Epílogo
—Oh, Jesús. ¿Otra vez? —Dianne se lleva una mano a la frente.
Terry se ríe detrás de ella, masticando una manzana que acaba de sacar de nuestro refrigerador.
—Creo que ya es seguro decir que no podemos dejar que mi hermano se te acerque más.
—Jamás —añade Dianne, negando con la cabeza—. Con la suerte que tienes, ¡esta vez serán trillizos!
Todos reímos mientras acaricio mi vientre de embarazada.
—Aunque, hay que admitir que es muy bueno con ellos —digo, con la mirada perdida en la ventana que da a nuestro amplio jardín verde.
Y ahí está él. Mi compañero, cargando a cuatro de nuestros hijos, dos en cada brazo, y hasta al hijo de Dianne y Terry, de cuatro años, sobre sus hombros.
Bruno y otro de nuestros perros corren tras ellos, intentando arrebatar dos pelotas de las manos de mis hijos. Les han enseñado tantos trucos —son los mejores amigos del mundo. Y eso hace que mi corazón se sienta completo. Al fin, me siento completa.
Supongo que la Diosa Luna realmente me bendijo, no me