Lucero abrió los ojos y aunque en un principio la desorientación la molesto, muy pronto la deseo con desespero, pues cada vez que recordaba las voces de los doctores y los ojos de Eros cubiertos de lágrimas la agonía se desataba en su interior.
— Eros. — dijo en un susurro y el mencionado levantó con rapidez su cabeza, esa misma que tenía apoyada en una de las manos de su esposa.
— Lu. — el joven no lo soporto, el entendimiento bailaba en esos ojos celestes casi azules, la princesa lo sabía, lo intuía, la maldición de los Bach la había alcanzado.
— Él no lloro, Horus ni siquiera dio un respiro en este mundo, ¿verdad? — necesitaba confirmarlo, tenía ese derecho.
— … No lo hizo. — Lucero no quito sus ojos de los de su esposo, en silencio ambos lloraron la muerte de su hijo, uno más resignado q