VIOLET SWAN.

OREGÓN–PORTLAND.

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Después de casi quince horas de vuelo y una escala interminable, Aarón y yo finalmente hemos llegado. El sol ya se está escondiendo detrás de las montañas cuando bajamos del auto, el aire tiene un olor distinto, como a tierra húmeda y flores nocturnas. Puedo observar que el cielo comienza a teñirse de un violeta y naranja, y por primera vez en mucho tiempo, me detengo a respirar, profundamente, como si este lugar hubiera estado esperándome.

No se si es el clima, si seré yo, pero me siento como una niña pequeña de nuevo, llena de ilusión, con mariposas revoloteando en mi estómago, viviendo de sueños hechos realidad.

— ¿Aquí es donde viviré? — pregunto, entrando a la hermosa casa después de él.

La puerta chirría al abrirse, como si protestará por el largo tiempo que ha sido abandonada. El interior huele a madera vieja, también a espacio cerrado, pero también huele a algo familiar. Es extraño cómo ciertos lugares pueden sentirse como un