Capítulo 2|Mi infierno

DANTE

Sentí el calor de la bala al pasar junto a mi cabeza, quebrando en pedazos el cristal de la ventana que había detrás de mí. Algunos me cayeron encima mientras rodaba para cubrirme aún con el arma en mi mano. Miré hacia el otro lado y busqué a Iván con la mirada. Estaba agachado detrás de un barril enorme de combustible. Lo observé y fruncí el ceño. ¿Qué demonios hacía? Se puso de pie con rapidez para dirigirse a mi lado. Después disparó varias veces hacia el contenido peligroso y se lanzó conmigo al momento que ocasionó una gran explosión. Entretanto, nos cubrimos detrás de unos contenedores grandes de metal. Los rusos nos habían emboscado esa madrugada. No entendía por qué si yo tenía tratos con el jefe de su organización. Por supuesto, luego de este suceso iba a investigar muy bien ese asunto y llegar al problema que originó todo este problema.

Tenía varios aliados en la mafia, en casi todo el mundo. Ni a ellos ni a mí les servía que fuéramos enemigos, ya que yo les entregaba cargamentos de armas y drogas como ellos a mí me entregaban otro tipo de mercancía. También manejábamos el lavado de dinero.

—¿Ves eso? —señalé hacia una escalera de metal que se encontraba a unos metros—. Sube —ordené—, yo te cubriré.

Miró hacia la escalera y después a mí.

—Creo que es una estúpida idea. Mejor ve tú y yo te cubro.

—¡Ve! ¡Es una p**a orden! —grité molesto. Este idiota siempre me llevaba la contraria y más cuando pasaba algo así.

Iván gruñó, pero se movió y me miró para esperar mi señal. Asentí con la cabeza. Tan pronto como salió detrás del contenedor, me puse de pie para disparar. Los distraje y los tomé por sorpresa. Así fue como le pude dar a dos de ellos, haciéndolos caer al suelo. Mientras tanto, otro alcanzó a dispararme. Me agaché y eché un vistazo a Iván, que ya casi terminaba de subir las escaleras. Ellos se dieron cuenta de mi amigo y comenzaron a dispararle. Aproveché que estaban concentrados en él y le apunté a uno de ellos, que derribé con rapidez. Volvieron hacia mí para atacarme de nuevo. Le di a uno en la pierna y a otro en el costado. Cuando cayeron, salí detrás del contenedor, corrí lo más deprisa y subí las escaleras. Al llegar arriba, escuché más disparos. Iván luchaba contra dos tipos. Cuando me acerqué con sigilo, vi a mi amigo caer de rodillas.

—¡Iván! —vociferé sin importarme que me escucharan.

Cuando me acerqué a él, noté la sangre que se esparcía por su camisa. En eso escuché unas pisadas. Me giré rápido para dispararles hasta que cayeran. Me quité la camisa y le presioné la herida a Iván.

El sonido de un helicóptero me hizo alzar la cabeza. Se trataba del nuestro. Se tardaron en llegar. En ese momento vi de reojo que otro tipos subían las escaleras. Agarré a mi amigo con el otro brazo para ayudarle a ponerse en pie y lo apoyé en mí para así caminar juntos hacia la soga que nos lanzaron. El helicóptero no podía bajar más de lo debido por el lugar en el que nos encontrábamos. Por esa razón teníamos que colgarnos de esa soga. El problema era que Iván no tenía muchas fuerzas, ya que la herida goteaba y se miraba pálido. Lo pude alzar para que se colgara. No sabía cuánto podía aguantar él.

En cuanto nos colgamos de la soga, el helicóptero ascendió y se alejó del lugar. Los hombres que subieron a la azotea nos dispararon, pero se notaba su mal puntería, pues ninguno de ellos nos dio. Alzaron la soga para ayudarnos a subir. Les pasé el brazo de mi amigo, que ayudaron, para que subiera de primero. Ya arriba, lo primero que hice fue revisar su herida. Cada vez estaba más pálido y sudaba frío. Había perdido mucha sangre, lo noté en la camisa que le coloqué, la cual aún goteaba.

—Hermano, háblame —le pedí. No quería que se durmiera, así que necesitaba distraerlo—. Mírame. Lo logramos, como siempre. Ya pronto estaremos en casa —le comenté al ver que sus ojos entrecerraron—. ¡Dense prisa! —les bramé a los que estaban encargados de llevarnos.

Minutos después, estábamos en el lugar donde teníamos una de las clínicas clandestinas. No podíamos ir a ningún hospital ni nada de eso y menos en este país. Estábamos fuera de Italia. Aquí en Rusia contábamos con un servicio médico ilegal, pero como estaban las cosas, no podíamos quedarnos más tiempo, de modo que apuré a los médicos para que lo atendieran lo más rápido posible.

Los médicos me informaron que solo fue un roce de bala y que lo grave era haber perdido mucha sangre. Eso fue lo que lo debilitó. Le realizaron una transfusión. Como aún seguía inconsciente, lo llevaría al avión en una de las camillas que tenían mientras le pasaban sangre, toda necesaria que ocupara. Debíamos irnos ya. No quedaba de otra, teníamos que hacerlo si no queríamos otro tiroteo. Le pedí a uno de los médicos que me prestara a uno de sus empleados de enfermería y le aseguré que lo haría volver sano y a salvo cuando mi amigo ya estuviera estable.

 Ya en el avión, cuando ascendió, comencé a relajarme un poco. Tomé siento en uno de los asientos que estaban cerca de la camilla de Iván. Esto siempre había sido así. Cuando uno estaba entre la vida y la muerte, lo cuidábamos. Eso y muchas cosas más era lo que hacía de nuestra amistad única y fiel en todos estos años de conocernos.

Era mi amigo de la infancia. Su padre trabajó por muchos años para el mío y ahora él lo hacía para mí al mismo tiempo que su padre continuaba en el trabajo. La diferencia entre Edgardo y su hijo era que él ya no podía andar en estos trotes como nosotros. Él se encargaba más que nada de los negocios, las finanzas y toda esa m****a, mientras nosotros hacíamos el trabajo más sucio y peligroso.

No le tenía miedo a la muerte. Siempre dije que, si me va tocaba, era porque ya era mi turno. Era consciente del mundo en el que me encontraba y a lo que me dedicaba. Sabía que tarde o temprano moriría de un puto balazo. Este es mi origen, el legado que dejó mi padre. Nací para esto. Era algo que no podía dejar como si fuera un simple trabajo. Además, era lo que más amaba hacer. Me gustaba ver cómo derramaba la sangre de mis enemigos, cuando corría por mis manos y cuando suplicaban por su vida. Por eso me llamaban el Diablo. No le temía a nada. No le temía a perder nada porque nada tenía, solo esta m****a de mundo. Sabía que después de que muriera nada me llevaría y que lo que hoy tuviera se lo quedarían otros. Solo disfrutaba de la adrenalina cuando una bala salía disparada e impactaba contra mi adversario. Siempre aproveché cada instante de mi vida con lo que más me gustaba y a mi manera. Las mujeres, el alcohol y las peleas eran lo mejor para mí. Me encantaba pelear, por eso participaba en combates de Bare-knuckle boxing. Había un lugar al que asistía los sábados por las noches. Iba a tomar y a pelear. Las mujeres me sobraban. Cada día tenía una diferente en mi regazo y con la que tenía sexo salvaje en cualquier lugar que la calentura me permitiera. Era un hombre que disfrutaba del sexo duro y sin contemplaciones, ya que follar era una de mis actividades favoritas. No me gustaba repetirlo con la misma mujer. Era raro que pasara eso. No me gustaba que se encaprichan y después quisieran esas jodidas cosas llamadas compromisos.

No era el tipo de hombre que les hablaba bonito al oído para conquistarlas y enamorarlas. Mi único objetivo en eso era llevarlas a la cama y tener sexo por solo una noche si se daba bueno. Si no, ella se lo perdía. No me gustaba rogar y mucho menos un polvo de una noche. Nunca las obligué. Si querían, las haría gozar toda la noche hasta complacerlas por completo, pero solo follándolas. Las chicas que me traían para servicio eran para mis hombres. Eran mujeres que eligieron estar allí. Su única tarea era cumplir órdenes y su trabajo. Aunque su labor fuera a la fuerza, yo nunca las obligaría a estar conmigo. No era algo que necesitara hacer, ya que solitas venían a mí. Y hablando de mujeres, la chica de sobrecargo ya tenía tiempo ofreciéndoseme. No negaré que es atractiva. Está para comerse esa preciosa rubia. Pero no acostumbraba a meterme con el personal que trabajaba para mí y más si eran buenas en su trabajo. Si lo hacía, tendría que despedirlas. La ignoró, pero supuse que mi debilidad por las mujeres me haría caer un día de estos. Temí pensar que pronto perdería a una buena empleada. Bueno, nadie era indispensable en este podrido mundo.

Iván despertó después de dos horas y pidió agua porque tenía la boca seca.

—Mierda, que susto me sacaste —le dije cuando puso sus ojos en mí—. No vuelvas a hacer eso, porque si ellos no te matan, lo haré yo por ser un idiota.

—Gracias por la bienvenida —respondió con dificultad. Estaba agotado, pero aun así sonrió.

—No seas nena. —Le di un leve puño en su pierna, ya que su herida estaba en su abdomen.

—¿Y por qué sigues sin camisa? —cuestionó. No me había dado cuenta de que seguía desnudo de la cintura para arriba—. Si lo hiciste para seducir al personal de médicos y así me atendieran más rápido, te aseguro que tu plan funcionó.

—Sabes que no necesito de esas estrategias para seducir a una mujer. Solitas caen con solo mirarlas. —Curveé mi labio en una sonrisa.

—Eres un idiota engreído —gruñó.

—Sí, un idiota engreído y con suerte para atraer al sexo femenino. —Le guiñé el ojo.

—Ni que me lo digas. ¿Ya te diste cuenta de cómo traes a esa azafata enamorada de ti? Hasta sus bragas deben estar mojada. —Ejecutó un movimiento con la cabeza hacia la cabina donde entró la mujer—. Pobre chica, ya hazle caso. Al Diablo nunca se le escapa ninguna presa.

—Sabes lo que pienso del personal.

—Pero si solo será un polvo y listo, no le vas a pedir matrimonio.

—Ese es el puto detalle, que se ilusionan creyendo que por estar con ellas ya les pediré casarse contigo.

Resoplé cuando mi celular vibró en mi bolsillo del pantalón y me volví a ver sin la prenda de arriba. Demonios, lo había olvidado. Lo primero que tenía que hacer era conseguir una camisa. Deslicé la pantalla para tomar la llamada. Era Leo. Me puso al tanto de unos asuntos financieros de los negocios que tenía en Nueva York. La matriz de mis empresas estaba en ese país y otros asuntos de la organización DM, que era el nombre de la asociación que mi padre formó en su tiempo y que yo mismo supe conservar estos ocho años.

Tenía 21 años cuando comencé a hacerme cargo de la organización y de todo. En ese entonces mi padre había muerto y no me quedó de otra más que tomar se lugar. Ya llevaba años de preparación para cuando llegara el día. Un poco antes de mi adolescencia ya me había enseñado a usar las armas y a pelear. Todo eso ya lo sabía desde mi niñez. Yo mismo me peleaba en el colegio con otros compañeros. Era algo que traía en la sangre. Mi madre solía vivir siempre preocupada por mí, pero estaba consciente de que ese era mi mundo y de que era el futuro que me esperaba, porque ella sabía quién era su esposo, el rey de la mafia italiana, y yo era el único que heredaría todo. Mis padres no tuvieron más hijos, ya que mi padre dijo que no quería traer más a este mundo a tener un futuro como el nuestro. Él siempre tuvo rivalidad con su hermano menor porque el abuelo dejó a cargo a mi padre por ser el hijo mayor, por lo que toda la mafia italiana quedó en sus manos. Mi tío nunca estuvo conforme con lo que su padre dictó, por eso siempre los odió. Siempre hubo rivalidad entre ellos y ahora la había entre Bruno, mi primo, y yo. Era un poco menor que yo, aun así, también era bueno en las peleas y que decir con el uso de un arma. Por algo lo llamaban el Cuervo. A pesar de que eran mi sangre, no me tentaba el corazón para regresarles el golpe cuando ellos me atacaran.

Varias veces competí con él en peleas y siempre le gané. Aunque era bueno, aún le faltaba pulirse, pero como no era de mi incumbencia y tampoco me importaba, le partí toda su estúpida cara. Se lo merecía a puño por seguir metiéndose conmigo. Sobre los negocios, ya nos habían jugado varias veces mal. Como su padre, Giorgio, estaba a cargo de una parte que el abuelo le dejó, hacía cualquier cosa para sacarme del camino, pero con lo que no contaba era que yo ya conocía todas sus artimañas.

No confiaba en nadie que no fueran Iván y Edgardo, que estuvieron durante años a mi lado. Eran fieles y los únicos.

—¿Quién era? —inquirió mi amigo.

—Era Leo. Es necesario que viaje urgente a Nueva York.

—¿Fallas?

—Algo así —gruñí—, pero esta vez tendré que ir solo.

—¿Estás loco? Sabes bien que no puedes ir solo. Alguien de nosotros tiene que acompañarte. —Me miró molesto.

—Es algo que debo hacer. No te estoy pidiendo permiso —Ahora lo miré yo con un gesto molestia—. Además, no tengo de otra formar. Leo y Enzo están ocupados con otros asuntos en Italia. No me pueden acompañar.

—Entonces iré yo.

—Creo que el loco es otro. ¿Te acaban de disparar y quieres ir a trabajar? —Lo fulminé con mi mirada—. Cuando lleguemos a Italia, tú te quedarás y yo me iré.

—No exageres, solo fue un roce. Ya dije que yo iré contigo.

—Y yo acabo de decir que no. ¿Piensas desobedecer mis órdenes? —mascullé.

—Diablo, es mi deber cubrir tu espalda. Es mi trabajo y mi lealtad como amigo.

—Sí, pero no estás en condiciones. Además, así no me sirves de nada, solo estorbarías —le espetó para que no insista. Él nunca me estorbaría.

—En cierta medida tienes razón. No quiero ser un estorbo. Mi trabajo es cuidar tu espalda, no que tú cuides la mía —gruñó. Sabía que estaba enojado consigo mismo—. Aunque sea lleva a los mejores hombres contigo. No puedes quedarte desprotegido.

—Iván, no me trates como un idiota que no sabe cuidarse y defenderse solo. Aunque eres el mejor sicario del continente europeo y americano, yo soy muy bueno con los puños, así como tú lo eres con las armas. Con ellos ya he matado a varios. No sé si lo recuerdas.

—Tú lo has dicho, con los puños. —Sonrió.

—También soy demasiado bueno con las armas, solo que no me gusta presumir, ya que te quitaría el título. —Le guiñé un ojo.

Se le borró la estúpida sonrisa de la cara.

Me carcajeé mientras él me miraba mal.

Ahora tendría que ir a América para viajar a Nueva York. Tenía asuntos muy valiosos que resolver, pero esta vez sería sin mi gente de confianza. Llevaría conmigo a mi mejor soldado, Franco, el que siempre andado a mi lado, y al equipo que él tenía bien entrenado y controlado. Con eso era suficiente para que nadie se nos acerca.

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