El Peligro de Amarte
El Peligro de Amarte
Por: Flor M. Urdaneta
Capítulo 1

Esa mañana no parecía diferente a las anteriores, todo transcurrió de la misma forma, me levanté a las seis de la mañana, tomé una ducha, me puse unos pantalones cortos, una camiseta y mis botas de montaña; bajé las escaleras y saludé a papá con un beso en el costado de su cabeza, estaba sentado en una silla frente a la mesa del comedor de la cocina leyendo la prensa. Hice café, preparé el desayuno –huevos, tocino y pan tostado– y serví todo en dos platos. Desde que mamá murió, a causa de una afección cardíaca cuando yo tenía ocho años, esa había sido nuestra rutina, con la diferencia de que antes él cocinaba para mí, y en lugar de ir a trabajar, asistía a la escuela. Pero las cosas habían cambiado mucho en los últimos años.

—Gracias, cariño —dijo mi padre con un guiño y luego comenzó a comer.

Papá no lo notó, pero mis ojos se quedaron sobre él por varios minutos, apreciando con nostalgia que se hacía cada vez mayor. Él siempre fue un hombre fuerte, pero cuando cumplió los setenta y cinco años, su cuerpo comenzó a pasarle factura por todo el esfuerzo al que lo había sometido a lo largo de los años. Su cabello, antes negro, se llenó de canas, al igual que su bigote y barba; arrugas profundas marcaron su ceño, debajo de sus ojos grises y en la comisura de sus labios finos. Y ahora, cuando sostenía su taza de café –esa que tenía una rotura en el borde pero que por nada del mundo cambiaría porque fue un regalo de mamá– su mano temblaba.

—Estaba pensando en contratar a un nuevo mecánico. ¿Qué opinas? —pregunté para que se siguiera sintiendo parte del taller que levantó con esmero, pero que tuvo que dejar un año atrás a causa de artritis degenerativa que afectó severamente sus manos.

—Suerte con eso —dijo entre risas.

—Sí, sí, sé que nadie estará a tu nivel, pero necesito un poco de ayuda.

—Entonces prepárate para enseñar, muñeca, porque nadie en West es tan bueno como yo, o tú. —Volvió a reír. Esa era su mayor cualidad, encontrar en cualquier cosa un motivo para reír. Yo era más seria, aunque él trató por años de que no lo fuera, pero era luchar contra la corriente, mi carácter lo heredé de mamá y nadie puede cambiar la genética.

—¿Yo enseñando? —reí a manera de burla—. Creo que querrás ver eso.

—Puedes hacerlo, solo tienes que recordar cómo lo hice contigo. Hubo un tiempo en el que no sabías ni sostener una llave ¿recuerdas?

Asentí con una sonrisa. Tenía diez años cuando me llevó a su taller para enseñarme lo que hacía. Lo había visto muchas veces lleno de grasa y con la cabeza metida en un auto, pero esa vez no sería una simple espectadora, él quería que aprendiera. A partir de ese día, al salir de clases, lo ayudaba en el taller; primero, pasándole las herramientas, pero poco a poco fui aprendiendo y, a mis diecisiete años, era capaz de diagnosticar y reparar cualquier tipo de motor.

—Es distinto, papá, tú debías ser paciente conmigo por ser tu hija, pero no sé, sabes que yo soy demasiado… volátil. Así que, por el bien de todos, contrataré a alguien que sepa cuál llave usar y no a un aprendiz.

—Me gusta tu optimismo. —Se estaba burlando.

—Lo que sea —dije entre dientes—. Bien, volveré al mediodía para que almorcemos juntos. Te amo, papá.

—Yo más a ti, muñeca. Cuídate.

Le di un beso en la mejilla y salí de la cocina.

Hasta ese momento, todo seguía en el rango de lo normal, pero cuando puse un pie en el pórtico y vi a un sujeto sin camisa abriendo la puerta del garaje de la casa del frente –una que estuvo abandonada los últimos diez años–, mi mañana rutinaria dio un vuelco. ¿Quién era él y qué hacía ahí? No había escuchado que alguien hubiera comprado esa propiedad. Y créanme, en West –y más en nuestro vecindario– los chismes volaban. El hombre era alto, de cabello rubio y con grandes músculos que marcaban sus brazos, espalda y trasero. Sí, ese último lo pude apreciar muy bien a través de sus jeans gastados mientras caminaba al interior del garaje. No alcancé a ver su rostro, y menos su pecho, uno que imaginé esculpido como el resto de su cuerpo, pero ese sujeto desconocido sin duda llamó mi atención, algo incorrecto para una mujer que tenía un novio del que estaba enamorada y quien físicamente no tenía nada que envidiarle al vecino misterioso. Aarón era marine y estaba sirviendo a los Estados Unidos en Afganistán. Para esa fecha, tenía casi un año sin verlo, pero esperaba que volviera a casa pronto.

Cuando la distancia me impidió mirar más allá, abandoné el pórtico, me subí a la Ford F-100 del año 61 estacionada frente a mi casa y la encendí sin problemas. La vieja camioneta conservaba el motor original y nunca fallaba, había pertenecido a mi padre desde antes de que yo naciera y siempre la cuidó muy bien, ahora era mi turno de hacerlo. Di marcha atrás y giré a la derecha para tomar la carretera principal, pero el sonido de un motor intentando ser encendido me sedujo como polilla a un farol. Era como música para mis oídos. Me estacioné a un costado de la calle, me bajé y caminé hasta el garaje de donde provenía el sonido.

—Es un gran auto el que tienes aquí. —Le dije al desconocido, asomándome por la ventanilla del copiloto. Era un Ford Torino negro del año 72 y estaba en perfectas condiciones de pintura y latonería. Por la capa de polvo que cubría el techo y el capó, asumí que estuvo guardado mucho tiempo en ese garaje. El sujeto apartó la mano de la llave y me miró disgustado. Tenía expresivos ojos celestes, cabello rubio cenizo cortado al ras, como un militar; labios rosados y simétricos –que sin duda serían generosos al besar–, pectorales fuertes, como dos rocas sólidas, y un abdomen delineado con un perfecto six-pack. Imaginé mis dedos recorriendo sus grietas y descubriendo si más al sur había otro perfecto gran paquete por apreciar.

¿Qué carajos me pasa? No se supone que deba tener estos pensamientos eróticos por un hombre que ni conozco, y menos teniendo novio.

—¿Qué haces aquí? —gruñó de mal humor.

Volví mi mirada a sus ojos y, lo que vi, me intimidó lo suficiente para pensar que fue una muy mala idea entrar ahí. Él tenía derecho a enojarse, irrumpí en su propiedad sin pedir permiso.

—Pensé que querías una mano—contesté sin inmutarme. Él podía mirarme como le diera la gana, pero no por eso correría como una niña asustada. Yo era de todo menos cobarde.

—¿Tú, ayudarme? —bufó—. ¿Acaso sabes cómo luce un motor?

Sonreí con suficiencia. El jodido machista no sabía con quién se había metido.

—Asumiendo que este auto estuvo guardado por una década, y que conserva el motor V6 de siete litros, necesita un cambio de aceite, verificar el filtro del carburador, recargar la batería y llenar el tanque de gasolina. Y por lo que veo, lo único que has hecho es meter la llave en el switch e intentar prenderlo ¿o me equivoco?

El sujeto arqueó las cejas y separó los labios para contestar quién sabe qué, pero lo detuve.

—No lo digas, sé que tengo razón y que acabo de pisotear tu jodido ego. —Di media vuelta y comencé a caminar hacia el exterior del garaje con una sonrisa presuntuosa dibujada mis labios. Si había algo que me gustaba era humillar a hombres de su tipo. Había lidiado con muchos de su clase a lo largo de los años y sabía muy bien cómo demostrar que una mujer podía saber tanto o más de motores que un hombre.

—¡Espera! —gritó, bajándose del auto y cerrando la puerta con un azote fuerte que me dolió como si hubiera sido yo la golpeada. ¿Acaso no sabía que ese era un clásico por el que cualquiera mataría?

Me detuve y me giré hacia él, viéndolo caminar hacia mí como si lo hiciera en cámara lenta. Su andar era sexy, masculino, malditamente seductor... Y por si fuera poco, estaba esa intensa mirada que me atraía y repelía la vez. No sabía si aquella atracción se debía al tiempo de abstinencia al que me había sometido la ausencia de Aarón, o si esa mañana en particular mis hormonas decidieron volverse locas, pero sin duda mi vecino me gustaba mucho.

—Creo que te conozco —dijo cuando estaba a cinco pasos de mí. Su voz coincidía con su aspecto, era fuerte y poderosa como los músculos que ostentaba, esos que se habían llenado de polvo y que quería limpiar con mi lengua.

¡Dios, Audrey! En serio. ¿Qué m****a pasa contigo hoy?

—¿¡Ah, sí!? Espero que no me salgas con el viejo chiste de que soy Scarlet Johansson porque te juro que patearé tu culo. —No bromeaba.

—No, tú eres Audrey Gunnar, la hija de Jace —aseveró con una casi sonrisa que se esfumó cuando lo miré con el ceño fruncido.

—¿Quién eres tú?

¿Cómo sabe quién soy, si yo no lo conozco a él?

Bueno, tal vez alguien le habló de la rubia del taller Gunnar, era la única mecánica en West.

—Soy Noah Cohen —respondió con severidad. Sabía muy bien la razón, su nombre era sinónimo de peligro y nadie en West lo quería de vuelta, de eso no tenía dudas. ¿Cómo no me di cuenta antes de que era él? ¿Estaba tan deslumbrada con su físico que olvidé por completo al chico de ojos claros que vivía en esa casa?

—No-Noah ¿Cu-cuándo…? —balbuceé. Sí, yo no era cobarde, pero nunca me había enfrentado a un brutal asesino cara a cara.

Noah se rio sin gracia y sacudió la cabeza en negación.

—¿Por qué entraste aquí si me temes? —preguntó enfocando sus ojos en los míos, provocando que el miedo se disparara en mi corazón y acelerara mis pulsaciones.

—No sabía que eras tú —respondí sin fallar esa vez. Estaba determinada a demostrarle que no lo tenía miedo, aunque lo hacía—. Tenía trece años cuando todo pasó, has cambiado —añadí.     

—Sí, tú también. —Me miró de arriba abajo, apreciando cada parte de mi cuerpo; y sin importarme que supiera quién era él, el deseo se avivó en mí, como si sus ojos irradiaran fuego con el poder de calentarme sin necesidad de ser tocada.

—¿Crees que soy inocente o culpable? —indagó, cerrando la distancia entre los dos, empotrándome contra una pared del garaje y su cuerpo.

Mi respiración se aceleró, provocando que mi pecho se inflara y desinflara a un ritmo frenético, no supe si por el miedo o por el deseo, porque ambos corrían en mi torrente sanguíneo a la vez.

—Déjame ir o te lastimaré —amenacé. Sabía qué hacer para defenderme; ningún hombre, por muy grande que fuera, iba a someterme. Liberarme sería fácil, pero por muy enfermo que esto suene, su sometimiento me resultaba placentero.

—¿Culpable o inocente, Audrey? —insistió sin apartar su gélida mirada de mí. Y no, no por el color de sus ojos, sino por la carencia de sentimientos en ellos.

—No lo sé —respondí con la verdad. Todos decían que era culpable, pero yo no estaba segura. Noah siempre me pareció un chico dulce, cuidaba de su mamá y trabajaba duro para mantener su casa y llevar comida a su mesa cada día. ¿Cómo era capaz alguien así de asesinar a su novia de una forma tan violenta?

—Sí lo hice, asesiné a Dess con mis manos y luego la colgué del techo para que pareciera un suicidio. Fue fácil, no se resistió, solo… puse mis manos en su cuello así —Rodeó mi garganta con sus largos dedos, pero mantuvo libres mis extremidades. Podía levantar la rodilla y golpear su ingle para inmovilizarlo, pero no lo hice porque sabía que él no me lastimaría. La forma en la que me sujetaba no era dominante—, y lo apreté con fuerza mientras la follaba hasta que dejó de respirar

—¿Por qué lo hiciste? —dije sin ninguna dificultad ni temor. Él estaba mintiendo, su lenguaje corporal me lo decía, y también su mirada. Ahí no había odio ni malicia, aunque sí rencor.

Su aliento se cruzaba con el mío entre respiraciones y el deseo de probar mi teoría, en cuanto a lo generosos que serían sus labios al besar, crecía con indecorosa ansiedad.

—Porque que quise —respondió antes de liberarme. Todo mi sistema estaba sobrecalentado como un radiador sediento por agua, y Noah era el vital líquido que mi cuerpo estaba ansiando. Aquel anhelo era ilógico e irracional, pero era irrebatible—. No vuelvas a entrar aquí —advirtió mientras caminaba de regreso a su auto.

—¡No la mataste! —grité desde la pared, donde seguía aplastada como insecto.

Noah se giró y me miró con los ojos entrecerrados. Esa era yo, jugando con fuego. No, mejor dicho, bailando sobre él.

—Sí lo hice, y te mataré a ti también si sigues jodiendo mi paciencia —amenazó con las manos empuñadas, marcando gruesas venas en los dorsos y en sus antebrazos.

—Tendrás que hacer más que amenazarme y sostenerme contra una pared para que te tenga miedo —espeté dando pasos seguros hacia él. No tenía idea de por qué lo hacía, pero ese era uno de mis grandes defectos, me gustaba el peligro, era mi adrenalina.

—Lárgate de mi propiedad, maldita sea —apuntó su dedo índice hacia fuera, su brazo temblaba.

—Y si no ¿qué harás? —Lo reté. Me acercaba a las flamas y estaba empapada en gasolina; un poco más, y me quemaría en el infierno que yo misma estaba desatando.

—Bajaré tus pantalones cortos junto con tus bragas y te follaré contra el maletero de mi jodido auto.

¿Pero quién m****a se creía? Nadie me hablaba así y él no sería el primero.

—¿Y apretarás mi cuello hasta que muera? —dije con ironía.

—Vete de aquí. ¡Vete de aquí ahora! —gritó, dándole puñetazos a la pared, atravesándola. Parecía una bestia.

—¿Audrey? —me llamó papá desde el pórtico de nuestra casa—. ¡Audrey! ¿Estás bien?

—¡Mierda! —murmuré antes de salir corriendo del garaje de Noah.

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