Capítulo 3

Llevaba encadenado más o menos una hora (no tenía noción del tiempo) y el mismo sol que le incendiaba la cabeza comenzaba a hacer arder el hierro que se cernía a sus muñecas. El sudor le recorría el rostro, manchado con la tierra que arrastraba el viento, y empapaba también la ropa que lo habían obligado a usar; una camisa gris y un viejo pantalón negro. Por más que la brisa lo despeinara una y otra vez mientras se esforzaba por caminar en el barro, aun podía oler el aroma que comenzaba a desprender su propio cuerpo. Papá, voy a matarte; era la quinta vez que lo juraba en el día, los pies moviéndose automáticamente tras el hombre que lo comandaba, la vista fija en la montaña a la que se dirigían. Voy a matarte y va a dolerte mucho.

     El hombre que caminaba adelante se daba vuelta cada tanto y lo miraba de reojo con la cabeza gacha y temor en los ojos. Maldito imbécil. Era el único que lo controlaba, un cosseno de la plebe; de ser un prisionero normal, Enxo podría haberse escapado sin dificultad alguna. Se recreaba en su cabeza una y otra vez con todos los modos en que aquel hombre podría morir. Pero no podía escaparse, no todavía; era el trono lo que estaba en juego. Su trono. O el que sería suyo, más bien, una vez que regresara y asesinara a su padre. Viejo apestoso, hijo de puta. Sólo a él podría ocurrírsele un castigo así.

     -Estamos llegando, su alteza- comentó el hombre que en su cabeza ya había muerto unas siete veces, cabizbajo y con voz sumisa.

     -No me llames así, idiota- Maldición, ¿eran necesarias las cadenas? Si llegaba a quedarle alguna marca por las quemaduras…-. Soy tu prisionero.

     -Sí, señor. Lo siento.

     Enxo suspiró. ¿Qué intentaba explicarle a alguien como él? Mejor que cerrara la boca y se quedara en silencio. Miró las montañas, cada vez más cerca, y luego los bosques que las cercaban, y se esforzó por que sus piernas continuaran con el mismo ritmo. Habría muerto antes de confesarlo, pero en su corazón comenzaba a crecer algo parecido al miedo. Sabía lo que se decía sobre las minas, sabía que la gente de afuera que era enviada allí rara vez volvía sino en forma de cadáver, probablemente ya medio putrefacto y con alguna parte de su cuerpo desgarrada.

     Había todo tipo de rumores y los derrumbes, que sí debían ser una de las principales causas de muerte, eran, según lo que contaba la gente, la mejor manera de morir; canibalismo, locura, mutilaciones, suicidios, intoxicación, enfermedades… Pero el rey no lo habría mandado allí si fueran tan peligrosas; no a su hijo…, no a su único heredero, al menos. Único heredero. Suspiró, mirando fijamente lo que tal vez acabara siendo su muerte. No, no voy a morir. Voy a regresar. Y voy a matarte, papá.  

     Los dos hombres que, al pie de la montaña, controlaban el enorme hueco por el que seguramente tendría que pasar, los miraron a ambos de manera recelosa, con desdén. Debían estar acostumbrados a mirar así a todo el mundo, con sus largas espadas y sus uniformes grises. Enxo se esforzó por no imaginar sus muertes también, mientras buscaba a su alrededor más señales de vida; en el bosque, seguramente, estuviera la refinería y tal vez las provisiones.

     -Llega tarde. La segunda cosecha de este año ya se ha hecho…- comenzó uno de los guardias, pero se detuvo gradualmente al cruzar miradas con el supuesto prisionero, que, involuntariamente, ya estaba imaginando cómo iba a matarlo. Sus ojos oscuros eran impenetrables pero, sobre todo, su mirada era altanera, arrogante; como si no dudara que podía hacerlos desaparecer con sólo pestañear.

     -Orden del rey. Es un criminal- explicó el hombre que había viajado con él, ansioso por dejarlo allí e irse. De cualquier modo su padre lo mataría en cuanto regresara al castillo y le informara que todo había salido bien, sabía demasiado; Enxo miró al suelo para ocultar una sonrisa que no parecía apenada.

     -¡Eh! ¿De qué te ríes?- preguntó el mismo que había hablado antes, irguiéndose como si buscara pelea, probablemente intentando convencerse de que el tipo que tenía delante no lo intimidaba.

     -De tu cara de idiota- respondió él, sin poder contenerse, sin querer contenerse. Era el príncipe de Coss, el heredero al trono ¿por qué tenía que morder su orgullo?

     Un puñetazo en la mandíbula acalló sus pensamientos y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Podía oír su respiración agitada y sentía cómo la sangre le subía a la cabeza mientras volvía de nuevo su rostro hacia el guardia que lo había golpeado, que ahora lo miraba con aire superior, convenciéndose a sí mismo de que era superior.

     Podía matarlos, podía matarlos a todos. Podía incendiar la montaña entera, el bosque; podía quebrar cada uno de sus huesos hasta que le suplicara que parase; podía hacer estallar su cabeza en pedazos. O podía callarse mientras su rostro y sus ojos se enfriaban y fingir que era un prisionero normal, uno que, de abrir la boca, iba a recibir otro puñetazo. Mientras, podía imaginarse todo lo que quisiera; al final saldría ganando. Sólo tenía que aguantar.

     -No me gusta cómo me mira- dijo, señalando hacia él con la cabeza. Su compañero sonrió y no intervino, indiferente- ¿Qué fue lo que hizo para que lo enviaran aquí?

     -No es de tu incumbencia, es una orden del rey- repitió el tipo que lo había acompañado mientras se disponía a quitarle las cadenas. Un crack agudo resonó en la montaña y Enxo estuvo libre por fin del hierro que le había estado incinerando la piel; se miró las muñecas, rojas por el calor, y maldijo para sí mismo.

     -Vamos, ¡entra!- exigió el guardia mientras lo sujetaba del brazo con fuerza y empujaba de él hacia el gran hueco al que, ya se temía, debería entrar.

     Se volvió una última vez su acompañante, que se mantenía en su lugar observándolo y que, al cruzarse con sus ojos, hizo una reverencia; negando con la cabeza y conteniendo sus ganas de insultarlo, se dejó arrastrar. Apenas había comenzado a notar que no había escalera cuando el mismo que lo conducía lo empujó por la espalda hacia la penumbra que había debajo.

     Se sintió caer e, impulsado por el susto, en un instinto y con los ojos cerrados, amortiguó el impacto sin siquiera pensarlo, invocando a los vanix rojos que comenzaron a flotar a su alrededor. Golpeó contra el piso de piedra con una suavidad consoladora y suspiró de alivio justo antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo; se apresuró a limpiarse de ellos, separando las partículas de sí mismo hasta que ya no fue capaz de verlas.

     Y luego miró hacia arriba con todo el odio del que eran capaz sus ojos; podría haberse roto un pie con la distancia desde la que había caído. Me voy a cobrar esto con intereses.

     -¡Cuidado, muchacho!- dijo el segundo de los guardias, el que casi no había hablado, desde arriba. Ambos comenzaron a reír y él apenas fue capaz de ver qué era lo que habían dejado caer; rodó rápidamente hacia un costado, esquivando por un pelo la pala de hierro que golpeó el piso con un estruendo hiriente en el lugar exacto donde él se encontraba hacía un instante.

     No se molestó en mirar hacia arriba, ni siquiera en maldecir. Se levantó, cubierto aún del polvo que había estado acumulando en el camino y, sacudiéndose, tomó la pala que le habían arrojado. ¿Qué demonios tenía que hacer? ¿Cavar?

     -¡Ponte a trabajar!- rugió el mismo que le había dado el puñetazo- Y pórtate bien, o te enviarán a la refinería. Y no quieres ir a la refinería.

     Ambos rieron una vez más. ¿Qué tan borrachos estaban?

     Pala en mano, Enxo se alejó unos metros del hueco mientras miraba a su alrededor y escuchaba todos los sonidos que, ahí abajo, retumbaban como tambores. A su alrededor, el camino parecía haber sido abierto entre la piedra por un vaxer bastante inútil; había irregularidades en todas partes y, así como a veces se ensanchaba, el espacio se reducía en otros sectores. Y había otros huecos en la tierra, sobre su cabeza, que, aquí y allí, dejaban entrar la luz del día. Siguió el sendero hacia la derecha, dejándose guiar por el sonido de palas y picas que mordían la piedra; no tardó en abrirse ante él un espacio amplio lleno de gente trabajando y, a su vez, repleto de otros caminos como el que había utilizado él. Se parecía a un laberinto subterráneo y mal trazado.

     Las personas que trabajaban no se detuvieron ni un instante en cuanto él apareció y se quedó de pie, observándolos y gravando cada cosa en su cabeza; algunos lo miraron con resignada curiosidad, otros recelosos. La mayoría, sin embargo, hizo caso omiso a su presencia; sus miradas, sus rostros, todos ellos parecían… muertos.

     Muertos cumpliendo una condena en el infierno.

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