Capítulo 3 - El despertar de las llamas.

Áurea contempló cómo su pequeña hija jugueteaba con otras niñas de la manada. Con tan solo dos años y medio se trataba de una pequeña risueña y resuelta que jamás estaba sola, más bien siempre se la veía rodeada de amigos que la adoraban como si de una pequeña diosa se tratase y no era para menos, ya que la entrañable mocosa se desvivía por agradar y complacer al resto. Cuando alguien se hacía daño Arella estaba allí para ayudarle, si alguien lloraba la pequeña corría a consolarlo y si alguno clamaba por auxilio la pequeña jovencita se marchaba rauda a socorrerlo. Si eso era capaz de hacerlo a tan extremadamente corta edad, ¿qué haría en unos años?, ¿cómo sería su yo adulto? Sin duda podía ser una gran líder en unos años, debido a que arrojo, empatía y valor no le faltaban en ningún momento. Sin embargo, ¿quería ella que así fuese?

Ante la perspectiva de que, su ahora única hija, pudiese sufrir algún mal Áurea sintió un estremecimiento atenazando su cuerpo. Ojalá en momentos así ella también hubiese podido tener una loba a la que confiarle sus pesares y con la que poder compartir divagaciones. Desde su punto de vista esa era una de las mejores partes para los hombres y mujeres lobo, el poder hallar consuelo en su otra mitad lobuna, una mitad que jamás los abandonaba ayudándolos como un todo en cualquier momento. A pesar de ello se consolaba pensando que, su hija, sí que hallaría, en unos años, el consuelo de la compañía de su peluda loba. ¿Cómo sería la loba de Arella? Ojalá pudiese llegar a verla algún día, pero, en su fuero interno, algo le decía, desde hacía mucho tiempo que, aunque la Diosa Luna la había bendecido al dejar que su amada pareja la hallase después de tanto tiempo de búsqueda y en un momento de necesidad tan extremo, jamás podría compartir la adultez de su hija con ella. A lo mejor, a ojos de otros, podía parecer un pensamiento negativo y poco halagüeño por su tinte pesimista, sin embargo, su instinto y sexto sentido estaban muy agudizados, especialmente con el transcurrir de los años y, por experiencia propia, sabía que, aquella sensación de inquietud y mal augurio que la acompañaban, no eran simples emociones huecas, sino que se trataban de un presagio oscuro y ensombrecedor que estaba cerca de suceder, pero, ¿qué se avecinaba?

Por mucho que Áurea se había esforzado infinidad de veces en percibir qué era aquello tan nefasto que podía estar por venir, le resultaba incapaz vislumbrar algún atisbo de ello aun habiendo utilizado la mayor parte de sus recursos mágicos. Así que, muy a su pesar, solo le quedaba sentarse a esperar a ver qué le depararía el destino, actitud pasiva que la desquiciaba, ya que no había luchado ferozmente por su pequeña como para que, ahora, por caprichos del azar, la vida se empecinara en separarlas o en depararles caminos llenos de oscuridad y trabas. Era injusto, sin duda la vida era injusta y más aun habiéndola despojado ya de parte de su alma, de la otra pequeña mitad que albergó su vientre, del otro amor de su vida…

Los atormentados pensamientos de Áurea se vieron interrumpidos por un grito aterrador que provenía del claro en el que estaban jugando su hija y los demás niños. Era un grito que helaba la sangre a cualquiera y, antes de que pudiese ver con claridad la escena, pudo percibir el creciente olor a carne quemada que intoxicaba el ambiente llenándolo de un molesto hedor que animaba a taparse la nariz para no ser percibido.

Sin pensarlo dos veces echó a correr y, a medida que acortaba la distancia vio con claridad a su hija llorando desesperada mientras contemplaba cómo un enorme ciervo ardía en llamas ante sus ojos. El animal berreaba entre llamas, agonizando, como si, aún preso de las inclementes llamas no hubiese perecido, sin embargo, el olor a quemado había inundado las fosas nasales de todos los presentes.

Los más pequeños tomaron distancia con la pequeña morena del suelo la cual sollozaba entre hipos y gritaba su inocencia clamándola a los cuatro vientos. Los demás niños la contemplaban con puro terror en la mirada y, en ese instante, por esas miradas de terror, odio, miedo y estupefacción, Áurea, supo que, aquel incidente había sido causado por su propia pequeña.

- ¡Mami! ¡Ma-ma-mami! – hipó la pequeña Arella – no fui yo mami, no, no, no fui yo.

Áurea la cobijo entre sus protectores brazos meciéndola con un suave y tranquilizador vaivén. Titus apareció de la nada en su forma lobuna y acabó con el sufrimiento de aquel animal casi calcinado en vida. Cómo había sabido lo que sucedía en el prado era un misterio, pero, como buen Alfa, sin duda, siempre estaba al corriente de todo antes que nadie.

Con cautela el Alfa se transformó de vuelta esperando hallar respuestas. Cuando recobró su forma menos aterradora y, alentado por la inocencia que gritaba Arella, uno de los más pequeños se adelantó y espetó en tono acusador y señalándola.

- ¡Sí que fue ella Alfa! – gritó - ¡todos lo vimos luna! – continuó con arrojo.

- ¿Qué sucedió? – preguntó Titus incómodo pero deseoso de saber qué había ocurrido.

- Estábamos todos jugando y Áxel gritó porque vio al ciervo. Arella se asustó pensando que el ciervo atacaría a Áxel y le prendió fuego.

- ¿Qué? – preguntó estupefacto Titus - ¿estás seguro?

- ¡Claro Alfa! – lo apoyó un pequeño unos tres años mayor – nunca le mentiríamos a nuestro Alfa – pronunció con orgullo vanagloriándose de ello.

Titus se giró incrédulo y observó a su pequeña hija que se hallaba ovillada y sumida en un mar de lágrimas entre los brazos de su madre la cual la contemplaba con un brillo de conocimiento en los ojos el cual, a él, no le estaba gustando nada.

- Gracias chicos – dijo Titus sin girarse – ahora váyanse.

Los pequeños estaban deseando abandonar el lugar y casi empiezan a correr cuando el Alfa les dio su permiso, sin embargo, antes de que lograsen hacer un solo paso, Áurea se levantó y los inmovilizó con un ágil movimiento de sus manos.

- Lo siento chicos – dijo con una triste sonrisa – pero ustedes no pueden ir a ninguna parte…

Ya era demasiado tarde, el despertar de las llamas los había pillado a todos infragantis...

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