De pie

Narra: El Fugitivo, presente.

Por lo que parece, había logrado escaparme esta vez.

Siempre había intentado esto y nunca salía a la perfección, hoy al parecer fue diferente. Decidí que ninguna vida valía más que la mía. Sobre todo cuando solo se trataban de Enkhos. Ellos no valían, estaban muertos. Yo merecía vivir. Seguir con vida. Salir. Volver a sentir todo lo que perdí durante años, esa era mi justificación mientras observaba como aquellas enormes rocas se alzaban y parecían alcanzar el mismo cielo y que al mismo tiempo dentro de aquella cumbre era el mismo infierno en la tierra, se iba quedando atrás.

Me había escabullido lo más rápido que pude, pero con mi estado actual no creo que hubiera logrado llegar, no supe lo que me mantenía de pie, saber que ella había logrado hacerle daño al enemigo me daba fuerzas; como si fuera la motivación que había perdido hace mucho. No podía perder contra ella. Se suponía que había nacido yo para su protección. Nada debía hacerme daño pero había permanecido trece largos años cautivo, sin ver la luz de un sol luminoso, sin la caricia de la suave brisa, sin el calor de una fogata, sin el sabor de una buena comida y la plática de un buen compañero, olvidado del mundo.

Sólo.

Remé hasta cansarme, hasta que sentí cada fibra de mis músculos tensarse, doblarse y deshacerse en un río sangriento. La neblina cubría esa solitaria y horrible isla que quedaba ya muy lejos. La miré una última vez, y recordé que cuando él me trajo se había sentido como si fuera una de esas islas de la muerte y en efecto, lo fue. Todos los gritos que oí por años, los experimentos que realizaba, las tormentas que desataba y esa horrible e inolvidable risa diabólica, se quedaba atrás.

 Y ahora estaba viéndola desaparecer e internarme en la libertad o a la perdición.

— ¿Dónde estoy? —Me pregunté viendo hacia el frente, lo que había era un océano vasto, azul, enorme, no parecía tener fin y el sol, su calor me envolvió hasta hacerme sentir vivo, la brisa soplaba y hacia que mi cabello se meciera a su son.

Me sentí por primera vez, feliz.

Era libre. Sin embargo, haber permanecido oculto bajo el mundo tanto tiempo, hizo que sintiera temor por todo; no sabía dónde estaba o a qué lugar dirigirme, estaba solo, sin nadie, porque para todo el mundo yo estaba muerto, y quizá también para la esperanza. No había un lugar a donde ir, o a alguien que me esperara con ansias.

«Vaya, esto me pone mal» pensé, pero en realidad lo que me ponía mal era la falta de alimento. Me miré los pies, los huesos resaltaban sobre mi pálida pero mugrosa piel, los callos que sangraban, mi andrajoso tejano que llegaba casi a mis rodillas, mis manos, manchados de sangre por bajar las rocosas montañas y mi enorme playera que antes fue blanca. Observé mi reflejo con el agua azul, mi barba cubría la mayor parte de mi rostro, mis ojos parecían enfermos, tenía, en aquel reflejo, unos cuarenta años. Miré hacia el frente, todo estaba en silencio. La brisa dejó de soplar, y las aguas se calmaron.

 Y el sol me castigó de la peor forma.

Remé, remé hasta que mis brazos se cayeron solos y mis ganas de vivir se agotaron, tenía sed; no recordaba lo que el sol podía hacer con los hombres en el mar. Me moría, apenas podía moverme, y justo cuando el último pez volador se cruzó por mi bote, decidí usar un poco del poder. Y me lo comí crudo. Parecía ser aquel horrible ser del que mi padre me contaba en ese cuento, un monstruo literario llamado Gollum.

Sin duda, para un muerto de hambre, esto había sido la mejor comida que hube probado en mi vida.

Al caer la noche, apenas podía soportar el frío, y me pregunté mientras veía las estrellas en el firmamento ¿Qué es lo que queremos? No soportamos el sol pero tampoco el frío. Era una cuestión lógica, mi cerebro se marchitaba. Me había costado tanto haber escapado que ahora no podía mover un solo dedo, y pensaba que si cerraba los ojos podría amanecer de nuevo en aquellas oscuras y húmedas cuevas en las que él me tenía…

Sin haberme dado cuenta, me quedé dormido, desmayado o casi muerto y lo único que pude oír fueron:

—Hey, tío, ¿estás bien? —Apenas abrí los ojos, el sol me dañó las pupilas e hice un esfuerzo para cubrirme el rostro.

Era un marino, de no supe dónde, pero era uno, estaba en su barco, muchos de ellos me veían con rostros de asombro, no podía articular palabra, tenía la garganta seca y el cuerpo de un anciano.

— ¿Sabéis quien sois? —Me cuestionó de nuevo aquel apuesto muchacho de ojos azules y cabello negro. Era quizá de mi edad, solo que yo estaba deteriorado, muy deteriorado. Tenía la sensación de querer romperme a llorar por la suerte que el destino me había regalado. No obstante, lo que más tenía era miedo, de aquel miedo que te carcome el alma poco a poco.

—Walker —fue lo que acudió a mis labios—. Soy un Walker…, y un Walker es buscado por El Duque… No puedo permitir que se sepa de mí… no.

Y sucumbí ante la inminente oscuridad que me guardaba en sus brazos en un profundo estupor. Porque en ella me sentía seguro, protegido, en la oscuridad encontraba cierta paz y nada de preguntas que me hicieran estremecer y marchitarme. En ella hallaba un alivio a mi alma.

Desperté dentro de una cómoda cabina. Me atendía el mismo apuesto muchacho, quien me veía con lástima cuando por fin abrí los ojos. Sentía las mejillas frescas y al mismo tiempo muy lastimadas.

—Vaya, habéis despertado. —Observó y prosiguió poniéndome al tanto— Dos días inconsciente.

La confianza con la que hablaba era envidiable, en cambio yo no sabía si hablar o no. Podía ser solo una de las miles de ilusiones que El Duque creaba para mantenerme quieto. Tenía miedo, de hablar, de moverme.

—No temas. ¿Vale? —Se dio la vuelta para tomar unas prendas y me las tendió sin hacer una mueca por el olor que expedía, sabía que tenía un hedor insoportable, todos lo teníamos cuando se nos niega todo—. Toma, debes haber estado perdido y mis hermanos dicen no soportar el hedor. Por mi parte, no puedo deciros nada sin saber qué ha pasado con vos.

La tomé sin decir nada, era español, le daba gracias a Dios entender su idioma. Miré la prenda y él me señaló el pasillo donde estaba el baño, fui dando traspiés. Me duché tres veces hasta que el agua quedara clara. Me puse las ropas, estaba terriblemente delgado. Y para mi sorpresa, aquel joven me esperaba en aquella cómoda en la que volví.

—Ahora se ve presentable —dijo, me había peinado la barba de celta que tenía.

—N-no sé cómo agradecerle, su hospitalidad, todo —mi madre me había enseñado que siempre debíamos ser agradecidos con aquellas personas que te ayudaban con lo mucho o poco que tenían.

Y sentirse limpio, sin los kilos de suciedad que cargaba encima era la gloria.

—No agradezca nada, señor…

Tragué.

—Oí deciros… ¿Walker?

—Warner —despabilé—. James Warner. Ese es mi nombre, sí. Así me llamo.

—Un gusto, Augusto Montalva. Segundo en mando de la Sirena Dorada, un barco de intercambio industrial.

— ¿Y dónde estamos? —inquirí para no sentirme incómodo.

—En el Atlántico. Nos dirigimos a Londres.

Nunca había viajado a Londres, ni siquiera había tomado clases de Historia para al menos saber cómo eran o bien, comenzaba a ponerme paranoico que pensaba que se trataban seres de otro planeta. Tenía que relajarme, yo debía ir a Leesburg, no ir a darle la vuelta al mundo. Pero también necesitaba dejar atrás al enemigo.

— ¿Cuándo llegaremos? —Decidí preguntar viendo por la pequeña y redonda ventanilla.

—En dos días arribaremos al puerto. ¿Gustas que te dejemos en algún lado?

—Lo que me gustaría es volver.

— ¿A dónde te dirigías? Si no es mucha intromisión —preguntó, Augusto tendría unos veinte y tantos años como para ser segundo en jefe, aunque viendo bien, había pasado más de una década en el encierro.

Pero eso no lo debía saber nadie, así que debía inventar algo urgentemente.

—Me-me, viajaba con… con mis amigos y nuestro yate se incendió, nos perdimos… no recuerdo nada.

— ¿Y eso cuando fue? Porque tío, ese aspecto es de que nunca viste la luz del sol y vuestros ojos… —entrecerró sus ojos para ver bien los míos—, son algo extraños.

Tragué, uno de mi clase no debía estar fuera de nuestro mundo. 

—Perdí la cuenta, abril, creo que fue… —parpadeé para que no me siguiera viendo los ojos, tal vez por su extraño color lila apagado por la falta de uso, entrenamiento y la falta de la luz del sol. Por ser expuesto ante uno y otro experimento— y padezco el síndrome de Alejandría.

Recordé a Elizabeth Taylor.

—Oh, vaya amigo, si eso fue hace seis meses. Con razón ese aspecto y la barba, ¿Quieres una navaja para cortarla?

Mi aspecto desde luego era desfavorable.

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