CAPÍTULO 04

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Tres años después…

Alina apretó los labios en línea recta, señal de su disgusto.

—No puedo creerlo, de verdad —movió la cabeza de un lado a otro—. Esto se me hace muy injusto, señor Nicholson.

—Lo siento, señorita Clark. Usted está en todo su derecho de estar molesta, y mostrar su indignación —la voz de su jefe sonaba comprensiva, mientras la observaba con uno de sus brazos sobre el escritorio antiguo de madera pulida, y con el otro debajo de su barbilla—, pero lamentablemente no podemos hacer nada.

—¿A qué se refiere? —preguntó incrédula— ¿Cómo que no podemos hacer nada?

—Son órdenes de arriba —chasqueó los dientes y se levantó de su sillón de cuero, y caminó hasta el ventanal que iluminaba la amplia estancia, y dándole la espalda, agregó con tono de desaprobación: —Aunque tengamos buenas intenciones, tenemos que seguir una serie de protocolos, y uno de esos es que ambos tenemos un jefe a quien rendirle cuenta —dio un largo suspiro—. Ellos quieren que no nos involucremos.

—Disculpe usted, señor Nicholson —Alina puso las manos en garras—. Mi trabajo es ayudar a los niños a superar alguna dificultad en el aprendizaje —con el dedo índice hizo énfasis sobre la madera pulida—. Algunos problemas de esos pequeños provienen desde su hogar.

—Señorita Clark…

El tono de voz de su jefe era de advertencia, pero ella no le hizo caso.

—Lo que diga el jefe de la zona escolar del distrito, lo considero que un poco doble moralista —dio una respiración cortada—. Tanto, que cruza la raya de lo absurdo.

—Y aunque no lo crea, señorita Clark, estoy de acuerdo con usted.

—No me quedan más palabras para expresar mi enojo, tampoco usted me ayuda a lograrlo.

—Ya le he repetido varias veces en menos de diez minutos, que lamentablemente no podemos hacer nada —el hombre se acarició el puente de la nariz, en señal de que estaba un poco agobiado con el tema—. Nosotros no tenemos jurisdicción sobre estos asuntos.

—¿A quién pertenece entonces? —Alina continuaba presionando.

—A servicios sociales.

—¡Ja! —soltó una risotada cargada de sarcasmo—. Los dos sabemos de sobra que ahí no harán nada, siempre hay alguien que se deja sobornar.

—Debemos confiar en sistema, señorita Clark.

Su jefe no era un hombre tan mayor, por lo que ella sabía estaba a mediados de los cincuenta. Con altura y porte atlético, elegante y hasta podía decirse que en su juventud, pudo ser más que atractivo. Era respetuoso y responsable, lo que hacía que Alina confiara en él.

El señor Peter Nicholson, tenía el mismo tiempo trabajando que ella en el Centro de Aprendizaje de Norton State. Alina comenzó como voluntaria, de esa forma adquiría experiencia en su área de trabajo, por eso inmediatamente que se graduó en la universidad como psicopedagoga, fue reclutada. De eso ya habían pasado cuatro años.

—¿Confía usted, señor Nicholson?

—¡Señorita Clark, por Dios!

—¡Está bien! Al no responder a mi pregunta, me está dando la razón —ella alzó las manos en rendición—. ¿Qué es lo que haremos para ayudar a esa niña?

—Ya otros se encargarán, la pequeña pertenece a una de las familias más poderosas del condado.

—Y por supuesto, uno de los benefactores de este centro, ¿cierto? —replico molesta son jefe inmediato—. No es que me importe mucho, yo lo único que sé es que la niña presenta una regresión en el proceso de aprendizaje a causa de un trauma y usted, al igual que su familia, está contribuyendo a qué no sea tratada a tiempo.

—¡Basta ya! —su jefe le dio un golpe sonoro a la mesa—. Me he cansado de su impertinencia, desde este momento, señorita Clark, queda fuera de su cargo.

—¡¿Qué?!

Aquello fue para Alina, como si le cayera una cubeta de agua fría encima. Pues no era justo lo que estaba pasando en ese momento, la estaban echando por hacer su trabajo. Sin embargo, respiró profundo, irguió los hombros. Miró fijamente al que fue su jefe durante cuatro años, y al cual le tenía un poquito de estima y respeto.

—Usted tiene que tener un límite, señorita Clark —el señor Nicholson se sentó de nuevo en su sillón—. Desde hace algunos meses usted ha pasado por arriba de los protocolos, hasta el punto de entrevistarse con la madre del paciente fuera del centro de aprendizaje.

—¡Por su puesto que lo hice! —exclamó furiosa—. La mujer tampoco hablaba, está también aterrorizada. Sabrá Dios que sucede dentro de las paredes de esa casa, pues no me pueden culpar por querer encontrar la causa del problema de mi paciente.

—Usted lo que ha hecho es tocar los huevos de gente que no debe —él puso las manos sobre el escritorio haciendo un fuerte sonido.

—¿Sabía que esa pareja se estaba divorciando antes de que trajeran a la niña al centro?

—¿Y usted sabía que de la noche a la mañana la mujer retiró la demanda de divorcio?

—La tiene amenazada, esa mujer vive en constante terror psicológico.

—Alina…

Ella abrió mucho los ojos, puesto que cuando hablaba con su jefe en el cafetín para compartir un café o una merienda, eran solo Alina y Peter. Así que eso significaba que quien le iba a hablar era su amigo, no el hombre al cual le rendía cuentas.

—Los matrimonios son complejos, y no puedes ayudar a quien no quiere ser ayudado.

—¿Y eso que tiene que ver con que me acabas de despedir?

—Fuiste hasta la casa de esa familia, era obvio que el esposo quiere arremeter contra este centro de aprendizaje, que sabes que ayuda a muchos niños.

—Es decir, te chantajeo con cerrar el centro si no me despedías, ¿es eso? —soltó una risita y masculló una maldición, digna de un camionero.

Peter aguardó silencio una vez más, y Alina dio un largo suspiro.

—Tenías que sacrificar a alguien y era obvio que tenía que ser yo.

—No quiero que…

—Entiendo, este lugar es importante. Además, que ofrece un servicio social para tantas personas. Pero déjeme decirle, señor Nicholson, —usó de nuevo la distancia— no son soy yo la que está perdiendo, son ustedes que se quedarán sin mí.

—Lo sé, no tiene por qué recordármelo, eres parte fundamental de este sitio.

—No hay más nada que decir —se puso derecha y agregó: —En sus conciencias quedará todo lo que están callando, yo me retiro que pase un buen día.

Dio media vuelta, y salió de la oficina del señor Nicholson dando un portazo.

Se negaba a llorar en frente de sus compañeros de trabajo, quienes sabían lo que había sucedido, porque su discusión se escuchaba afuera de la oficina. Alina caminó hasta su cubículo, y comenzó a recoger sus cosas. En realidad sabía a lo que se estaba arriesgando, cuando decidió hacer algo en el caso de la niña Carson.

Una pequeña de cinco años, que era víctima de la relación tóxica entre sus padres. Ella en los exámenes físicos no presentaba, evidencia de abusos de violencia y sexuales. Simplemente, un día la niña se retrajo y no habló más. Alina sabía muy bien como especialista que en psicopedagogía que era, que ese tipo de retraso en la enseñanza se debía a un trauma. Alertó a sus superiores, y estos no hicieron caso. Si no que al contrario la despidieron, por querer hacer bien su trabajo.

—¿Qué sucedió? —le preguntó Rosi, su compañera de cubículo y que había estudiado con ella en la universidad.

—Me han despedido —respondió con la mirada fija por unos segundos en el monitor de su ordenador, y en su tono de voz reflejaba incredulidad— ¿Qué fue lo que hice mal?

—Te lo dije mil veces, Alina —respondió su amiga furiosa—. Te dije que no te metieras con esa gente, pero tú no haces caso.

Ella solo movió la cabeza de un lado a otro.

—Yo hice lo que tenía que hacer, Rosi —continuó recogiendo, entre ellos algunos dibujos que sus pacientes hicieron para ella—. No creo que haya hecho mal, en sus conciencias quedará lo que pase con niña de ahora en adelante. Por mi parte he terminado con esto.

Terminó de recoger sus cosas, y quedó sorprendida una vez más. Porque cuatro años de su vida en el centro de aprendizaje estaban dentro de una caja mediana.

—¿Qué piensas hacer ahora?

La voz de su compañera de trabajo la sacó de sus pensamientos.

—Eso es lo de menos, sabes que puedo trabajar de cualquier cosa —le sonrió—. Recuerda que no le tengo miedo al trabajo.

Lo dijo, haciendo énfasis en que cuando estaban en vacaciones de la universidad. Ella trabajaba en un local de un amigo de su padre, sirviendo mesas. Eran doce horas de trabajo a tres dólares la hora, y las propinas.

Tomó la caja en sus manos, y caminó con la cabeza erguida por el pasillo. Despidiéndose con un asentimiento de cabeza de cada uno de sus compañeros de trabajo. Algunos, como Rosi, estaban trabajando ahí desde que eran unos voluntarios asignados por la universidad.

Al llegar al estacionamiento abrió la cajuela de su FIAT 500 Lounge color rojo y lanzó la caja con sus cosas. De nuevo respiró profundamente al cerrar y se limpió una lágrima solitaria que rodó por su mejilla.

«No es el fin del mundo, Alina», se dio ánimos.

Apenas eran las ocho y cincuenta de la mañana del día lunes, no quería regresar a casa. Al menos no por el momento, no quería tener que dar explicaciones de por qué la habían echado del trabajo.

Alina vivía en la cochera de la casa de su prima Helen y su esposo, Richard, que para ganarse un ingreso extra habían convertido en un pequeño apartamento tipo estudio con todas las comodidades. Tenían dos niños, una niña de siete años, llamada Claudia, un varón de cuatro llamado, Jonathan, y un tercero que le faltaban pocas semanas para nacer y que no querían saber el sexo, solo si estaba saludable o no.

Sin embargo; decidió ir a casa porque no podía gastar mucho en gasolina desde ese momento. Ya que no sabía cuanto tiempo estaría sin trabajar.

—¡Mierda! ¡Qué suerte tengo! —exclamó dentro del vehículo.

Pues, cuando iba llegando su prima Helen también lo estaba haciendo. Esta se bajó de su auto con el ceño fruncido mirando hacia ella.

—¿Te sientes bien? —le preguntó desde lejos— ¿Tienes algún virus?

Aunque las preguntas fueron un poco chocantes, Alina le entendió. Estaba embarazada, tenía que cuidarse. Pero en ese momento no quería hablar con nadie.

—Te cuento más tarde, y puedes estar tranquila… No te preocupes, que no tengo ningún virus.

Fue lo único que le respondió bajando del auto, y dirigiéndose a su apartamento.

Al abrir la puerta, rompió a llorar por la indignación. Sacudió la cabeza en negación.

—¡No es justo! —exclamó entre llantos— ¡No me lo merezco!

Se quitó las zapatillas, y fue caminando descalza hasta su habitación. Se tiró en la cama y comenzó a llorar hasta que todo se quedó en silencio y sus ojos se cerraron.

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