Mi resfriado tardó casi una semana en curarse, y apenas me recuperé. Mateo apareció frente a mí con las mejillas encendidas.Sus ojos miraron a la izquierda, luego a la derecha, pero nunca a mí; su voz era tan baja que apenas se oía:—Lo que hiciste conmigo la otra vez… ¿Podemos repetirlo?Me quedé atónita, y enseguida enterré la cara bajo la manta, ardiendo de vergüenza.Su tono se tornó un poco ansioso:—Lo que me transformó fue un accidente, no sé por qué pasó, pero te prometo que no ocurrirá otra vez.—¡No lo digas más! —exclamé, soltó de golpe para taparle la boca, con el rostro en llamas.Pero al acercarme, Mateo me abrazó con los ojos brillantes y, con un tirón ya muy familiar, desgarró mi ropa otra vez.Lancé un lamento interno: esa ropa era carísima, casi nunca me la ponía, y la primera vez que me la ponía, él me la destrozaba.En seguida ya no tuve tiempo de pensar sobre la ropa. Mateo me frotaba como un cachorro, y el cambio de su cintura era evidente a simple vista.—Lilian
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