Capítulo seis

— Ven aquí — hacía pocas horas que acababa de llover, la arena estaba empapada, al igual que toda la vegetación de alrededor —. Ni que estuvieras escapando de mí.

— No escapo — el agua estaba congelada, pero eso no evitó que introdujera los pies en el agua.

— No creo que sea fácil enfrentarse a ellos. —  Hacía un dibujo en la arena mojada.

— Nada lo es — se acercó una chica de ojos tristes y sonrisa tímida —. Pero si nosotros no luchamos, ¿qué futuro nos queda? No pienso pasarme la vida encerrada en este pueblucho, esperando a que alguien nos dé una paliza por ser distinta a ellos — Se sentó a su lado—. Nos merecemos ser felices.

— No creo que la felicidad exista — removía la arena —, es un engaño que nos cuentan para que no nos quejemos de nuestra miseria, con la esperanza de algo que no llegará jamás.

— Nos iremos de aquí — la agarró de la mano— sin mirar a atrás. Nos despediremos a lo grande, haciendo una enorme peineta — hizo el gesto.

— Estás loca — sonrió.

— Por tu sonrisa, siempre.

Le colocó las manos en el rostro, acercó sus labios a los de ella tímidamente. Eran nuevas en esto del amor, lo poco que sabían lo habían visto en las películas y en los dramas de la tarde. Un tímido beso, cálido y húmedo, suficiente para elevar la temperatura un grado y para que el cuerpo deseara más. Aunque estaban solas, temían a los ojos curiosos que pudieran delatarlas, ya les llegaba con ser las parias del pueblo, como para que alguien empezará a señalarlas como pecadoras o desviadas.

— ¿Y si es como dicen, y luego se te pasa? — le habían enseñado que era pecado, que podría ir al infierno sólo por los pensamientos impuros que tenía con Sandra.

— ¿Cuánta gente hay en el pueblo que llevan siendo novios desde edades más tempranas que la nuestra? — Sandra comprendía las dudas que tenía Vanesa, pero esto era lo más certero que tenía en su vida.

— Tengo miedo de que me abandones, que un día te despiertes y te olvides de que estoy — tiró una piedra al río.

— ¿Y si me dejas tú? — le murmuró.

— Yo no haría semejante cosa — un insulto dolería menos.

— Pues entonces — se levantó y se dirigió al río — que todo el mundo me oiga — gritó — ¡quiero a esta mujer!

— Cállate payasa — corrió hacia ella —, cualquiera puede escucharte.

La agarró de la cintura y volvieron a besarse en medio del río, sus manos acariciaban la espalda y la curva de las nalgas. Sentían como sus pechos chocaban los unos contra los otros. Se encendía un fuego que estaban aprendiendo a apagar, era como arrojar cucharadas de agua contra la lava de un volcán.

— ¿Me querrás, aunque a veces me pierda, aunque a veces me olvidé de las cosas, aunque sea un lastre?

— Esa pregunta tendría que hacértela yo — La agarró de las manos, pidiéndole perdón —. Lo pagarán caro, incluida yo.

— Tiene que haber otra manera para que no te salpique a ti — Sabían que el tiempo que estaban disfrutando era un regalo.

— No te preocupes por mí, mis tíos podrán ayudarme cuando la cosa se ponga fea — Agachó la cabeza. —. Se enfadarán al principio, pero sabrán que, al final, hice lo correcto.

El agua les mojaba el dobladillo de los pantalones, pero no les importaba. Se unieron en un tierno abrazo lleno de caricias y besos. Solo los pájaros, en las copas de los árboles, eran testigos y cómplices de su secreto.

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