Pero nunca imaginé que Felicia iría a mi casa.
Ella detestaba a Alejandro. Si no fuera porque a veces tenía que llevarme a casa, jamás pisaría ese suburbio tan apartado.
Pero llevaba siete interminables días sin contestar el teléfono.
Cuando Alejandro abrió la puerta y vio justo a Felicia con sus tatuajes en la clavícula y sus rastas, se enojó.
Antes de que pudiera hablar, Felicia lo atacó enfurecida:
— ¿Dónde tienes encerrada a Lucía?
Alejandro se quedó asombrado.
— ¿No anda de parranda con ustedes? —respondió con mucho desprecio, mirándola de arriba a abajo.
Siempre era así, menospreciando a todos mis amigos.
Pero si bien podía difamarme a mí, no le permitiría insultar a mis amigos y, mucho menos a mi hermana.
Los ojos de Felicia se abrieron de par en par por un momento. Luego su rostro se transformó.
— Alejandro, ¿acaso no eres humano? —Lo insultó—. Tu hermana lleva siete días desaparecida y estás tan tranquilo, ¿no la buscas? ¿No temes que le haya pasado algo?
La mano de Alejandro