Capítulo 6

D’Ándalan tenía los ojos fijos en su interlocutor, las piernas ligeramente separadas, el cuerpo tenso, y guardaba entre los dos una distancia más que prudente. Lo observaba receloso, intentando ocultar un miedo que se evidenciaba, por ejemplo, en la palidez de su piel.

     El sol, justo frente a él, iluminaba todo con una luz, a esas horas, lánguida y más tenue; sin embargo, no parecía alcanzar del todo al hombre que tenía delante, cuya capa negra lo oscurecía por completo y de cuyo rostro apenas atinaba a ver un mentón y unos labios a los que no alcanzaba iluminación alguna; saltaba a la vista de cualquiera por qué lo llamaban Shudan. D’Ándalan se sentía totalmente en desventaja, y lo estaba; sentía que hablaba, realmente, con una sombra que no tenía identidad.

     Shasta, por el contrario, estaba al tanto de cada movimiento nervioso que ejecutaba con sus manos; de cada milímetro que deslizaba el pie en un instinto, preparado para atacar o defenderse; de esa mirada que se esforzaba por escrutarlo con terquedad.

     No necesitaba verlo, no más de lo que veía por debajo de la seguridad de su capucha, para saber que el gobernador estaba asustado. Podía oír incluso, si lo intentaba, los acelerados latidos de su corazón. ¿Ese tipo pálido y evidentemente idiota era realmente un vaxer? Debía ser uno muy malo. Contuvo un suspiro mientras sentía cómo su estómago comenzaba a revolverse, cómo una vocecita en su cabeza le rogaba que acabara ya con todo, que le torciera el cuello o le rebanara la garganta. Contuvo su odio y su creciente repugnancia y se esforzó por esbozar una sonrisa siniestra que, sabía, lo espantaría todavía más.

     -¿Y a cambio…?- preguntó por fin, luego de un silencio que había dejado correr adrede, un silencio que, más allá de ellos, moría entre los sonidos lejanos de una ciudad ajetreada en plena tarde.

     Alrededor, sin embargo, no había más espectador que las plantas y arbustos que rodeaban las afueras de la gran mansión.

     -Lo que quieras, si me traes a la chica antes de la próxima noche sin luna.

     Otro silencio, interrumpido por el rumor de un viento que, si bien hacía bailar las copas de los árboles, a Shasta no parecía afectarle; como si lo rechazase con la misma vehemencia con la que rechazaba la luz. Tenía sus propias conjeturas sobre por qué el tipo que tenía delante buscaba tan desesperadamente a una niña a la que cualquiera podía matar sin demasiado esfuerzo; sabía demasiado, probablemente. Sí, él opinaba lo mismo.

     Qué iba a hacer con ella en cuanto la hubiese recuperado, sin embargo, era algo que no deseaba imaginarse. Por segunda vez sintió cómo se le revolvía el estómago; los nobles son todos iguales.

     -Bien- dijo, rompiendo la tensión que se había estado acumulando en el gobernador; con su traje a la moda, su chaleco verde y el sudor que comenzaba a resbalarle por el rostro, se veía ridículo-. Cuando llegue el momento, me cobraré el favor.

     D’Ándalan sonrió, cortés, un tanto más tranquilo; no iba a dejar que se cobrara nada, lo mataría antes, inmediatamente después de haber conseguido a la muchacha. Shasta lo sospechaba. Esbozó a su vez una sonrisa que era todo lo contrario a la que esgrimía el otro, una sonrisa que le devolvió a aquel todos sus nervios.

     Sabía que tenía que tenderle la mano para cerrar el trato pero, mirándolo reacio mientras D’Ándalan se debatía entre sus miedos y su orgullo, se cubrió entre sombras que no podían ser naturales y, gradualmente, se perdió en ellas hasta desaparecer; la oscuridad que se había creado a su alrededor tardó en disiparse, ante la atónita mirada del hombre que había quedado inmóvil en su sitio, paralizado.

     Un segundo antes de desaparecer, sin embargo, el joven vaxer oyó un grito. Se sobresaltó, sorprendido, mientras los vanix que lo rodeaban (violeta, rojos y verdes) aumentaban su velocidad y comenzaban a transportarlo. Un grito no muy fuerte ni muy prolongado, un grito surgido de un impulso, nacido del miedo; un grito que rogaba ayuda. ¿La chica?, pensó, extrañado e incómodo; qué oportuna. Él no la había buscado y parecía encontrarse demasiado lejos como para que el sonido hubiese llegado a sus oídos… ¿lo había encontrado ella? Suspiró, mientras se sentía arrastrar por su propia fuerza, ya fuera del espacio-tiempo: esa muchacha podía convertirse en un problema.

     Como si algo quisiera confirmar sus pensamientos, abrió los ojos ni bien sintió la tierra bajo sus pies y se encontró a sí mismo parado en un callejón vacío, fuera del muro, rodeado de las palomas que recogían las porquerías que dejaba la gente al pasar. No estaba en el refugio, evidentemente; se había dejado llevar por los vanix de la chica. Esbozó una sonrisa amarga e, irritado, soltó una maldición.

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