LOS DOCE DEMONIOS DE KORDASHA primera parte

Mezclen mi polvo con la marca ardiente,

 Dispérsenlo libre al cielo

 Arrójenlo amplio sobre la arena del océano,

 De picos donde vuelan los buitres.

Robert E. Howard

Palmira, capital del Reino de Sarcustán.

 —¡Grandioso y poderoso es el Rey Corath de Sarcustán! —proclamaba Evakros, sumo sacerdote y primer ministro frente al trono del soberano. Corath, sin embargo, aunque rodeado de su corte real, nutrida por ministros, consejeros y militares sumisos y relamidos, tenía el rostro afligido, azotado por el dolor y la pena. Tan hondo y severo era su dolor, que ordenaba la ejecución de veinte jóvenes varones y veinte doncellas cada día. Todo como una forma de que su amargura fuera compartida por todo el pueblo. Sin embargo, los cuarenta mozos infortunados no eran asesinados antojadizamente, pues eran las víctimas que Evakros inmolaba al dios Malloch, como ofrenda para que el dolor de Su Majestad menguara.

 Hasta el salón del trono llegó la más reciente expedición de valerosos soldados que habían partido en rescate de Melith, la amada hija del Rey Corath. Sólo tres soldados (entre los que estaba el Supremo General del Ejército de Sarcustán), regresaron malheridos y maltrechos.

 —¿¡Que ha ocurrido!? —preguntó el Rey saliendo de su amarga meditación y clavando la vista en los fracasados militares.

 —Su Majestad —dijeron postrándose a sus pies— hemos fallado...

 —¿¡Por qué los dioses me castigan!? —vociferó el Rey enfurecido. —¡He enviado una cuadrilla de decenas de soldados y mercenarios ha luchar en las tierras del hechicero Cárpicus, para que rescaten a mi hija y me regresan tres miserables perdedores...!

 —¡Los poderes de Cárpicus son incontenibles, mi señor! —excusó el Supremo General. —Nos atacaba con monstruos, espantos y demonios imbatibles...

 —¡Pues bien hubieran hecho en morir en sus garras! —ordenó el Rey— ¡Guardias! ¡Apresen a estos infelices! ¡Llévenlos a las mazmorras y tortúrenlos! ¡Cuando hayan terminado de aplicarles suplicios, ejecuten a sus familias y enciérrenlos a ellos por el resto de sus miserables vidas en las más oscuras y pestilentes celdas! ¡Que se pudran en prisión y nunca más vuelvan a ver el sol!

 Los lamentos estridentes de los desgraciados hombres que eran arrastrados por los guardias, no hicieron más que endurecer el corazón del rey.

 —Prepararé los sacrificios de hoy, mi señor —le anunció Evakros.

 —¡No! —ordenó el Rey— ha sido suficiente de tus inútiles salmodias, desgraciado charlatán...

 —¡Pero Majestad!

 —¡Si para mañana no consigues a alguien capaz de rescatar a mi amada hija de las garras de Cárpicus, ordenaré que te corten la lengua, las orejas, los ojos, las manos y los genitales, y que te lancen por el resto de tu vida a una fría y sucia celda! Y más te vale no intentar escapar, pues alertaré a los guardias en las fronteras que impidan tu salida a toda costa, y de enterarme que intentaste escapar, agregaré al castigo que te cuelguen cabeza abajo con los pies clavados a estacas por el resto de tu vida... ¿has comprendido?

 —Perfectamente... Majestad...

Por supuesto que Evrakos estaba preocupado. Se removía furioso en su lujosa mansión al tiempo que pensaba la forma adecuada de evitar el castigo del Rey. La idea de poner fin a su vida de forma indolora cruzó su mente, pero era un hombre débil y cobarde.

 Como sacerdote tenía derecho a doscientos esclavos y cien concubinas muy hermosas, pero además estaba casado con una joven de mirada siniestra y cuerpo escultural, llamada Sidre.

 Sidre tenía el cabello negro y rizado, y observaba con ojos verdes a su preocupado marido, cuyas túnicas de color púrpura se removían agitadas por el viento.

 —Sabes perfectamente, amado mío —le dijo— que la solución está en la palma de tu mano.

 Instintivamente Evrakos volvió a ver la palma de su mano derecha, donde una fea cicatriz sobresalía. Su corazón ardió en odio recordando al autor de tal marca corporal.

 —¡NO! ¡Jamás! —escupió.

 —Entonces morirás horriblemente... —sentenció Sidre.

 El corazón cobarde de Evrakos dio un vuelco. No sentía ni una leve náusea al sacarle el corazón a una víctima adolescente de sacrificio, pero se le estrujaba el estómago de pensar en su propia mortandad.

 —Sabes bien que Lupercus —le mencionó Sidre notando su semblante dubitativo— es capaz de cumplir la misión. Pero no puede hacerlo si lo mantienes encerrado en las mazmorras...

 —¡Majestad —anunció Evrakos al día siguiente frente al Rey— tengo aquí a nuestro salvador... Conoce al poderoso guerrero lobo, Lupercus...

 Ante el Rey fue traído un fornido sujeto de largos cabellos negros y lacios, ojos azules y piel ligeramente morena. Lupercus era un hombre tremendamente musculoso y robusto, cuyo periodo de cautiverio no había menguado su poderío físico. Aunque si mostraba ciertos estragos —una palidez provocada por la mala alimentación y la falta de sol, por ejemplo, una larga barba y unas marcadas ojeras.

 —¿Es este el famoso guerrero —preguntó Corath— que fue criado por lobos?

 —Sí, Majestad. Lupercus es un bastardo, hijo de una esclava etrusca, embarazada por el propio Emperador de Etruria. El emperador, temeroso de la profecía que aseguraba que sería asesinado por su hijo ilegítimo, ordenó la muerte de Lupercus y su madre. Pero la mujer escondió al niño entre los bosques para salvarlo, y murió luego asesinada por los guardias. Lupercus, siendo un niño pequeño, fue adoptado y criado por lobos. Y a sido protagonista de mil legendarias batallas...

 —Y si era tan poderoso ¿por qué hasta ahora lo presentas?

 —Bueno, Alteza... es que... hace dos años mi esposa Sidre fue seducida por éste despreciable bastardo. Y por esa razón ordené que lo encerraran en una mazmorra...

 —¿Entiendes mi idioma, Lupercus el Guerrero Lobo? —preguntó el Rey Corath.

 —Sí —respondió con arrogancia.

 —Te encomendaré una misión —dijo Corath— mi hermosa y amada hija ha sido secuestrada hace un año por el malévolo hechicero Cárpicus, cuyos territorios son parajes desolados de muerte y horror. Si eres capaz de liberar a mi hija Melith, te entregaré mil hectáreas de tierra, mil esclavos, mil concubinas y te nombraré duque, gobernante de la Isla de Elefantina, un rico feudo que se dedica al comercio de gemas...

 —¡Pero señor! —intervino Evrakos. —¡Yo soy el duque de Elefantina...!

 —¡Silencio! —calló el Rey. —Además, cualquier mujer en este reino, salvo mi hija, claro está, será tuya de solo pedirlo. Incluyendo a la esposa de Evrakos. Finalmente, de fracasar en tu misión, ejecutaré a la esposa de Evrakos (si es que le tienes algo de aprecio), y a éste sacerdote haragán lo convertiré en un mendigo mutilado, ciego y miserable. Si rehúsas la misión, volverás al calabozo, ¿has comprendido?

 Lupercus pensó largo rato sobre la oferta del Rey. Era un salvaje con poco o ningún interés en la riqueza feudal, los esclavos o las concubinas. Además, le gustaría consumar su venganza en Evrakos, quien lo había condenado a la espantosa existencia de un prisionero sumido en las profundas nieblas de los más recónditos y malolientes calabozos.

 —Acepto la misión —dijo Lupercus para alivio de Evrakos. Sin embargo, el corazón del guerrero lobo albergaba planes ulteriores. Solían subestimar su inteligencia por su aspecto, pero lo cierto es que Lupercus conocía la belleza de la ahora cautiva Princesa Melith, y urdió planes para consumar su venganza con Evrakos y poner final a la tiranía de Corath.

Corath ofreció a Lupercus un ejército completo de soldados y mercenarios, pero el guerrero lobo lo rechazó. Aceptó, eso sí, una portentosa hacha, una espada y un arco con flechas (además de los víveres necesarios). Cuando salió de los límites de la capitalina Palmira, escuchó lejano el aullido lastimero de un poderoso lobo. Le respondió con un aullido tan similar, que era casi imposible de diferenciar. Pronto se acercó hasta donde él un fornido lobo gris.

 —¡Mi viejo amigo Colmillo! —dijo acariciándole la cabeza al lobo, con gran cariño. —¡Sabía que me esperarías!

 Juntos se adentraron hasta llegar a los linderos que limitaban con las tierras de Cárpicus, conocidas como las Colinas de la Muerte; desoladores páramos desérticos y frívolos se extendían bajo un cielo siempre oscurecido por gruesos nubarrones negros. El viento silbante producía remolinos de arenoso polvo gris conforme los dos se adentraban en los horribles dominios.

 Pronto comenzaron a observar el lúgubre castillo negro donde residía Cárpicus, colindante con un pantano infeccioso.

 Pero, a medida que su marcha avanzaba en las Colinas de la Muerte, una gran cantidad de osamentas humanas se apreciaban desperdigadas por doquier. Víctimas recientes de los artilugios de Cárpicus que se apilaban incontables entre los parajes lóbregos y espantosos regidos por el hechicero.

 Lupercus no era ignorante de la magia, aún cuando no fuera un mago. Era capaz de desenmascarar ciertas ilusiones y contrarrestar ciertos tipos de hechizos y encantamientos. Era consciente de ser observado sigilosamente por el propio Cárpicus, y de que pronto éste hechicero mostraría su poder perverso.

 En efecto, de entre las arenas emergieron espantos horribles y transparentes; una colección de soldados muertos y fantasmales cuyo aspecto debe haber helado la sangre de muchos incautos. Ataviados por yelmos, los cadavéricos monstruos intangibles se removían siniestramente saliendo de las profundidades de la arena, armados con espadas y hachas de materia igualmente fantasmagórica.

 Colmillo observó los espantos tenso, pero sin enfurecerse, de manera que Lupercus dedujo la naturaleza de las visiones. Tantos años creciendo en los bosques en medio de lobos salvajes le permitió aprender sobre la naturaleza de los diversos monstruos que poblaban el mundo. Era consciente de que los espectros podrían tocarlo y herirlo a él, pero él a los espectros los atravesaría como el viento. Así que grabó en la arena el Sello de Évakon, poderoso dios de los antiguos nabateos.

 Su encantamiento dio resultado, haciendo tangibles a los espectros. Uno a uno los fue destruyendo atravesándoles el cuerpo y desmoronándolo por sobre las arenas. Colmillo hacia lo propio despedazando unos cuantos de estos espantos con sus fauces.

 Terminada la primera prueba, Lupercus y Colmillo prosiguieron su inexorable marcha.

 Pronto aparecerían entre las arenas, a pocos metros del pantano que bordeaba el Castillo Negro, tres hermosas mujeres desnudas, cuyos cuerpos voluptuosos se estremecían lúbricos de manera obscena. Para cualquier hombre abrían sido una tentación enloquecedora. Lupercus luchó fuertemente contra los recónditos deseos de lujuria que le producían. Ansiaba con todo su masculino ser poseer tan hermosos cuerpos. Estaba a punto de sumirse en la pasión carnal que le obnubilaba la mente, cuando el mordisco de Colmillo lo sacó del transe. Se alejó de las voluptuosas mujeres que se habían transformado en espantosas arpías llenas de colmillos, garras, cuernos y caras desfiguradas, las cuales se llenaban de horror conforme Lupercus les cercenaba la cabeza.

 Comenzaron a atravesar el pantano hasta las puertas del Castillo Negro. Frente a éstas brotaron de los lodazales cenagosos tres horripilantes monstruos; un trío de cíclopes gigantescos, de cinco metros, cuyos dorsos mostraban cuatro brazos cada uno, profiriendo alaridos estentóreos.

 Lupercus observó de nuevo a Colmillo, que olfateó el aire, y no mostró ningún temor.

 —¡Ilusiones de circo! —espetó despreocupado, y cruzó el umbral del Castillo Negro atravesando los tres cíclopes sin el menor temor, y confirmando su naturaleza insustancial.

 Dentro del oscuro interior del Castillo Negro, Lupercus escuchó la risa frenética del malvado Cárpicus.

 —¡Felicidades! —dijo el hechicero apareciendo frente al guerrero y su lobo amigo— Eres el primer hombre que sobrevive hasta acá.

 Cárpicus no era enteramente humano como demostraban sus orejas puntiagudas y los dos cuernos de demonio que brotaban de su frente, así como el sonido de pezuñas que producía al caminar. Por lo demás, parecía ser humano, tenía barba de chivo y era totalmente calvo, vestía una túnica escarlata que no permitía ver sus pies.

 —¿Dónde está la Princesa Melith? —preguntó Lupercus con estrepitosa voz.

 —Te la devolveré, sin problemas —anunció Cárpicus, y al lugar llegó la susodicha princesa. Su aspecto era idéntico al que recordaba Lupercus cuando la vio en un desfile poco antes de ser apresado como castigo a una cara noche de pasión. Era la misma mujer adolescente, rubia y de ojos azules, de piel muy clara, cuerpo esbelto, y ataviada con un fino traje de seda digno de una princesa.

 Sin embargo, Colmillo gruñó receloso...

 —He estado aquí, con mi Maestro Cárpicus —dijo la Princesa Melith— por voluntad propia. Cárpicus me ha enseñado los artes de la magia y la hechicería, y me he convertido en su esposa... —sin embargo, una mirada de lujuria poseía el rostro de Melith tan impropia de una joven princesa que estremeció a Lupercus. Conforme la joven se le aproximaba, un deseo sublimado en Lupercus comenzó a incrementar hasta enloquecer su mente de efervescencia. Ansiaba con todo su corazón hacer suya a esa preciosa mujer. —Claro que, mi amado esposo Cárpicus comprenderá, si me entrego a un valeroso guerrero como usted a cambio de que me permita quedarme —dijo y comenzó a besarlo. Lupercus se sintió poseído por un febril apasionamiento. Tan recóndito caló en su corazón el deseo por la mujer, que estaba dispuesto a tomarla allí mismo sin otras consideraciones.

 Es entonces cuando la instintiva mente lobuna de Lupercus despertó la alarma. Lupercus desenfundó su espada y atravesó a la mujer que besaba, quien cayó sobre el suelo, desangrándose.

 —¡NO! —gritó Cárpicus reconociéndose derrotado, y comenzó a gesticular para invocar maldiciones y fuerzas demoníacas contra Lupercus. Lo cual abría logrado de no ser porque Lupercus fue más veloz lanzándole el hacha, que le atravesó el dorso y lo mató instantáneamente.

 Donde antes había una joven princesa, ahora estaba el cuerpo muerto de una mujer negra, tan diferente de Melith como la noche del día. Era la esclava de Cárpicus, que había tomado otra forma por medio de una encantación.

 Lupercus entonces se dispuso a buscar a Melith por todo el Castillo Negro, al lado de Colmillo, quien con su olfato excelso, pronto encontró el rastro de la muchacha y lo siguió acompañado de cerca por Lupercus hasta llegar al laboratorio de Cárpicus, donde una serie de burbujeantes envases y frascos repletos de horribles y asquerosos contenidos dispersaban olores escabrosos. Luego llegaron a su extensa biblioteca repleta de volúmenes interminables de libros antiguos como el mundo, que contenían invocaciones enloquecedoras que atraerían fácilmente a los peores demonios de la tierra. Finalmente, llegaron a una alcoba cuya puerta tiró de una potente patada que destruyó sus goznes. Al adentrarse en el lugar, encontraron a la hermosa Melith custodiada por un enano calvo de largas barbas.

 Melith estaba encadenada y amordazada, sobre un lecho de madera mientras el enano la resguardaba con mirada expectante. Cuando el enano descubrió la entrada del guerrero lobo, blandió el hacha (arma tradicional de su pueblo), y enfrentó valientemente a Lupercus. Tan feroz fue el poderoso ataque del enano, que cuando Lupercus lo hubo derrotado y lanzado al suelo jadeante, le perdonó la vida.

 —¡Desencadena a la Princesa! —ordenó Lupercus al enano. Éste, viéndose perdonado y receptor de una poco usual clemencia, obedeció al instante. —¿Se encuentra bien, Princesa Melith? —consultó Lupercus cuando ésta se hubo liberado.

 —Sí, gracias —respondió.

 —¿Cárpicus la lastimó? —preguntó Lupercus algo carcomido por la curiosidad.

 —No realmente —respondió Melith— prefería a su esclava para satisfacer su lujuria, por suerte. Además, requería a una doncella virgen para sacrificar a Yagsothoth.

 —¿Yagsothoth?

 —Un antiguo y poderoso dios infernal que habita en la ciudad perdida de Kordasha —se apresuró a explicar la Princesa. —Mi sacrificio se daría tras tres años de ser gradualmente preparada. Yagsothoth se alimentaría de mi cuerpo y con ello sería liberada su maldad al mundo. ¿Cómo puedo agradecerte tu rescate?

 —Ya habrá tiempo de eso —respondió Lupercus. Luego se dirigió al enano. —¿Y tú? ¿Qué haces colaborando con este diabólico hechicero?

 —Mi pueblo es bien conocido por su gusto y ambición hacia alhajas y joyas... —respondió el enano. —Somos tan buenos alfareros como recopiladores...

 —¡Ladrones dirás!

 —Bueno, sí, tal vez un poco. Nuestra destreza artesanal que nadie puede comparar en todo Midgard es también afín a nuestros codiciosos deseos de acaparar. Cárpicus me había prometido convertirme en un enano capaz de convertir piedras en gemas preciosas, pero me engañó y convirtió en su esclavo. Tú también me has liberado, humano. Y por Ghob, dios de los enanos, que te agradeceré de forma apropiada...

 —¡No necesito la gratitud de un enano! —desestimó Lupercus. —Crecí en los frondosos bosques donde tu raza talaba milenarios árboles para satisfacer sus interminables proyectos urbanos. No tengo interés en una raza de sabandijas enanas que viven como ratas bajo la tierra.

 —¡Calla insensato humano! —ordenó furioso el enano. —¡Que no sabes aún lo que has hecho! ¡Te has condenado a una inevitable y atroz muerte!

 —¡Habla! —dijo Lupercus apuntándolo con su espada. —¡O juro por los dioses que te atravieso como a la miserable sabandija que eres! ¿Por qué dices que estoy condenado?

 —Porque has dado muerte a uno de los Doce Demonios de Kordasha. —Explicó el enano. —Los doce hijos demoníacos de Yagsothoth. Cárpicus parecía un ser humano, pero era un demonio en su interior. Hace dos milenios Yagsothoth embarazó a doce de sus sacerdotisas esclavas y dio a luz a doce diferentes criaturas, todas hermanas pero todas distintas. Cuentan las leyendas que desde que esta estirpe maldita existe, nadie ha sobrevivido la furia de los Doce Demonios. Cuando alguien los enoja, o cuando se les invoca para dar muerte a algún infortunado, sus víctimas no sobreviven una semana. Muchos prefieren propinarse la muerte ellos mismos.

 —¡Pues he matado a uno yo! —alegó Lupercus— ¡que los otros doce vengan, para que acompañen a su hermano en el Infierno!

 —¡Que ignorante eres, humano! —chilló el enano. —No eres el primer condenado en matar a uno de los Doce Demonios porque en el pasado alguien mató al licántropo Leonis el Hombre León y al crustáceo gigante de Khancerus. Con la muerte de Cárpicus sólo quedan nueve ahora. Pero los otros dos hombres que, como tú, asesinaron a uno de esta legión en el pasado, han sufrido muertes que es mejor no recordar frente a una impresionable damisela humana como Melith. Porque estamos hablando de muertes que helarían la sangre a cualquiera. Ningún ser humano, ni siquiera uno como tú, sería capaz de derrotar la furia de Nueve Demonios hijos del dios Yagsothoth.

 —Pues eso está por verse —aseguró Lupercus— pareces tener sapiencia en este tema, enano. Dime tu nombre.

 —Shak.

 —Bien, Shak, ahora serás mi servidor. Requiero de tu conocimiento.

 —¿¡Estás loco!? —gritó el enano— ¡Eres un hombre condenado a una muerte horrible!

 —Pues tú estarás a mi lado cuando esta llegue, pequeño gnomo...

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