3

Adam respiró profundo, dándose por vencido esta noche. Miró la mesa, el pequeño adorno de flores, y cuando el mesero llegó a ellos para preguntarles si se habían decidido por algún plato del menú, él simplemente pidió la cuenta.

La cita estaba yendo de mal en peor, Tess no estaba dispuesta siquiera a tener una conversación civilizada, y seguir insistiendo sólo haría que ella empezara a odiarlo, y no quería eso.

Cuando volvieron al auto, ella dio unos pasos en otra dirección.

—Puedo irme en taxi.

—No seas tonta, te llevaré.

—No es necesario que me lleves, yo puedo…

—Sí, ya sé que eres una mujer fuerte e independiente, que te vales por ti misma, que no necesitas nada de mí, ni de nadie. Lo sé, Tess… Pero no me quites el derecho a llevarte, quiero hacerlo, puedo hacerlo, y no hay razón por la que no deba—. Ella lo miró apretando los dientes, él le señalaba la puerta abierta, y Tess capituló. Entró de nuevo y se mordió los labios.

En algún punto del camino, la lluvia cesó, y Adam miró el cielo sumamente ofendido. Todo el universo parecía haberse confabulado para arruinar esta noche. Él tenía los pies un poco húmedos, Tess tenía el cabello un tanto encrespado por la humedad del aire, y los ánimos estaban sumamente volátiles. La tensión podía palparse, y no era la clase de tensión que él quería que hubiese entre los dos.

Apenas el auto se detuvo frente a la casa de Tess, ésta abrió la puerta y bajó, esquivando los pequeños charcos y caminitos de agua, volvió a sendero de su jardín delantero.

—Tess —la llamó Adam, pues ella iba directo a su puerta. Tess se dio la vuelta y lo miró. Abrió la boca para decirle algo, pero de repente las palabras no salieron, y él se quedó allí como un idiota. Tess elevó sus cejas apremiando—. Yo… —nada, como si la lengua se le pegara al paladar. No le salía lo que quería decir. Dejó salir el aire. Era inútil—. Insistiré —volvió a decir al fin—. Hasta que…

—No seas tonto.

—Pero si siempre lo he sido, ¿por qué cambiar ahora? —Tess lo miró confundida, y Adam dejó salir el aire y volvió a su auto. Sin despedidas, sin más palabras, sólo él dándose por vencido.

Por hoy, se repitió.

Llegó a su casa, la enorme mansión que ocupaba varias hectáreas con sus jardines, y miró al cielo otra vez despejado.

En serio, ¿era a propósito? Se preguntó mirando las estrellas titilar, y subió la corta escalinata que llevaría a la puerta principal. Esta se abrió antes de que llegara a ella, y detrás apareció Gregory, su mayordomo, secretario, amigo, y etc. Era un hombre ya anciano, de cabellos blancos y postura recta, que lo saludó en cuanto traspasó el umbral.

—¿No está regresando un poco temprano? —preguntó Gregory un poco extrañado, y Adam sólo hizo una mueca meneando su cabeza—. Parece que las cosas no salieron según lo previsto.

—No. No fue así.

—¿La señorita Tess se negó a acompañarlo? —Adam sólo dejó salir el aire, sin la fuerza ni el ánimo de corregirlo. No era Señorita, era, Señora—. Llegó correspondencia —siguió Gregory poniéndole delante varios sobres, y sólo uno llamó la atención de Adam. Era un sobre marrón, grande; lo recibió y caminó varios pasos hacia la sala donde se hallaba un hermoso piano de cola Yamaha, y sin sentarse, lo abrió—. ¿Algo importante? —preguntó Gregory cuando Adam hubo revisado el contenido del sobre.

—Más de lo mismo —contestó Adam regresándole el sobre, y caminó hacia el piano y se sentó en el pequeño banco acolchado. Destapó las teclas y las miró fijamente.

Estaba en la búsqueda de dos personas: August Warden, el esposo de Tess, aunque no sabía exactamente qué haría cuando lo encontrara, y el hijo de su tío, o hija, no lo sabía.

Era una historia un poco extraña; hacía mucho tiempo, al parecer, Simon Ellington, un mujeriego empedernido, había embarazado a una chica, pero cuando ésta se lo comunicó, la mandó a tomar vientos, evadiendo su responsabilidad. Cuando enfermó, al darse cuenta de que moriría sin herederos, empezó a buscar a esa chica y al hijo que ésta le había dado, pero no la encontró.

Su padre le había contado que el tío le dejó la responsabilidad de encontrarlo y entregarle su herencia, y luego Aaron falleció y se la dejó a su hijo Adam, y aquí estaba él buscando a una mujer que hacía unos treinta años había tenido un hijo, pero de este no se sabía ni su sexo, ni su nombre, ni nada, y la búsqueda se hacía infructuosa.

—Imagino que no cenó —dijo Gregory de repente—. Iré a la cocina y…

—Está bien, no tengo apetito —Gregory lo miró en silencio, tal vez con el reproche a flor de labios, pero pareció pensárselo mejor y se alejó. Adam pulsó una tecla en el piano. Le siguió otra, y otra, hasta conseguir una melodía, al tiempo que en su mente empezaron a flotar las palabras: È triste il mio cuor senza di te, y sí, estaba tan triste, que dolía.

Otra vez se preguntaba: ¿por qué me olvidó? ¿Por qué a ese extremo? ¿Tanto me odió? ¿Qué fue aquello que le hice que me borró para siempre de su memoria?

No recordaba haberle hecho daño, todo lo contrario. Pero ella lo había olvidado y ahora parecía aborrecerlo.

Dimmi perché

Cuando la vio en aquella gala, simplemente no lo pudo creer. Era ella, ¡era Tess! ¿Cómo olvidarla? Sus enormes ojos grises con un tinte verde eran inconfundibles. Los vio por primera vez hacían más de veinte años, cuando, asomada detrás de un muro en esta misma sala donde él ahora tocaba el piano, lo descubrió practicando una melodía mucho más sencilla.

—¿Tocas piano? —preguntó la niña con tono asombrado, de algunos diez años, con un vestido corto de florecillas estampadas, medias y zapatos blancos y el cabello despeinado. Adam se giró en la banqueta y la miró. No era la hija de nadie importante, supo. Sus zapatos tenían muchas rozaduras, el vestido parecía de fabricación casera, y se la veía demasiado asombrada por todo como para ser una niña rica.

—Sí —le contestó, y ella, sin nada de timidez, caminó hacia él para sentarse a su lado en la banqueta.

—Nunca había visto uno —dijo, tocando con suavidad las teclas y sin llegar a pulsarlas—. Hace un sonido maravilloso —eso lo hizo sonreír. Por supuesto que producía un sonido maravilloso, era un piano carísimo.

—Así es —corroboró él.

—¿Quieres ser pianista?

—No.

—¿Y por qué tocas? —Adam simplemente se encogió de hombros.

—Porque es mi tarea. ¿Quién eres?

—Oh, lo siento. Soy Tess Abbot. Estoy en tu casa mientras entrevistan a mi abuela.

—¿A tu abuela?

—Para trabajar aquí, como doméstica.

—Oh…

—Qué piano tan grande —siguió ella, admirándose por el instrumento, pero Adam no dejaba de mirarla a ella, a sus enormes ojos grises.

Tess Abbot y su abuela se habían quedado. Su padre, y su segunda esposa, les habían dado una de las habitaciones del servicio a las dos, y desde entonces pudo verla a diario.

A veces, él bajaba a las habitaciones de los empleados internos para charlar con ella o jugar, y a veces era ella que se colaba donde él estuviera para observarlo mientras trabajaba o practicaba. Adam vivía siempre muy ocupado; su padre le hacía tomar clases de piano, esgrima, kick boxing, equitación, tenis, todo al tiempo y sin descanso. Eran escasos los momentos en que podía sentarse con ella en una banqueta y charlar. Escasos y preciosos, porque a medida que fueron creciendo, ella se fue haciendo más hermosa, más mujer, y a él le era inevitable advertir esos sutiles cambios.

—¿Es decir, que él se fue de su país y por eso compuso esta obra tan bella? —preguntó Tess cuando él tocó para ella una hermosa pieza de piano compuesta por Chopin. Adam rio negando.

—No, la compuso cuando supo que jamás volvería a su tierra.

—Oh… Uno pensaría que los hombres no se entristecen por cosas así.

—Claro que sí. Imagínate quedarte para siempre en un lugar extraño, sin volver a ver a tus amigos de la infancia, o las personas que amas. Quedarte para siempre… allá, donde eternamente serás un forastero—. Tess había mirado el piano, como contagiándose de la tristeza de Chopin al fin.

—Pues sí, es muy triste.

—Algunos artistas le han puesto letra —siguió Adam, tocando suavemente la melodía principal—. José Carreras, un tenor español, canta una canción con la misma melodía, pero él se la dedica a ese amor que nunca volvió, que nunca le correspondió. Le dice:

dimmi perché

Fai soffrir quest'anima che t'ama?

—¿En qué idioma está eso?

—Italiano. ¿Sabes? —se entusiasmó él— Cuando seas mayor de edad, te llevaré a Europa para escucharlo cantar… en vivo y en directo—. Tess se echó a reír, no dijo nada, sólo le pidió que volviera a tocar la pieza, y él lo hizo con todo gusto.

—Creo que, cada vez que escuche esta canción, pensaré en el pobre Chopin lejos de casa. O en el amante que jamás fue correspondido—. Adam la miró con una sonrisa, dándose cuenta de que era inútil negarlo; él se había enamorado de ella.

Se había convertido no sólo en su mejor amiga, la persona a la que le contaba desde asuntos de vital importancia hasta la más leve tontería; se estaba convirtiendo en la mujer con la que soñaba.

Su padre nunca puso peros a aquella amistad, parecía no darse cuenta por estar demasiado inmerso en su trabajo, o absorto por su tercera o su cuarta esposa, los viajes y etc. Tess y él vivieron en la misma casa por seis años, hasta que él se fue a la universidad.

—Compré algo para ti —dijo Tess cuando se despedían. En unos minutos, él sería llevado al aeropuerto en uno de los autos de la casa, y no volvería sino, tal vez, en las vacaciones.

Tess sacó algo de una caja de cartón y se lo mostró. Era una pequeña caja musical, y Adam sonrió mirándola un poco extrañado.

—Es para que te dé buena suerte y vuelvas pronto a casa —dijo ella mientras él le daba cuerda y la hacía sonar. La melodía sonaba un poco más aguda, pero de inmediato él la reconoció. Chopin. Sin poder evitarlo, y sumamente conmovido, él se le acercó y la besó. Un beso en los labios que la tomó por sorpresa, pero que no la molestó.

—No te olvides de mí —le pidió él, besando ahora su mano y mirándola con tristeza. Ella tenía los ojos húmedos, pero sonreía.

Y entonces él se fue, con alegría y miedo a la vez. Alegría porque la había besado, y miedo porque la estaba dejando.

Y luego ella dejó de contestar sus mails, y lo siguiente que supo fue que se había ido de la casa con su abuela y nadie sabía a dónde.

La buscó un largo tiempo, pero la vida y sus obligaciones le exigieron continuar, a seguir adelante. Él se graduó y volvió a casa, y su padre le presentó a Christen Donovan, hija de un importante socio de su padre, y poco después los prometieron y casaron. Y tan sólo un año después, se divorciaron.

Y la siguiente vez que vio de nuevo a Tess fue casi trece años después de haberle dado aquel primer beso, y ella estaba casada con un hombre que la había abandonado, y tenía tres hijos, y había olvidado por completo su nombre, y su cara, y a él le dolía el alma.

Dimmi perché…

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