Áurea contempló cómo su pequeña hija jugueteaba con otras niñas de la manada. Con tan solo dos años y medio se trataba de una pequeña risueña y resuelta que jamás estaba sola, más bien siempre se la veía rodeada de amigos que la adoraban como si de una pequeña diosa se tratase y no era para menos, ya que la entrañable mocosa se desvivía por agradar y complacer al resto. Cuando alguien se hacía daño Arella estaba allí para ayudarle, si alguien lloraba la pequeña corría a consolarlo y si alguno clamaba por auxilio la pequeña jovencita se marchaba rauda a socorrerlo. Si eso era capaz de hacerlo a tan extremadamente corta edad, ¿qué haría en unos años?, ¿cómo sería su yo adulto? Sin duda podía ser una gran líder en unos años, debido a que arrojo, empatía y valor no le faltaban en ningún momento. Sin embargo, ¿quería ella que así fuese?
Ante la perspectiva de que, su ahora única hija, pudiese sufrir algún mal Áurea sintió un estremecimiento atenazando su cuerpo. Ojalá en momentos así ella también hubiese podido tener una loba a la que confiarle sus pesares y con la que poder compartir divagaciones. Desde su punto de vista esa era una de las mejores partes para los hombres y mujeres lobo, el poder hallar consuelo en su otra mitad lobuna, una mitad que jamás los abandonaba ayudándolos como un todo en cualquier momento. A pesar de ello se consolaba pensando que, su hija, sí que hallaría, en unos años, el consuelo de la compañía de su peluda loba. ¿Cómo sería la loba de Arella? Ojalá pudiese llegar a verla algún día, pero, en su fuero interno, algo le decía, desde hacía mucho tiempo que, aunque la Diosa Luna la había bendecido al dejar que su amada pareja la hallase después de tanto tiempo de búsqueda y en un momento de necesidad tan extremo, jamás podría compartir la adultez de su hija con ella. A lo mejor, a ojos de otros, podía parecer un pensamiento negativo y poco halagüeño por su tinte pesimista, sin embargo, su instinto y sexto sentido estaban muy agudizados, especialmente con el transcurrir de los años y, por experiencia propia, sabía que, aquella sensación de inquietud y mal augurio que la acompañaban, no eran simples emociones huecas, sino que se trataban de un presagio oscuro y ensombrecedor que estaba cerca de suceder, pero, ¿qué se avecinaba?
Por mucho que Áurea se había esforzado infinidad de veces en percibir qué era aquello tan nefasto que podía estar por venir, le resultaba incapaz vislumbrar algún atisbo de ello aun habiendo utilizado la mayor parte de sus recursos mágicos. Así que, muy a su pesar, solo le quedaba sentarse a esperar a ver qué le depararía el destino, actitud pasiva que la desquiciaba, ya que no había luchado ferozmente por su pequeña como para que, ahora, por caprichos del azar, la vida se empecinara en separarlas o en depararles caminos llenos de oscuridad y trabas. Era injusto, sin duda la vida era injusta y más aun habiéndola despojado ya de parte de su alma, de la otra pequeña mitad que albergó su vientre, del otro amor de su vida…
Los atormentados pensamientos de Áurea se vieron interrumpidos por un grito aterrador que provenía del claro en el que estaban jugando su hija y los demás niños. Era un grito que helaba la sangre a cualquiera y, antes de que pudiese ver con claridad la escena, pudo percibir el creciente olor a carne quemada que intoxicaba el ambiente llenándolo de un molesto hedor que animaba a taparse la nariz para no ser percibido.
Sin pensarlo dos veces echó a correr y, a medida que acortaba la distancia vio con claridad a su hija llorando desesperada mientras contemplaba cómo un enorme ciervo ardía en llamas ante sus ojos. El animal berreaba entre llamas, agonizando, como si, aún preso de las inclementes llamas no hubiese perecido, sin embargo, el olor a quemado había inundado las fosas nasales de todos los presentes.
Los más pequeños tomaron distancia con la pequeña morena del suelo la cual sollozaba entre hipos y gritaba su inocencia clamándola a los cuatro vientos. Los demás niños la contemplaban con puro terror en la mirada y, en ese instante, por esas miradas de terror, odio, miedo y estupefacción, Áurea, supo que, aquel incidente había sido causado por su propia pequeña.
- ¡Mami! ¡Ma-ma-mami! – hipó la pequeña Arella – no fui yo mami, no, no, no fui yo.
Áurea la cobijo entre sus protectores brazos meciéndola con un suave y tranquilizador vaivén. Titus apareció de la nada en su forma lobuna y acabó con el sufrimiento de aquel animal casi calcinado en vida. Cómo había sabido lo que sucedía en el prado era un misterio, pero, como buen Alfa, sin duda, siempre estaba al corriente de todo antes que nadie.
Con cautela el Alfa se transformó de vuelta esperando hallar respuestas. Cuando recobró su forma menos aterradora y, alentado por la inocencia que gritaba Arella, uno de los más pequeños se adelantó y espetó en tono acusador y señalándola.
- ¡Sí que fue ella Alfa! – gritó - ¡todos lo vimos luna! – continuó con arrojo.
- ¿Qué sucedió? – preguntó Titus incómodo pero deseoso de saber qué había ocurrido.
- Estábamos todos jugando y Áxel gritó porque vio al ciervo. Arella se asustó pensando que el ciervo atacaría a Áxel y le prendió fuego.
- ¿Qué? – preguntó estupefacto Titus - ¿estás seguro?
- ¡Claro Alfa! – lo apoyó un pequeño unos tres años mayor – nunca le mentiríamos a nuestro Alfa – pronunció con orgullo vanagloriándose de ello.
Titus se giró incrédulo y observó a su pequeña hija que se hallaba ovillada y sumida en un mar de lágrimas entre los brazos de su madre la cual la contemplaba con un brillo de conocimiento en los ojos el cual, a él, no le estaba gustando nada.
- Gracias chicos – dijo Titus sin girarse – ahora váyanse.
Los pequeños estaban deseando abandonar el lugar y casi empiezan a correr cuando el Alfa les dio su permiso, sin embargo, antes de que lograsen hacer un solo paso, Áurea se levantó y los inmovilizó con un ágil movimiento de sus manos.
- Lo siento chicos – dijo con una triste sonrisa – pero ustedes no pueden ir a ninguna parte…
Ya era demasiado tarde, el despertar de las llamas los había pillado a todos infragantis...
Bastantes años más tarde... La noche oscura extendió su manto por las frondosas y arboladas colinas. Pastos y bosques se vieron rodeados por la densa e impenetrable niebla invernal acompañada por un perturbador silencio. Los búhos ululaban a la silenciosa luna mientras los moradores del bosque se movían con cautela en el cobijo de las sombras. A ojos de cualquiera podía parecer un paraje salvajemente aterrador en el que uno no debía adentrarse sino quería hallar el fin de su existencia de un modo horrendo, sin embargo, bajo el prisma de otros, se trataba de un lugar acogedor y protegido al que llamar hogar. Un hogar en el que dejarse llevar al mundo de los sueños, tal y cómo lo hacían los habitantes que allí moraban. Pero esta vez, a diferencia de las noches precedentes, fue un sueño inquietante e incluso perturbador..., para algunos. Arella, como cada noche, se hallaba sentada en el alfeizar de su ventana, dejando que la brisa meciera su larga cabellera negra como si de una etérea
Balam reposaba plácidamente en el esponjoso césped que lo rodeaba como una acogedora manta cuya extensión infinita resultaba tranquilizadora a la vista. A pesar de ser uno de los temidos Alfas Infernales, como cualquier otro ser que estuviese sujeto a tantas responsabilidades, a veces, necesitaba abstraerse de todo y de todos, en un lugar en el que no pudiesen ubicarlo con facilidad para poder pensar en todo aquello que debía organizar, ordenar y tener en cuenta como el gran líder que era. ¿Y qué mejor para eso que en el plano de los sueños? Él, de sus cuatro hermanos, era el dueño de los sueños y, entre otras cosas, poseía la capacidad de introducirse a placer en el sueño ajeno (aunque esto, algunos requisitos previos tenía y, por ende, no solía hacerlo nunca) así como también podía generar consciente y voluntariamente, su propio espacio para evadirse en los momentos más necesarios. A pesar de que Balam, jamás, bajo ningún concepto, eludía sus responsabilidades, ni como Alfa ni en
Su rostro en forma de corazón estaba enmarcado por una abundante melena azabache que le llegaba hasta la cintura y que, ahora se había tornado el sueño erótico de Balam al ver como se balanceaba insinuante con la cálida brisa acariciándolos a ambos como si intentase crear un entorno íntimo. Aunque no podía percibirlo con claridad, por cómo el cuerpo de la joven se amoldaba al propio y su hombría respondía poniéndose más dura que nunca, sabía, a ciencia cierta, que estaba bendecida con unas curvas de infarto. Ante ese pensamiento pecaminoso en el que él la estaba, sin explicación, desnudando mentalmente, Demonio ronroneó de placer instándolo a descubrir si así era aquella dulce figura caída del cielo. La joven lo contemplaba con una mezcla de curiosidad y asombro los cuales se reflejaban como una silenciosa pregunta en su rostro. Una pregunta cuya respuesta ambos conocían pero que, sin embargo, no se atrevían a exteriorizar para no quebrar en mil pedazos ese mágico y sensual momento.
Por unos segundos él se separó de la fémina contemplándola con admiración lo que le valió un gruñido de protesta que lo cautivó al igualar el propio ardor que él sentía. Toda ella era una obra de arte. Allí, tumbada en el lienzo verde, su pelo se hallaba revuelto en un remolino azabache indómito que le confería un aire salvaje y lascivo potenciado por sus labios ligeramente hinchados tras la sesión de desenfrenados besos y mordiscos. Con los pechos tersos y apetecibles desafiándolo con esas dos coronas rosadas que tan bien sabían cuando se fruncían entre sus labios. Los pantalones a medio bajar y la empapada tanga dejando entrever con claridad la forma de su entrada, los hincados labios mayores y sus apetecibles jugos empapándolos para facilitar la entrada en ella. Su sola imagen era la fantasía de cualquier mortal, solo con contemplarla así de salvaje y desenfrenada, dejándose llevar por el ardor de ambos como si estuviese en un trance de placer, sentía que solo deseaba colmarla de o
Arella se incorporó de golpe y miró alrededor. Se hallaba en su acogedora habitación azul, aquella que la había visto crecer en los últimos treinta años, una estancia que estaba impregnada por su personalidad inquieta y su amor por el aprendizaje. Por doquier se apreciaban libros de índoles muy diversificados: nigromancia, pócimas, herbología, astrología, los tratados demoníacos de los señores infernales y un gran etcétera que requeriría semanas ser recopilado e informado. En una bonita casa en miniatura ubicada en el lado derecho de la amplia estancia, entre la ventana y el robusto escritorio de madera de roble, se hallaba durmiendo plácidamente su pequeño zorro ártico, Fénix; un alegre y curioso cánido de pelaje blanco como la nieve al que había adoptado hacía veinte años. Aún recordaba cuándo lo conoció. Ella era una niña de tan solo diez años y, durante un recorrido por las distintas tierras de su manada en busca de nuevas plantas para estudiar, halló una incursión de ce
- ¿Qué haces sin vestirte todavía? - la sacó de su ensoñación una cantarina voz femenina muy conocida por ella. Dándose la vuelta se topó con los brillantes ojos de su amiga Miriela, una belleza de pelo rubio y rizado que se pasaba por cualquier sitio desprendiendo júbilo y alegría a raudales. Era la típica persona que, son su personalidad cálida y brillante, contagiaba el buen humor a los allí presentes, pero, sin embargo, en ese momento no parecía muy satisfecha con ella al amonestarla con el dedo. - ¿Cómo puedes estar todavía así si el rey vendrá a la casa de la manada en una hora? - se quejó su amiga mientras la ayudaba a despojarse de sus ropas bajo la atenta mirada de Fénix que las observaba muy despierto lavándose las patas delanteras. - ¡Ah, sí! – exclamó Arella con disgusto – el desagradable e insípido rey de los desgraciados. - ¡Arella! ¿Y si fuese tu mate? – suspiró con esperanza su mejor amiga -
Balam pasó los siguientes días, después de aquel extraño y vívido sueño, sumamente inquieto y desconcertado. Millones de dudas y preguntas azotaban su extenuada mente y, por mucho que les daba vueltas noche y día, no lograba vislumbrar con claridad ningún atisbo de una respuesta más o menos acertada y/o reconfortante. Por su mente, Demonio, había estado igual de inquieto y bastante irascible, ya que cuando por fin habían encontrado a su deliciosa luna, la habían perdido literalmente evaporada de entre sus brazos. Después de haberla reclamado como suya y de haberse podido perder en el deleite de ese pecaminoso cuerpo ahora no podían sacársela de sus sueños, se había incrustado en ellos como un hierro ardiente marcando a fuego su territorio. Pero ¿dónde estaba?, ¿quién era? y ¿por qué había desaparecido así? Sin
Jared Streak, rey regente de los Centuriones Celestiales, se meció su cabello de oro con desesperación. ¿Cómo era posible que sus vasallos fuesen una caterva de inútiles? ¿No había nadie capaz en su reino de llevar a cabo una misión tan sencilla? ¿Aquellos eran los infelices seres que debían servirle para algo útil? Aun habiéndoles hecho una petición tan sencilla a sus ojos, todos habían regresado con las manos vacías. Un vacío que ahora él debería llenar con una alianza indeseada, si no fuese por la única excepción de aquel cuerpo pecaminoso que representaba la otra parte del trato. Esa morena bien valía una guerra mientras pudiese tenerla en su cama para fornicarla sin cesar a su antojo. Se la iba a follar en tantas posiciones y de tantas maneras que le iba a hacer perder el sentido y suplicarle clemencia, una clemencia que, como venganza a sus constantes rechazos no le iba a ser concedida, sino que, con cada lamento de ella, él paladearía el éxtasis de entre sus húmedas piernas. So