Capítulo 4

¿Rebelión? Estás totalmente paranoico, papá. Eso o todo había sido una excusa para enviarlo allí a morir.

     Tanto hombres como niños y mujeres trabajaban sin parar; rompían la roca sobre la que estaban parados, con las palas, o usaban las picas para destruir las paredes de las que se desprendían trozos no muy pequeños. No le extrañaba que la gente muriese aplastada con frecuencia; no parecía importarles el peligro que corrían. Lo único que hacían además de trabajar era, cada tanto, echar una mirada al gran hueco que permitía el paso de la luz y por el cual se oían las voces de los guardias.

     -¡Eh!- susurró una voz, en medio de todo el estruendo. Enxo miró a su alrededor, mareado y con ganas de vomitar- ¡No te quedes ahí parado!

     Un niño, a unos pocos pasos, lo observaba sin dejar de cavar, aparentemente preocupado. Él lo miró de arriba abajo con las cejas ligeramente alzadas, sorprendido; era un mestizo de tez clara y ojos grises, bajo de estatura, de aproximadamente unos ¿siete?, ¿ocho años? No tenía la mirada del resto, no parecía un muerto vivo. Pero tampoco parecía un niño, si lo miraba fijamente a sus ojos nerviosos.

     -Se enojarán si te ven- volvió a susurrar, lo suficientemente fuerte como para que él pudiera oírlo, mirando discretamente al hoyo sobre sus cabezas.

     Extrañado y un tanto reacio, se colocó a un lado del niño y comenzó a clavar la pala en la tierra, sin muchas ganas. El mocoso, que lo observaba, negó con la cabeza y continuó cavando el doble de rápido de lo que cavaba él. ¿Qué se suponía que estaban buscando? Conux, sabía que buscaban conux, lo que no tenía ni idea era de cómo distinguir el metal entre tanta piedra.

     -Eres nuevo ¿verdad?

     Enxo no respondió, estaba cada vez más furioso. Lo habían arrastrado hasta allí, a él, al príncipe y lo habían hecho caminar bajo el sol durante una hora, encadenado; lo habían vestido con ropas de plebeyo que ahora estaban sucias y apestaban; lo habían golpeado y lo habían arrojado por el agujero como si fuese un objeto; le habían dejado caer una pala encima, que podría haberlo matado; lo hacían trabajar entre personas de afuera que ni siquiera parecían vivos; lo obligaban a cavar y, encima, debía soportar que un mocoso mestizo le hiciera preguntas. No era una persona que estallara fácilmente, pero los rencores los sabía guardar, y siempre cobraba sus deudas.

     - Pareces nuevo. En los dos años que llevo aquí jamás te he visto. ¿Eres cosseno?

     Gruñó mientras empujaba la pala hacia abajo, en un esfuerzo por romper la piedra. ¿Cuánto tiempo tendría que estar allí, cavando, buscando algo que no sabía distinguir? Comenzaba a darle hambre; toda esa situación se le hacía irreal, una pesadilla. En cualquier momento despertaría y estaría en el castillo, le servirían el desayuno, iría a cazar o a jugar naipes en algún bar de la ciudad, a cortejar a alguna joven no muy difícil de convencer, a la noche cenaría en abundancia y luego disfrutaría de quien fuese que hubiera logrado conseguir para compartir la cama. Negó con la cabeza y dio otro golpe con la pala, furioso. Papá, voy a matarte.

     -¿No hablas mucho? No hay mucho más para hacer aquí, además de trabajar. Si no compartes con los demás terminas así, como ellos- continuó el niño, señalando a su alrededor a la gente que trabajaba automáticamente sin siquiera pensar. No voy a terminar así. No voy a terminar de ninguna manera porque no estaré aquí mucho tiempo, porque soy el maldito príncipe de este maldito reino-. Eso decía mi papá, por lo menos.

     Y el niño siguió cavando. Enxo lo observó de reojo, indiferente, y enseguida lo imitó, reprimiendo con rabia su curiosidad. ¿Cómo había sobrevivido alguien tan pequeño en un lugar así, solo? Era del otro lado del muro y allí la gente no era gente, las personas no eran personas; por muy niño que pareciese, por muy inocente y charlatán, era igual de repugnante que todos los demás. Estaban sucios, apestaban, y debían tener la capacidad mental de un pájaro para haber dejado que los metieran en un lugar así. Reprimió la milésima maldición del día.

     -¿Tus padres están vivos?- volvió al ataque, sin el mínimo tacto, mirándolo con curiosidad. Enxo detuvo un momento el trabajo, miró sus grandes ojos grises y sintió cómo la rabia que había estado acumulando todo el día disminuía contra su voluntad.

     -Mi padre- y morirá pronto, el muy bastardo.

     -¿Qué le pasó a tu madre?- preguntó enseguida el niño, entusiasmado ante la primera respuesta que conseguía, por escueta que fuese. Pero ¿qué era eso? ¿Un interrogatorio? No iba a contarle su vida a un niño. Y mucho menos a un niño que olía como ese. ¿No se bañaban allí?-La mía murió poco después de que llegásemos aquí. Vinimos los tres juntos. Ella tenía miedo de que muriera si me dejaba solo en casa, ya sabes; uno no puede andar tranquilamente por las calles, mucho menos un niño solo. Tampoco quería que me convirtiera en un ladrón. Así que me trajeron con ellos y al poco tiempo murió de alguna enfermedad, eso me dijeron. De pronto tenía manchas en la piel, y tosía… La sacaron antes de que contagiase a nadie. Yo…

     -Niño- interrumpió, deteniendo un momento su pala para limpiarse el sudor del rostro.

     -¿Sí?

     -Cállate.

     Y retomó su tarea con un suspiro. Comenzaba a sentir ya los primeros signos de cansancio y el estómago le rugía. Tenía sed, también. ¿Cuándo comía toda esa gente? Deberían haberle dado un banquete antes de mandarlo allí. El mocoso lo observó con sus ojos grandes, inexpresivo, y siguió cavando en silencio. Por un minuto.

     -Ren- corrigió al cabo, y Enxo suspiró-. Mi nombre es Ren. ¿Cuál es el tuyo?

     Para ti, Su Alteza.

     -Enxo- se sorprendió respondiendo. El niño sonrió y, alentado, continuó haciendo preguntas.

     -¿Y a tu padre no lo han enviado aquí?

     -¿A qué hora come la gente?- preguntó, ignorándolo; si estaba obligado a hablar con el mocoso, al menos podía usarlo para algo útil.

     -¿Hora? Cuando el sol da justo ahí- respondió, señalando el hueco. Como si temiera que alguien se asomara y lo regañara, retomó el trabajo con ambas manos, más deprisa que antes, sacando fuerzas quién sabe de dónde-. No falta mucho. Arrojan la comida por el agujero grande.

     Enxo miró hacia la luz y se imaginó comida cayendo sobre la gente; parecían capaces de ignorarla y continuar trabajando, cavando hasta morir. El niño lo observaba y volvió a negar con la cabeza.

     -No ese agujero. El agujero grande. Cuando suene la campana irán todos hacia allí, yo te guiaré- prometió con una sonrisa optimista, sin dejar de mover la pala.

     Si los demás parecían muertos, ese mocoso tenía vida en exceso, suficiente para repartir a todos. Y aliento, también. Enxo se preguntó qué porquería les darían de comer y su estómago se revolvió primero para después gruñir una vez más. No estaba acostumbrado a pasar hambre, de más está decirlo. Ni a trabajar. Ni a sudar, ni a vestir como plebeyo, ni a oler como plebeyo, ni… Por dios, quería ir a casa.

     -¿Por qué llegaste aquí después que el resto?- preguntó, en un tono más solemne pero libre de prejuicios- ¿Hiciste algo malo?

     Enxo retomó su silencio. Sin embargo, escuchar al niño ya no lo irritaba; su voz infantil y su tono charlatán eran sonidos casi relajantes si no les prestaba demasiada atención. De cualquier manera, no tenía respuesta a la pregunta que acababa de hacerle.

     -Papá dice que las personas que hacen cosas malas no siempre son malas personas. Que, a veces, lo malo es cómo vivimos todos y que cada uno de nosotros tiene parte de la responsabilidad de las cosas que hacen quienes hacen cosas malas. Así que no te preocupes si hiciste algo malo, no pareces una mala persona. Un poco silencioso, tal vez- dijo, arrugando la nariz como si eso fuera para él un defecto horrible- pero no malo. La gente realmente mala está dentro del muro. Eso dice papá.

     Enxo contuvo una sonrisa irónica mientras se esforzaba por no detenerse a descansar. Había encontrado el primer signo de rebelión que el rey tanto temía, esa rebelión que lo había mandado a detener, en un niño de ocho años. Tenía ganas de reír. Su estómago rugió de nuevo.

     -¿Y dónde está tu padre ahora?- preguntó, pensando en que, si realmente iba por ahí diciendo cosas como esas, tendría que hacer que lo mataran. Pero el semblante del niño cambió por completo y todo su optimismo pareció venirse abajo; incluso dejó de cavar por un momento mientras clavaba sus ojos en el piso. Se mantuvo en silencio unos segundos y Enxo llegó a creer que no contestaría; tal vez fuera mejor.

     -Está aquí, pero… Iba a decírtelo luego- dijo y retomó su trabajo con una mirada culpable y triste- No pienses que estoy hablando contigo porque necesito tu ayuda. Los demás ya se han cansado de mí y me siento solo, y tú pareces un tipo gracioso…-¿un tipo gracioso?- Y te hubiera hablado de todos modos. Pero necesito una cosa y nadie me quiere escuchar. Ya sabes, todos tienen miedo aquí y si se enteraran los guardias… Pero ¿podría pedirte un…?

     -No- lo cortó, sin dejarlo terminar. Él no daba nada gratis. No había nada que un mocoso como él pudiera ofrecerle a cambio y, si se molestaba y dejaba de hablarle, tanto mejor. Lo oyó suspirar, por debajo del sonido que hacían las palas al romper la roca.

     -Lo imaginaba. Lo siento. Mi papá es lo único que me queda y… y yo no puedo…- las lágrimas comenzaron a caer por su rostro en silencio, sin que eso le impidiera continuar cavando. A su izquierda, una mujer petisa y redondita pareció hallar algo que se limitó a esconder en su bolsillo para luego seguir trabajando como si nada hubiera sucedido. Enxo intentó mirar, pero el rostro del mocoso tratando de contener el llanto lo distraía. Y lo ponía nervioso, insólitamente nervioso- Siempre hablaba conmigo, no sólo como un padre; él era…mi único amigo. Y yo el suyo. Se esforzó tanto para cuidarme cuando murió mamá, y ahora yo no puedo hacer nada por él…

    Se detuvo un instante para limpiar sus lágrimas y luego continuó, mordiéndose los labios para no seguir llorando. El príncipe clavó sus ojos en la piedra, analizando la incomodidad que sentía de pronto, y a punto estuvo de reír. No iba a mover un dedo por nadie, mucho menos por un niño de afuera, por más lágrimas y moco que despidiera de su rostro. Sólo mantén la boca cerrada y se irá, se dijo.

     Sintió cómo su estómago se preparaba para rugir una vez más, y entonces sonaron las campanas. Y todas las paredes vibraron peligrosamente, acompañando el glorioso tañido. Las personas que trabajaban junto a él echaron a correr, cada una de ellas, sin soltar sus herramientas como si fueran estas una parte de sus cuerpos. Enxo miró a su alrededor, sin estar seguro de qué hacer, y enseguida sintió cómo el niño, con los ojos rojos y la suciedad del rostro surcada por las lágrimas que ya se había limpiado, lo tomaba del brazo y empujaba de él hacia el túnel al que se dirigían los demás.

     -¡Vamos!- gritó para hacerse oír por encima del bullicio, al ver que él no respondía-. ¡Tendrás que pelearte por ella si llegas tarde!

     Volvía a ser el mismo de antes, o eso parecía. Él se dejó arrastrar en un principio y luego comenzó a correr también, formando parte de la avalancha que se producía en el intento por salir de allí. No vio bien a dónde se dirigía, ni por dónde andaba, hasta que el espacio se abrió de pronto y se descubrió en medio de un gran círculo, mucho mejor trazado y de una magnitud enorme.

     No tuvo mucho tiempo de analizar el lugar: la comida ya caía por el gran hueco que había arriba, mientras los hombres que la arrojaban se burlaban de ellos y jugaban a intercalar los panes con trozos de piedra. Enxo se detuvo antes de llegar al centro, impresionado, sorprendido, incrédulo, y se quedó inmóvil, de pie como un idiota mientras los demás se arrojaban unos sobre otros, se golpeaban, se mordían, se aplastaban para recibir tal vez un pedazo de pan, tal vez una piedra en la cabeza. No hablaban, no negociaban, no pedían… Eran como animales en guerra por un alimento que ni siquiera les alcanzaría para llenarse.

     Comenzaba a pensar que ese día se quedaría con hambre y tendría que aguantar a su estómago rugiendo hasta la noche cuando, de entre el montón de gente que se daba patadas para subirse a otras personas, salió el niño al que, sin darse cuenta, había perdido de vista. Corrió veloz hacia él con una sonrisa radiante en el rostro rasguñado y manchado de tierra y sudor; en la mano, un pan. Se detuvo delante de él con una sonrisa alegre e infantil y, ante su mirada atónita, partió el pan en dos.

     -Conseguí uno entero- dijo, feliz, mientras le tendía la mitad- Sabía que no lo conseguirías la primera vez. Los nuevos nunca lo consiguen.

     Enxo se mantuvo observándolo, aún inmóvil, desde su rostro sucio y su sonrisa a sus ojos grandes que gritaban alegría. Lentamente, con la mirada en blanco, fue extendiendo su mano hasta aceptar el pan algo manchado que el niño le ofrecía. Mocoso idiota, pensó con rabia y frustración mientras lo veía masticar alegremente su parte del pan. Las palabras surgieron solas:

     -¿Qué le pasa a tu padre?   

     Luego de sorprenderse y mirarlos con ojos lagrimosos y llenos de esperanza, el niño lo separó sigilosamente del resto y lo condujo por un túnel un poco más oscuro. A medida que caminaban, Enxo comenzó a escuchar sonidos que le erizaron la piel, sonidos que lo estremecieron. ¿Gritos? Más que gritos, parecían lamentos, quejidos, alaridos de dolor que no había oído antes debido al bullicio del trabajo. No le gustaba nada estar avanzando hacia ellos.

      -Aquí traen a la gente herida- explicó, imaginando sus pensamientos-. Agonizan aquí hasta que mueren. O se curan. Tenemos prohibido acercarnos.

     Lo segundo parecía poco probable, comprendió. ¿Eso quería pedirle? ¿Qué sanara a su padre? Pero el niño no podía saber que él era un vaxer ¿verdad? De cualquier modo, tal vez podría usar sus vanix sin que se diera cuenta; no había nadie más mirando. Llegaron hasta el sitio. Los alaridos se escuchaban terriblemente cerca y, en la penumbra, Enxo tuvo que cubrirse la nariz para no vomitar.

     El olor a putrefacción era asqueroso; la mitad de las sombras que yacían en el suelo estaban ya muertas, e incluso los que no lo estaban, parecían haber comenzado ya a descomponerse. Con una mueca de asco, observó adonde el niño le señalaba y, lentamente, se acercó hacia el hombre que gemía en el piso, sudando de dolor y perdido en un sopor que debía ser poco más que pesadillas. Se agachó a su lado, sin dejar de tapar su nariz y sin abandonar la mueca de disgusto, y se esforzó por ver con la poca luz que lograba llegar a ese sitio que parecía abandonado por los dioses.

     Examinó detenidamente la cadera rota, la pierna aplastada, los músculos a la vista; todo cubierto de un líquido espeso que no se veía bien, que no parecía sano. Invocó a sus vanix y, mientras todo a su alrededor se cubría de partículas amarillas, pequeñas y brillantes, examinó con ellos el cuerpo del hombre que no paraba de gemir. Al poco se volvió hacia el niño y, resignado, negó con la cabeza.

     -No puedo salvarlo- dijo, sin más, mientras se ponía en pie e intentaba desentenderse del asunto. Lo había intentado.

     -Lo sé- dijo aquel, no obstante, sorprendiéndolo. En ese momento sus ojos claros reflejaban la mirada más adulta y seria que él había visto jamás en nadie- No quiero que lo salves. Quiero que lo mates.

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