Capítulo 2

     Habría creído estar en presencia de un fantasma si no hubiese sabido que detrás del muro había cosas peores que un espectro; ni siquiera la sonrisa de un fantasma podía helar el aire así. Tanteó desesperadamente la daga aun bañada en sangre que escondía en su vestido y la sujetó del puño mientras se preparaba para echar a correr. Pero algo la incitaba a esperar, algo la mantenía en su sitio. Si bien el miedo no hacía más que crecer, la mano con la que sujetaba el puñal había dejado de temblar.

     -¿Perdida, princesa?

     Hielo. Su voz eran cuchillos de hielo; un hielo seco, duro, burlón y tan cínico como el uso de la palabra princesa. Amira retrocedió, mientras desenfundaba su daga y dejaba que sus dedos se acostumbraran a ella. Hacía años que no practicaba y, sin embargo, sabía que aun contaba con la misma habilidad.

     -¿Quién eres?- preguntó, de nuevo con voz ronca y temblorosa pero ocultando esta vez el pánico.

    La sonrisa se ensanchó en la oscuridad y pudo adivinarla con mayor certeza cuando el hombre dio un paso hacia delante; la luna, más amable ahora, iluminó sus labios curvados e hizo destellar el cuchillo que escondía bajo su manga izquierda. Una ráfaga de viento le revolvió los cabellos mientras lo observaba y le congeló las mejillas: no tenía tiempo.

     -La muerte- respondió, con un tono de voz tétrico.

     Amira arrojó la daga sin pensarlo dos veces, segura de haber apuntado a su hombro como una distracción, preparada para echarse a correr y sin intención detenerse a ver el girar y girar del filo que reflejaba a penas la luz de la luna. Pero no alcanzó a mover un pie cuando una nueva ráfaga, esta vez distinta, sacudió su cuerpo y una fuerza extraña la empujó contra la pared que tenía detrás.

     Todo se volvió rojo unos segundos, aun cuando no había luz suficiente que dejara ver colores; un rojo brillante que, en cuanto dejó paso una vez más a las tinieblas de la noche, ella siguió viendo de reojo. Y entonces el dolor estalló en su mano. Giró la cabeza unos centímetros para ver de refilón su propia daga, que había atravesado piel y músculo y que ahora la mantenía clavada al muro.

     Hizo una mueca de dolor y de impresión mientras contenía un grito y las ganas de vomitar, pero no las involuntarias lágrimas. Intentó estirar su brazo para arrancar el cuchillo, pero su cuerpo no le respondió; o sí le respondió, y no le permitió moverse más que unos milímetros. El escozor era insoportable y aún así se olvidó de él por un instante cuando el hombre de la capa dio un paso hacia ella. Y después otro.

     Y el brillo de otra daga comenzó a subir y bajar a medida que él la arrojaba, en un juego siniestro, para luego sujetarla una vez más. Ya no había sonrisa.

     Iba a matarla, era evidente. Al final, había conseguido vivir incluso menos de lo que esperaba… Pero no quería morir, no aun, no después de lo que había hecho para sobrevivir. Merecía la muerte, sí, pero no la quería, no la aceptaba. Piensa, por favor, piensa… No podía ver nada que la ayudara a salir de ahí, no encontraba nada en su cabeza que no fuese sangre y miedo. Mucho miedo. Él atrapó el puño del cuchillo por última vez, lo sujetó con fuerza y, con esa misma fuerza, con una determinación fría, lo arrojó sin esfuerzo.

Amira vio el filo girar en el aire, vio la punta acercarse con la muerte escrita en ella, iluminada por la luna, murmurando su destino. Lo vio y el pánico estalló de pronto. Gritó.

     Y todo se hizo rojo de nuevo.

     Aturdida, apenas escuchó los tintineos de los dos cuchillos al caer al suelo, apenas sintió cómo sus piernas le fallaban y la dejaban caer; estaba viva, eso fue lo primero que notó. Lo segundo: que todo a su alrededor, el aire por ejemplo, había desaparecido y que, por el momento, no lograba respirar. Lo tercero: la ráfaga de viento, que, ante su mirada y mientras forcejeaba por inhalar, echó hacia atrás la capucha de la capa, dejando al descubierto, bajo la tenue luz de la luna, el rostro del hombre que estaba tratando de matarla. Sus ojos, sobre todo sus ojos. Ojos que no deberían ser visibles en la penumbra de la noche, ojos que la observaban tan atónitos como ella lo observaba a él.

      El aire volvió de pronto, en una brisa brusca, y Amira inspiró con fuerza; aterrada, comenzó a luchar por levantarse, apoyando la mano que le estallaba de dolor en la pared e impulsándose con ella, torpemente, confundida. Un vaxer. No podía haber un vaxer afuera. Los vaxers eran nobles; si no lo eran, morían. Que hubiese uno del otro lado del muro, un mestizo de tez clara y ojos verdes, significaba probablemente que nadie había sido capaz de asesinarlo, significaba que era peligroso. Y estaba tratando de matarla, por dios. Consiguió levantarse y enseguida sintió, de nuevo, cómo su espalda crujía al impactar involuntariamente contra la pared.  

     -¿Quién eres?- preguntó él esta vez, mirándola fijamente con esos ojos que, en la oscuridad casi absoluta, lo delataban; esos ojos iluminados de frialdad, ¿de odio?, y ahora de sorpresa.

     Lo vio acercarse, sus piernas temblando de nuevo, su cabeza estallando de dolor.

     -Amira- respondió, sin saber qué más hacer, a la figura imponente que se le acercaba.

     -¿Amira qué?

      -Sólo Amira- susurró, aterrada, pero a él no pareció bastarle- Mis padres están muertos. Los demás me decían Tizzyt.

     -¿Tizzyt?- Pequeña, en arrénico; pero él ya lo sabía, porque lo había pronunciado mejor de lo que lo pronunciaba ella misma. Se estaba acercando demasiado- ¿Quiénes?

     -¿Quiénes…?- dijo, mirando fijamente a sus ojos fríos, curiosos, cada vez más aturdida; comprendió de pronto- Las personas que me… adoptaron.

     Él frunció el ceño. Aun sin la capucha y a pesar de sus ojos brillantes, rodeado por la noche seguía pareciendo una gran sombra que oscurecía todo lo demás y que se inclinaba ahora ligeramente para mirarla a la cara. Una sombra… Shudan; la palabra acudió a su mente de pronto y la sacudió.

     La examinó detenidamente de pies a cabeza para acabar escrutando sus ojos, como si pudiera leer algo en ellos o al menos lo intentara.

     -¿De dónde diablos…?

     -¿Shasta?- lo interrumpió ella, recordando de pronto. Shudan significaba sombra, en arrénico. La Sombra, lo llamaban así y esa había sido una de las últimas palabras que había escuchado antes de que el gobernador se la llevase, años atrás.

     Supo que se había equivocado al hablar en cuanto sintió algo frío rozándole la garganta; se adhirió aun más al muro, intentando escapar del filo de un tercer cuchillo, sorprendida y asustada.

     -¿Quién eres, princesa?

     No habría segundas oportunidades, su tono de voz lo dejaba claro. Se había metido en un problema más grande que el que tenía en un principio, y sin embargo… Empezaba a entender. Su vestido costoso, su tez clara, sus ojos marrones; todo en ella gritaba que no era de allí, que estaba del lado equivocado del muro; la había tomado por noble. ¿Cómo aclararlo? Si en efecto, venía del otro lado del muro.

     -Lo siento, lo he escuchado por ahí. Yo…- su voz se apagó sola cuando sintió que la daga empujaba con un poco más de fuerza la piel de su cuello, obligándola a levantar el mentón. Y encarar sus ojos- Dehna me habló de ustedes.

     El cuchillo se aflojó y la desconfianza que había en su mirada pareció disminuir de pronto. La frialdad se mezcló en su rostro con la curiosidad, la ironía y un recle que no parecía dispuesto a abandonar. Conocía a Dehna, evidentemente; tal vez él supiera si todavía estaba viva.

     -¿Qué te dijo, de nosotros?- preguntó con un tono burlón, sin alejar la daga del todo. Amira no apartó la mirada de sus ojos mientras intentaba pensar, mientras rebuscaba en su mente algo que le sirviera para sobrevivir. ¿Qué tanto debía decirle? Piensa, por favor, piensa

     -Me dijo que los buscara, si regresaba y ella no estaba aquí- dijo tras meditarlo rápidamente, sin responder del todo.

     -¿Y cómo pensabas encontrarnos?- preguntó, recalcando cada palabra, haciéndole saber que se estaba metiendo en un terreno peligroso. El filo del cuchillo, sin embargo, ya no tocaba su piel; lo que estaba en juego ya no era si pertenecía a tal o cual lado del muro. Lo que estaba en juego era si sabía lo suficiente como para que tuviera que matarla.

     -Los he encontrado ¿no?- aventuró, sintiendo como el corazón martilleaba tras su pecho y sabiendo que se estaba arrojando a un precipicio sin tener idea de qué había debajo. Pero si le salía bien, quizás acabara volando-Yo… Creo… He matado al gobernador.

     Lo dijo con voz temblorosa y quebrada, bajando la vista, al tanto de que su sinceridad podía costarle la vida. Cualquier cosa que dijera podía costarle la vida.

     -Ha sido sin querer, yo…- se apresuró a añadir, pero se interrumpió sola. Volvió a clavar la vista en él, intentando no mostrar debilidad. La sorpresa que vio en su rostro, más tranquilo y libre ahora de aquel odio que le había parecido vislumbrar desde el principio, estuvo a punto de quebrarle la voz- Me colgarán si me encuentran.

     -Eres tú- interrumpió, irguiéndose, alejándose de ella y apartando por completo la daga. Parecía divertido y, si bien el recelo y la frialdad no habían desaparecido de su rostro, volvía a sonreír con ironía, con la curiosidad brillándole en los ojos- Te están buscando en cada rincón de la ciudad. No le digas estas cosas a cualquiera, princesa.

     -Déjame unirme a ustedes- soltó, notando que recuperaba la libertad sobre su cuerpo pero sin atreverse a mover un dedo. El vaxer rió. O emitió un sonido similar a la risa, un sonido suave, seco y breve.

     -No lo has matado, puedes limpiar tus culpas- aseguró, sorprendiéndola, mientras comenzaba a retroceder con toda la intención de marcharse. ¿A qué se refería con que no lo había matado, si había visto con claridad su cuerpo inerte? Parece que voy a vivir una hora más, comentó con alivio una vocecita dentro de su cabeza. Pero ya no era suficiente- Ya tendré el placer…

     -¡Déjame unirme a ustedes!

     Esta vez no se rió. Se sostuvieron la mirada, ella en un intento por ocultar el miedo; él, escrutándola cuidadosamente, buscando en sus ojos oscuros como si leyera en ellos lo que fuera que quería saber. ¿Podían leer la mente, los vaxers? Se acercó una vez más, sorprendiéndola, asustándola; sin embargo, no la inmovilizó, no realmente. Pero aun así se mantuvo estática, la mirada alta y fija, las piernas trémulas.  

     Él tomó su mano, la mano que había atravesado con la daga, y no obtuvo más resistencia de su parte que un ligero temblor; su piel comenzó a arder intensamente. Sin apartar los ojos de ella, deslizó sus dedos por la herida, rozándola, casi en una caricia. Contuvo las lágrimas mientras sentía, consumida por el miedo, cómo algo dentro de su mano se movía; sintió por un momento tanto dolor como el que se había expandido por su cuerpo en cuanto el cuchillo la desgarró.

     Y luego el ardor desapareció de golpe.  

     -Buena suerte, princesa. Y mantén la boca cerrada, o “nos encontrarás” de nuevo.

     Retrocedió, se colocó una vez más la capucha, haciendo de su rostro sombras, y, tras una burlona reverencia y una sonrisa torcida, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia donde la luna no alcanzaba.

     -¿Eso es un no?- susurró, mientras lo veía desaparecer entre las tinieblas, una sombra más oscura que la oscuridad.

     Sin embargo, ni bien dejó de distinguirlo, una voz resonó en cada rincón de su cabeza, sorprendiéndola, asustándola. Sobrevive una semana y me lo pensaré. Miró fijamente adonde lo había visto hacía un instante, intentando descifrar si lo que había escuchado provenía de él o de su imaginación.

     Pero otra voz en su cabeza, esta vez una propia, detuvo sus dudas: de cualquier modo no sobrevivirás una semana.

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