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Cuando Enza escuchó el sonido ronco en la voz del jeque, no pudo evitar sentir una emoción cercana a la alegría, ya que tenía la sensación de ser la única mujer que le hacía experimentar un deseo indescriptible. Sus labios contra los suyos se volvían cada vez más exigentes. Sujetó su rostro con ambas manos y continuó besándola implacablemente. Enza sintió que su corazón se aceleraba mientras una cálida excitación ya irradiaba desde su vientre inferior. Los labios imperiosos del jeque abandonaron su boca para recorrer su barbilla y su cuello.

Abordada por una tormenta de sensaciones indescriptibles, Enza inclinó la cabeza hacia atrás, su respiración cada vez más errática. En ese preciso momento, no quería pensar, solo saborear, aprender y finalmente vivir para sí misma. Con un gesto nervioso, Enza puso su mano en su hombro para contenerse, pero cuando se enderezó, colocó su mano en su nuca, obligándola a levantar la cabeza. En sus ojos oscuros, Enza vio un destello ardiente que le hizo
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