Capítulo 7

  —Sam... —balbuceó impresionado. Ella le evadió la mirada y se distanció, no quería que la viera tan demacrada y sucia.

 —Aléjate de mí —profirió casi en un susurro y se puso de pies con intención de marcharse. Esto no le podía estar pasando, ¿por qué tenía que aparecer en su peor momento? No soportaba la vergüenza y la incomodidad. Él, tan lindo y pulcro; con ropas finas y joyería cara, perfumado con ese delicioso aroma. Y ella, una mendiga desnutrida, sucia y vestida con harapos. Era una pesadilla que el hombre que le gustaba —porque a pesar de que habían pasado seis largos meses sin verlo, sus sentimientos por él afloraron con solo escuchar su voz—, la viera en esas fachas y con ese hedor. Debía huir, no soportaba estar en su presencia un segundo más.

 —No, Sam. —La confrontó decidido—. Tú te vienes conmigo. —La cargó como si fuera un saco de papas sobre su hombro, ignorando los puñetazos y berrinches de ella. La subió a su caballo con rapidez para que no se le escapara y luego él montó el animal y cabalgó con ella pegada a su pecho. Todos sus hombres observaban aquella acción estupefactos, no se esperaban que su jefe actuara de una forma tan descabellada, al llevarse a una loca mendiga sobre su regazo.

Arthur logró conseguir posada para él, sus hombres y Sam. Le compró un vestido, un par de zapatos y un velo, pues sabía que no se quitaría esos trapos si no le llevaba uno.

Sam se bañó y puso la ropa, peinó el cabello que había lavado y claro, su peine se enredó varias veces y hasta llegó a arrancarse una gran cantidad de hebras, pero por lo menos, ya estaba representable. Se paró frente al espejo y lloró ante el cambio. Casi tres años atrás era una hermosa jovencita llena de vida y sueños. Ahora, estaba pálida y demacrada, su cabello maltratado y su piel marcada. Triste, sola y vacía. Sin nada por qué luchar sin esa chispa y alegría que la caracterizaban. Acarició su mejilla y las lágrimas fueron inevitables, la habían destruido, le quitaron todo y solo quedó un feo cascarón.

 —Sam —Arthur tocó la tosca puerta de madera—. ¿Puedo entrar?

Sam se puso el velo con nerviosismo, no entendía por qué su voz le provocaba aquello, solo fue un beso y había pasado seis meses de aquello. Se reprendía por sentirse de esa forma, debía entender de una buena vez que nadie sentiría esas cosas por ella, mucho menos Arthur. Él era un hombre totalmente inalcanzable.

 —¿Sam? —Arthur la sacó de sus pensamientos y ella se apresuró a abrirle. Se hizo a un lado para que él entrara y se quedó parada frente a la puerta con la mirada fija en sus zapatos.

 —Ven, aquí. —Palmó la cama, pues era el único mueble que había en el pequeño dormitorio—. Debes estar hambrienta.

Ella se acercó y se sentó lo más distanciada que pudo, trataba de disimular su nerviosismo, pero era difícil. Él, en cambio, se acercó con una sonrisa divertida y levantó su mentón por encima de la tela. Sus miradas se encontraron y Arthur se perdió en sus hermosos ojos avellana. Su corazón palpitaba con fuerza y sabía que estaba mal, se recriminó en sus pensamientos por desear besarla; si tan solo la hubiera encontrado antes o si ella hubiese aceptado su propuesta, tal vez algo entre ellos podría haber iniciado, pero ya era tarde. Debía deshacerse de aquel sentimiento que se negaba a abandonarlo. Lamió sus labios reteniendo su deseo y fijó la mirada en la bandeja que reposaba sobre sus piernas.

 —Debes comer —dijo con voz apagada y ella asintió. Sam comió con desesperación, puesto que no lo había hecho bien en una semana. Después de ella comer, Arthur se levantó de la cama y la miró con ternura—. Descansa. Mañana viajamos temprano de vuelta a mi hacienda.

 —Arthur, muchas gracias por lo que hiciste por mí, pero no iré contigo. Ya has hecho demasiado.

Arthur se devolvió y se posó frente a ella.

 —No aceptaré un ‘no’ esta vez. Es obvio que no tienes a dónde ir ni dinero. No sé qué te sucedió y espero que no haya sido algo muy grave pues no me lo perdonaría. No me voy a arriesgar a que te hagan daño o padezcas precariedades. No, Sam, esta vez te vienes conmigo. Ahora me toca a mí cuidar de ti y ayudarte, luego veremos qué deseas hacer —sentenció. Sam no respondió. Él salió de la habitación en completo silencio, no dándole chance para refutar.

El camino fue placentero. Ella iba aferrada a su espalda mientras él cabalgaba en dirección a su hacienda. Su perfume, la firmeza de su cuerpo y el calor que este emanaba la tenían embriagada; quería quedarse siempre así, abrazada a él.

Un 'llegamos' la sacó de su ensoñación y ella agrandó los ojos al percatarse de la enorme entrada. Al parecer, Arthur era más rico de lo que ella pensaba, lo cual era irónico, dada la humildad con la que él trataba a los demás. Era raro ver a un hombre tan pudiente como él comportarse de esa manera. Recordó aquel tiempo que estuvo en su pequeña choza, después de recuperarse de su herida la ayudaba en los quehaceres de la casa y se veía feliz, aunque no tenían los lujos y comodidades a los que él estaba acostumbrado.

Cabalgaron por varios minutos hasta llegar a una mansión. Él la ayudó a desmontarse del caballo y ella sintió el vacío de tener que despegarse. Algunos hombres saludaron a Arthur y a ella la miraban con curiosidad. Al cabo de unos minutos, un adolescente tomó el caballo de él, pero antes de llevárselo, se acercó a ella y la recorrió con la mirada sin disimulo.

 —Te conozco —afirmó sin dejar de mirarla—. Eres esa rara mujer que le salvó la vida a nuestro jefe.

 —Raúl, no seas irrespetuoso. —Arthur lo reprendió—. No tuteas a una persona que no te ha dado esa confianza y esa no es la forma de abordar a la señorita.

 —Perdón —dijo en un resoplido y luego se marchó con el animal.

 —Vamos, le diré a Nidia que te prepare una habitación. —Arthur la tomó de la mano y ambos entraron a la casa. Sam estaba ensimismada observando cada detalle de la lujosa y enorme residencia campestre. Si bien su padre fue un hombre que tenía varias propiedades y una hermosa hacienda que le generaba mucho dinero, aquello no era ni la cuarta parte de las propiedades de Arthur, nunca había estado en un lugar tan elegante y grande. Se dirigieron a la cocina que tenía varios departamentos y hasta un comedor para los empleados. Había muchos trabajadores y criadas por doquier, era lógico, pues limpiar aquella inmensidad requería de muchas personas. Se sentía en el palacio de un rey.

 —¡Mi niño! —Sam se sorprendió al ver cómo Arthur envolvió con sus brazos a la mujer que dejó de mover el contenido de una gran olla y se le tiró encima. Después de dejarle un sonoro beso a la señora, Arthur se acercó a Sam.

 —Ella es Sam, la mujer que salvó mi vida y me acogió en su hogar por todo un mes. —Arthur la presentó con expresión de admiración y Nidia la envolvió en un abrazo que sorprendió a la chica. Sam bajó el rostro con timidez cuando recuperó su espacio personal y luego observó a la señora con disimulo. Ella tenía un vestido floreado y un delantal gris. Su cabello negro con algunas canas estaba recogido en un moño, su rostro tenía arrugas, sus ojos eran de un hermoso color miel, su nariz larga y fina y en sus labios había una sonrisa sincera.

 —Seas bienvenida, querida. —La señora dijo con amabilidad—. Te estaré eternamente agradecida por ayudar a Arthur, él es como un nieto para mí.

 —Gracias. —Fue lo único que respondió con timidez.

 —¡Arthur, llegaste! —Una joven se le lanzó encima. Él la cargó y ella envolvió sus piernas alrededor de la cintura de este, luego le dejó besos sonoros sobre las mejillas. Sam dirigió su mirada a otro lugar, no soportó aquella muestra de cariño que le estaba hirviendo la sangre. ¿Sería ella su novia?

 —Anabela. —Arthur se la apeó de encima y posó su brazo alrededor de los hombros de ella—. ¿Recuerdas cuando fui atacado? —Ella asintió—. Pues esta es Sam, quien salvó mi vida. —Extendió su brazo en dirección a la joven del velo como forma de presentación.

Anabela se puso frente a ella supicaz, y ambas se examinaban con la mirada. Sam se quedó embelesada con la belleza de la chica. Su cabellera negra, lacia y larga llegaba hasta su cintura; sus ojos eran miel al igual que los de Nidia, su cuerpo bonito y con delicadas curvas ceñido a un pantalón de tela fuerte, su camisa de manga larga estaba dentro de este y tenía algunos botones sueltos, pues abajo llevaba un top negro apretado a su bello y llamativo busto. Sam se sintió tan fea delante de aquella hermosa mujer, quien la escudriñaba con recelo.

 —¿Eres de esas tribus que están al otro lado del océano? —Anabela preguntó con intriga.

 —No... —Sam arrastró el monosílabo.

 —¿Y por qué llevas un velo en el rostro? ¿Tu familia es de ese origen? —La joven indagó con confusión. Sam empezó a tartamudear sin poder articular nada en específico.

 —Ella se siente cómoda usándolo, ya basta de preguntas. —Arthur intervino y se puso al lado de Sam tomando sus temblorosas manos—. Prepárenle una habitación arriba, puesto que Sam es mi invitada especial. Mientras tanto, yo iré con ella al pueblo, debido a que tiene que hacer algunas compras.

Sam lo miró con sorpresa y confusión. ¿Qué compras tenía ella que hacer y con qué dinero las haría?

Arthur se la llevó a rastras y la subió a uno de sus vehículos. Decidió irse solo con ella para poder tener privacidad. Visitaron varias tiendas y modistas, zapaterías y joyerías.

 —No tienes que comprarme estas cosas, Arthur. —Sam replicó con vergüenza.

 —Claro que sí. ¿Acaso te pondrás ese vestido siempre? Necesitas ropa y estas cosas de mujeres. Sam, esto es nada comparado con lo que hiciste, salvaste mi vida, siempre te estaré agradecido por ello.

Sam asintió con un poco de decepción. Lo hacía por agradecimiento. Maldijo en sus adentros por esperar algo más de él, su atención y cuidado la hacía sentir especial, pero no era por la razón que ella esperaba.

Ellos almorzaron en la tarde en un comedor del pueblo y luego regresaron a la hacienda. Sam se dirigió a su nueva habitación, se sentó en la cama y suspiró. Se sentía fuera de lugar allí, tanto tiempo viviendo en miseria y de buenas a primera se encuentra viviendo en una mansión llena de lujos, con una habitación que más bien parecía una casa, con ropa lujosa, perfumes y joyería cara. Se le hacía increíble aquello e irreal. Pero lo que más la inquietaba, eran esos sentimientos que estaban surgiendo dentro de ella.

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