro de su boca empeoró porque estaba a punto de vomitar.

Se tomó la cabeza con ambas manos y apretó fuerte, cerró los ojos de nuevo, rogando en silencio de que todo fuese una pesadilla. Ya era malo que hubiese metido la pata hasta el fondo. Amanecer con otra mujer que no fuese su novia era horrible, no recordar nada de lo sucedido era aún peor; pero lo que en realidad lo hacía digno de un lugar en el infierno era haberlo hecho con esa mujer.

«¿Cómo terminé con Laura Miller en la cama?»

Tal y como sucede con los animales acorralados, su único instinto fue salir huyendo. Saltó de la cama con rapidez, se visitó con las prendas que encontró en el suelo, tomó su móvil de la mesa de noche y salió corriendo de ese lugar, pensando en cómo iba a solucionar aquello.

Laura era como una pesadilla, la conocía desde la escuela, y había sido la persona que más fastidió, intimidó y acoso a Ángela desde el primer día de clases.

Ya era bastante desagradable estar en la misma compañía que ella; Laura usaba cualquier ocasión para hacerle trabajar siempre en el mismo equipo con la única finalidad de recordarle que ella era mejor opción que su novia. Siempre le decía lo mismo: era más linda, más talentosa, con excelentes conexiones; y exceptuando en lo del talento, David sabía que tenía razón; sin embargo, Angie era por mucho una mejor persona, con mejores cualidades.

«¿Cómo pude hacerlo? ¿Cómo permití que sucediera esto?» se recriminó, mientras esperaba el elevador fuera del departamento.

Salió tan rápido que ni siquiera se detuvo a escuchar a la mujer de servicio que encontró en casa de Laura, entre menos personas lo viesen mejor. Mientras el aparato descendía y la ansiedad apretaba más su garganta, cortando su respiración, sacó su móvil y marcó de memoria los dígitos del número de teléfono de su novia.

No estaba pensando con claridad y lo sabía, pero la culpa que lo embargaba nublaba su juicio; el ruido de la calle lo golpeó con fuerza, aturdido, por breves segundos el mundo dio una vuelta de campana que le revolvió el estómago y casi lo hizo vomitar.

Desorientado y con un creciente malestar, detuvo un taxi y le dio la dirección de su departamento; no importaba en ese momento el costo, lo único que tenía en mente era llegar a su casa, postrarse de rodillas y disculparse con su novia por el error que había cometido.

No importaban las artimañas que la bruja de Laura hubiese usado, ni siquiera era excusa que estuviese borracho, el error era grande y conociéndola, sabía que la desagradable pelirroja iba a usar ese incidente para fastidiar a Ángela y crear conflictos serios en su relación.

El viaje hasta el edificio donde vivía fue demasiado largo, el tiempo pasó lento solo para torturarlo más; sacó un par de billetes de su cartera y pagó el servicio sin mirar demasiado, ni siquiera escuchó las profusas gracias que el chofer le daba; entró a la carrera en la vieja edificación, pero mientras subías las escaleras que lo llevarían al tercer piso, un peso asfixiante se instaló en sus pulmones cortando su respiración.

Aquello se sentía como la marcha de un reo a su pena de muerte, la simple idea de que Ángela no lo perdonara era una agonía, él no concebía su vida sin ella, todas las metas y los sueños se estaban desmoronando a medida que las lágrimas comenzaban a inundar sus ojos.

―Soy un imbécil, un miserable…

Se detuvo frente a la vieja puerta de metal, ahora comprendía porqué Angie le había mencionado que debían pintarla. No vivían en el peor lugar de la ciudad, pero tampoco en el mejor, el metal de la misma empezaba a aparecer debajo de la pintura cuarteada y los niños del edificio la habían usado de lienzo para colorear debido a su tono crema.

El corazón le latía aún más rápido, tanto que era ensordecedor; miró las manos temblorosas que sostenían las llaves y comprendió que no tenía fuerza; el miedo le ganaba la partida, no se sentía capaz de enfrentar a Ángela y contarle la verdad.

Se recostó contra la pared y cerró los ojos, en el oscuro pasillo todo se sentía peor, la poca luz que entraba por la diminuta ventana al final de ese largo corredor no alcanzaba a llegar hasta él y la bombilla del techo solo arrojaba un color amarillento y casi enfermizo sobre su humanidad.

―Esto es… ―musitó sin fuerzas―. Esto es horrible… ―Terminó con un suspiro que disimuló el quiebre de su voz.

Introdujo la llave dentro la cerradura, sin embargo esta no funcionó. Frunció el ceño, esas eran las llaves de su casa, podía reconocerlas, pero por más que intentó, esta se negaba a encajar.

La frustración le ganó la partida y le dio un puñetazo a la puerta.

Mientras pensaba en lo que podía estar sucediendo, si el hijo de la señora González había metido (una vez más) algún objeto dentro de la cerradura, la puerta se abrió y una señora mayor apareció en el umbral, mirándolo con desconfianza.

―¿En qué puedo ayudarlo, señor?

―¿Quién es usted? ―preguntó él, confundido―. ¿Qué hace en mi casa?

―¿Disculpe? ―inquirió la mujer con desconcierto―. Este es mi departamento, señor, he vivido aquí los últimos cuatro años.

―¿Qué? ―preguntó, incrédulo―. Eso no es posible, esta es mi casa, señora…

―Tal vez se equivocó de piso, joven ―desestimó la anciana con seguridad―. No es la primera vez que algún vecino intoxicado se equivoca ―explicó con fastidio.

―¡¡No estoy equivocado!! ―exclamó él―. Este es mi departamento, vivo aquí con mi novia, Ángela, tenemos cinco años viviendo aquí… ¡Y no estoy intoxicado! ―vociferó, enfrentándose a la mujer que lo miró con algo de miedo, reculando ante su reacción.

―Márchese ―ordenó con firmeza, aunque su rostro no demostraba valentía―. Llamaré a la policía si no lo hace.

La mujer cerró la puerta con fuerza, y él escuchó claramente cómo pasaba los seguros de la cerradura. Aquello no tenía sentido, todo ese día parecía una horrorosa pesadilla de la cual no podía despertar.

Ese era su departamento, estaba cien por ciento seguro de ello, apenas la semana pasada había pagado el alquiler.

«Hospital» pensó en un momento de claridad mental.

Bajó las escaleras como un bólido, no importaba si sus pulmones colapsaban y su cuerpo ardía debido al ejercicio repentino; recorrería las seis cuadras que lo separaban del hospital en el que Ángela hacía su residencia y aclararía todo.

«Quizás es una broma» pensó al borde de un colapso nervioso, «es una broma de ella por haber pasado la noche afuera, seguro le pidió a la vecina que hiciera eso, seguro es eso, no hay duda de que eso pasó.»

Traspuso las puertas del lugar, se acercó hasta la recepción, jadeando, sudoroso y tembloroso; inspiró varias veces, estaba hiperventilando y a ratos sentía que sus ojos se oscurecían.

―¿Se encuentra bien, señor? ―preguntó la enfermera, de pie, del otro lado del mostrador.

Él levantó la vista, estaba doblado sobre sí mismo, apoyando sus manos en sus rodillas, procurando recuperar no solo el aire, sino también la cordura.

―Busco… ―jadeó―, busco a la… ―No pudo continuar, levantó una mano para pedirle que esperara, hizo varias inspiraciones más y se enderezó cuando consideró que podría hablar sin interrupciones―. Busco a la doctora Ángela Lee. Ella es médico interno aquí, está en el último año…

―Disculpe, señor, pero no tenemos ningún médico interno con ese nombre ―respondió la mujer con seguridad.

―No puede ser, Ángela trabaja aquí, ¡yo vine hace dos días y hablé con ella en esta misma sala de espera! ―elevó la voz, dando un golpe sobre el mostrador.

―Señor, cálmese ―pidió la enfermera, mirando significativamente hacia la puerta donde dos guardias estaban apostados. Estos se concentraron en ellos, atentos a la reacción que él pudiera tener―. Respire profundo, como este es un hospital escuela, hay muchos médicos que van y vienen ―explicó con voz afable―. Solo debo poner aquí el nombre que me dice. Esta es la base de datos de los internos activos, desde los que están empezando hasta lo que están en su último año. ―Mostró la pantalla en una esquina del mostrador, cliqueó sobre la misma e introdujo el nombre que él le dijo.

Todo el calor del cuerpo lo abandonó cuando el mensaje apareció en el monitor:

Nombre no encontrado.

«¿Qué demonios está pasando?»

―No puede ser ―musitó, mirando con horror a la enfermera―. Yo vine hace poco, traje la cena, comimos con Phill y Jade… ―Se tomó la cabeza con una mano, mientras apretaba la otra en un puño tembloroso―. Esto no tiene sentido… ¿dónde está Ángela?

―Señor, por favor… ―pidió la mujer, tratando de calmarlo; elevó su mano para descansarla en el hombro de él, pero este la esquivó.

―¡No! ¡¿Dónde está Ángela?! ―elevó la voz―. ¡Esto no tiene sentido! Mi novia trabaja aquí, está a punto de graduarse ―explicó cada vez más alterado. Ya no importaba que lo vieran, todo aquello era una pesadilla cada vez peor.

―Respire, por favor ―indicó la enfermera, mientras un colega se acercaba a ayudarla, en caso de que él estallara―. Vamos a solucionarlo, podemos llamarla por teléfono, si me da el número de Ángela, seguro podremos contactarla.

―¡Sí! ¡Su teléfono! ―aceptó él, casi al borde de la histeria―. Yo le marco, esto es un mal entendido, seguro que todo se aclara, Ángela trabaja aquí… ―Tecleó el número, sentía el corazón en la garganta, ya casi no le quedaban fuerzas para sostenerse en pie.

―El número que usted ha discado no está asignado.

―¿Qué? ―preguntó al aire. Lo intentó de nuevo.

―El número que usted ha discado no está asignado.

Sus dedos marcaron una vez más con desesperación, ya no podía negarlo más, no comprendía lo que pasaba, tenía miedo, nada tenía sentido.

―El número que usted ha discado no está asignado.

―El número que usted ha discado no está asignado.

―El número que usted ha discado no está asignado.

―El número que usted ha discado no está asignado.

―Esto… ―Miró a la enfermera―. Ángela es real, esto, esto…

―¿Por qué no se sienta, señor? ―ofreció al enfermera.

Al verla, no pudo contenerlo.

―¡Debo ir a la policía! ―exclamó―. Ángela, algo le pasó a Ángela, tengo su número de seguro social, su identificación, inclusive me sé su número de cuenta bancaria… ―Su voz fue en aumento―. Ella estudia en la Universidad Nacional, ¡es la mejor de su clase!

―Señor, debe calmarse ―pidió uno de los guardias, que viendo el nivel de ansiedad que presentaba se había acercado.

―¿Qué está sucediendo aquí? ―preguntó una voz femenina conocida. Él se giró, aliviado de encontrar una cara familiar, pero la forma en que ella lo miró lo dejó frío―. ¿Qué estás haciendo aquí, David?

―Jade, ¡Jade! ―la llamó, soltándose del agarre del guardia y yendo en su dirección―. ¿Dónde está Ángela? Fui a nuestro departamento y no estaba, me abrió la puerta una mujer que no conozco… y ahora me dicen que Ángela no está aquí, que ella no trabaja aquí…

―¿Lo conoce, doctora Wang? ―preguntó el guardia, ella asintió.

―David, en serio… ―Jade soltó un suspiro de cansancio, mirándolo con desagrado―. Ya te lo he dicho antes, debes dejar a Ángela en paz… No te voy a decir dónde está.

―¿De qué hablas? ―preguntó confundido―. ¡No entiendo nada! Ángela es mi novia, ¿qué está sucediendo? Yo no le hice nada a Ángela… yo no…

―David… ―lo llamó con evidente desagrado―. Tú destrozaste su vida hace más de seis años, aún tienes el tupé de decir que no le hiciste nada… ―Chasqueó la lengua―. Vete a tu casa, David, con tu esposa y tu hijo…

―¿De qué hablas? ―insistió lleno de angustia―. ¿Cómo que destrocé su vida hace seis años? ―la voz empezó a temblarle, del mismo modo que sus manos―. Eso no tiene sentido, apenas ayer… la semana pasada me pidió que pintara la puerta…

―¿David? ―dijo Jade, tratando de llamar su atención, estaba pálido y empezaba a actuar erráticamente, pero él ya no escuchaba, seguía murmurando incoherencias.

―…hace dos días traje burritos, comimos… tú, yo, Phill y Ángela… hablamos de la fiesta de fin de año… debo pintar la puerta, me dijo que pintara la puerta…

―¿David?

Él la miró, la doctora Wang se fijó en los ojos desenfocados, los labios pálidos y antes de que pudiese alcanzarlo, se desplomó en el piso.

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