I La ayuda

Una habitación a media luz es el lugar donde inicia esta historia. No es un dormitorio, pero hay un sillón que algunos usan como cama.

Hay un escritorio, con tallados al estilo victoriano. Es una imitación, pero brinda elegancia. Sobre él descansa un portátil. En su pantalla se aprecia un extenso documento cuyo contenido es confidencial. Detrás de él, en el centro del librero, un busto de Sigmund Freud mira con expresión severa por entre las bragas que cuelgan de su cabeza. Son azules.

La habitación tiene dos puertas, una para salir y otra para entrar, así las personas que salen jamás se encontrarán con las que entran. En la de entrada alguien ya espera su turno.

Hay un brasier junto a la pata del elegante escritorio y, más allá, en la mesita, un envoltorio de preservativo.

La habitación no está vacía, hay una mujer enferma y un hombre que prometió curarla.

Y la terapia continúa.

El hombre que embiste a la mujer sobre el sillón suelta un largo suspiro. Su espalda, brillante de sudor y con algunos arañazos, se yergue y estira, como cuando trotaba por las mañanas. Su pecho sube y baja y el corazón le martillea con esfuerzo. Ya no está tan joven. Necesita tomarse un momento antes de hablar.

—Se acabó, Alessa... Ya no puedes seguir siendo mi paciente.

Desde el librero, el mancillado Freud lo felicita. Ya tendrán un tiempo a solas para hablar de lo que ha hecho.

—¡¿Por qué?! —pregunta ella, apenas cansada. Es joven y todavía trota por las mañanas—. Nos estábamos entendiendo tan bien, Augusto. Había una conexión especial entre nosotros.

—Lo sé, pero ya no puedo ayudarte... Me he convertido en parte del problema.

Alessa se viste en silencio, pero rápido. Quiere irse antes de empezar a llorar.

—Te voy a derivar con alguien más.

—No... Necesitaré tiempo antes de tomar otra terapia.

Tan turbada está que corre hacia la puerta de entrada y choca al hombre que allí espera. Él la ve desaparecer por el pasillo, seguida de la estela de su perfume. Se soba el hombro y sigue esperando, ahora con la vista fija en Freud.

Augusto recoge el envoltorio del preservativo y rocía desodorante ambiental. Cree que su secreto sigue a salvo.

—Pasa, Luka.

—Doctor, ¿su auto es el Ford azul que está en la entrada?

—Sí, es mío.

—Había un policía mirándolo, creo que iba a cursarle una infracción.

—No puede ser —exclama Augusto antes de salir corriendo.

Luka entra a la habitación que está llena de señales. Y él sigue las señales que, como flechas, le marcan el camino, los designios del destino. Quiere conocer su mensaje.

—Señor Freud, ¿me permite esto?

Coge las bragas. Aspira en ellas y reconoce el aroma de la mujer que corría. Las guarda en el bolsillo de su largo abrigo negro.

En el escritorio, el portátil brilla en su dirección como una baliza, con la ficha abierta para él. La fotografía y va a sentarse. En el tapiz de cuero del sillón ve marcas de manos por todos lados, de pieles sudorosas y calientes, no necesita imaginar nada. Las señales hablan.

Se sienta allí, sabiendo lo que ha ocurrido y revisa la ficha mientras acaricia las bragas.

"Nombre: Alessa Montoya"

"Edad: 25 años"

"Diagnóstico: trastorno de hipersexualidad"

Una ninfómana. Le parece sumamente interesante. Y delicioso.

"Observaciones: cuadro depresivo en remisión... carencias afectivas... comportamiento compulsivo... autolesión... tratamiento con ansiolíticos... Bla... Bla... Bla..."

La dirección de su casa, el número del seguro, el de la cuenta bancaria, todo está en la ficha. Es una invitación, no puede dudar de ello.

—No había ninguna infracción, supongo que tuve suerte.

Augusto se sienta frente a él.

—Se contradice, doctor. Siempre me está diciendo que la suerte no existe, pero se lo dejaré pasar. ¿Recuerda que me sugirió buscar algún pasatiempo para salir de la rutina?

—Claro. ¿Ya tienes uno?

Luka asiente, con las bragas todavía entre sus dedos.

                                     〜✿〜

—Sírveme un tequila doble, hoy estoy triste —dijo Alessa.

Estaba sentada en la barra de un bar. No se había dado cuenta de que alguien la seguía desde su casa. Llevaba una falda corta y una blusa escotada. No sabía que la seguían, pero quería que alguien lo hiciera.

—¿Penas de amor, lindura?

—Parecido. Mi psiquiatra terminó conmigo.

—Supongo que, mientras no mates a nadie, todo estará bien.

Alessa rio por la broma del barman. A pocos metros, Luka se sentaba también en la barra. Pidió un trago, vodka azul. No lo probó, sólo le gustaba su color. Le recordaba al de las bragas.

Observó de reojo a la dueña y esperó. Era bueno esperando, sobre todo cuando su cabeza estaba atando cabos.

A la media hora, los pies de Alessa dejaron el taburete y tocaron el suelo. Luka también se paró y avanzó, sincronizado con ella para que lo chocara justo cuando se daba la vuelta.

Ella se sobó el hombro, el equilibrio se había restablecido.

—Lo siento, no lo vi —dijo y, cuando por fin lo vio, se perdió en sus ojos azules.

Azules como el cielo, como el mar, la absorbían, se la tragaban.

—Te disculpo —dijo Luka. La ignoró y se sentó en la barra, al otro lado de donde ella estaba. Pidió un whisky, marrón como los ojos de la mujer.

Otro hombre se había encontrado el vodka azul y se lo estaba bebiendo. Creyó que era su noche de suerte.

Alessa corrió al baño. El exquisito perfume del hombre la había embriagado más que el tequila y lo tenía impregnado en la ropa. En el espejo comprobó lo evidente. Sus mejillas enrojecidas, los labios rojos, inflamados. Estaba caliente. La entrepierna le palpitaba y la humedad empezaba a escurrirse.

Le faltaba el aire, su sangre ardía, tenía calor. Se mojó la cara y bebió agua. Bebió agua hasta que tuvo arcadas. Respiró. Intentó pensar en las recomendaciones de Augusto y lo visualizó desnudo en el sillón, con ella debajo. Se rindió y entró a un cubículo para darse alivio.

Cuando salió, el hombre seguía en la barra y lo m4ldijo por ser tan sexy. Necesitaba sentarse también, las piernas le temblaban.

Tenía ganas de llorar.

—Otro tequila —pidió.

—¿Qué le pasó a tu blusa? —Luka seguía mirando el whisky, del que no había probado ni una gota.

—Me mojé. En el baño hay una llave en mal estado.

El cabello negro estaba revuelto y hasta su falda estaba mojada, y sus piernas... No siguió mirando o se quedaría visco. Se levantó, dejó unos billetes junto al whisky, le puso a ella su abrigo y se fue. Su tarea ya estaba hecha.

Alessa no entendía nada, pero se envolvió en la prenda que olía a cielo y agradeció por su calor tan confortante.

Cuando iba saliendo, metió las manos en los bolsillos.

Y encontró sus bragas. 

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