4. Habitación de pánico

Carlo

Era como estar presenciando una puta película de acción mal dirigida.

Detrás de ellos se desataba un caos que siquiera tenía pies ni cabeza. Lo que si era un hecho es que nuestros atacantes ambicionaban atraparnos ilesos, de lo contrario, mi hermana y Sebastian no hubiesen sobrevivido al encuentro cara a cara con aquellos esbirros.

Greco ya había acordonado el ingreso a la mansión con un equipo de diez hombres mientras el resto arañaba tiempo para que ellos ingresaran.

Rigo disparó a un hombre que se acercaba por la derecha de Sebastian mientras yo despejaba desde el lado opuesto.

Disparé a quema ropa. En el pecho de uno. En el brazo de otro. Cabeza y piernas.

El aliento no demoró en amontonárseme en la boca. Tampoco el corazón al latir como un loco sin frenos, pero eso era simplemente el resultado de una creciente adrenalina recorriéndome las venas.

Al principio, si quiera pude enfocar la vista en cuantos eran, pero conforme los segundos se convertían en minutos, eran más de ellos que de nosotros.

No resistiríamos más, pero, por suerte, Bella y Sebastian consiguieron ingresar.

. . .

Sebastian

La habitación de pánico era un recinto de alta seguridad con estructuras metálicas y de hormigón. Puerta acorazada. Línea telefónica segura y un pequeño sistema de cámaras de vigilancia de toda la casa.

El piso junto a la estantería de libros se abrió luego de que Carlo apretara el botón e ingresara el código de seguridad que solo nuestra gente de confianza sabia. Se reveló una escalera estrecha que guiaba al piso subterráneo de la casa.

Mi amigo fue el primero en bajar y encontrarse con su mujer. Llevaba a Isabella consigo mientras yo esperaba el ingreso del resto de nuestro equipo.

— ¡Joder, que le he dado en el puto ojo! —clamo Luigi, un esbirro de apenas veinte años.

Gruñí y evite que le clavaran una bala por la espalda cuando disparé a un atacante que ansiaba cocerle la piel a balas.

— ¡Cierra el pico y entra!

Sus compañeros terminaron de bajar las escaleras mientras Carlo volvía a subir para cubrir el ingreso de Greco y Rigo, quienes tenían la pelea más dura allí fuera en pos de protegernos. No abandonaríamos a nadie. Nuestra gente no solo era mafia. Era familia.

Una vez todos dentro. Las paredes absorbieron el bullicio de disparos que se había quedado allí fuera.

. . .

Gia

Isabella había despertado ajena a que yo la observaba. Tenía los labios un tanto morados y las mejillas pálidas. El ceño fruncido y la respiración demasiado apaciguada.

El frio en la habitación de pánico no cedía y por eso la abrigué un poco más con las sábanas. Ella aceptó el cobijo todavía aletargada.

— ¿Es la mafia… cierto? —murmuró bajito—. Ha vuelto para recordarnos lo indestructible que es.

Sonreí triste y enmarqué su rostro con el dorso de mis dedos. Me dolía muchísimo saberla lejos de la realidad.

—Cariño, nosotros somos la mafia, ¿recuerdas?

—Nosotros no hacemos esta clase de daño.

—Pero no todos aspiran a lo que nosotros sí.

Y cierto era. Ahora que Carlo y Sebastian gobernaban roma, las cosas en la ciudad habían dado un giro bastante brusco en comparación al pasado. Seis meses de poder absoluto habían conseguido que lo más desfavorecidos no sintiesen miedo del futuro y se respiraba un atisbo de tranquilidad. De la mano con la policía de roma, se había logrado un trabajo sucio que parecía tan limpio como los políticos trataban de demostrar.

Nuestra gente no sometía al pueblo como ellos.

Nuestra gente era más solidaria.

Isabella inclinó la cabeza hacia un lado y oteó el exterior. Estábamos en una pequeña habitación de al menos cuatro metros cuadrados y ajenas a lo que allí fuera se planeaba para salir de esto.

—Estuvimos a punto de morir —dijo de pronto, luego de haberse quedado un rato mirando la puerta—. Sebastian y yo estuvimos a punto de morir…

—No —respondí acariciándola—, sabes de sobra que la gente que te quiere no lo permitiría.

—Exacto —volvió a mirarme—. Harían cualquier cosa por ponerme a salvo y yo lo único que he hecho ha sido todo lo contrario. He arriesgado sus vidas innecesariamente. Las vidas de la gente que me quiere, Gia. ¡He sido tan egoísta!

La forma en que habló no solo me provocó un escalofrío, sino una alegría inmensa por saber que nuestra Isabella, la audaz y protectora, aún seguía allí.

Enredé mis manos a las suyas y respiré hondo en un intento por retener las lágrimas que comenzaban a pincharme los ojos.

—Todos hemos salido ilesos —le aseguré—, no tienes nada de qué preocuparte. En todo caso, ¿crees que te hará sentir mejor si hablas con Sebastian?

Mencionar su nombre consiguió que su cuerpo respondiera con un pequeño escalofrío que incluso logró traspasármelo.

—Él no va a perdonarme que haya actuado del modo en que lo hice. Fui inmadura e imprudente.

—Fuiste víctima de algo mucho más grande que todos nosotros —sus ojos me buscaron nostálgicos—, no seas tan dura contigo misma.

—Pero eso no me exime de pedir disculpas.

—En todo caso, no las necesitaría —Sebastian irrumpió en la pequeña habitación con una imperiosidad que era incluso indescriptible.

Isabella se estremeció con brusquedad al escucharle, pero si quiera eso fue lo más impresionante. El modo en el que se observaron habló más en silencio que en voz alta.

Por un segundo me pareció ver que regresaban a aquellos días en el que el amor era más grande y fuerte que cualquier otra cosa.

—Sebastian… —murmuró ella, como si su mundo entero se redujera a la mera existencia de ese hombre.

Preferí darles ese momento a solas.

. . .

Bella

Me aturdieron las ganas de saltar sobre él y abrazarle hasta que su piel y la mía fuesen una misma, pero no me atreví, tan solo me incorporé acompañada de una creciente emoción recorriéndome las venas y que inmovilizaba partes de mi cuerpo como si hubiese perdido absoluto control de ellas.

Era como si su sola presencia entumeciera de tajo mi sistema.

Él, por el contrario, dio un paso al frente cargado de timidez y seguridad a partes iguales. Tampoco se negó a regalarme una silenciosa y tierna mirada antes de capturar mi rostro y pegar su frente a la mía.

Ahogué un jadeo y cerré los ojos de pura conmoción. Nunca habíamos sido tan nosotros como en ese segundo. Nunca habíamos proclamado el amor que sentíamos el uno por el otro con un acto tan pequeño como ese.

Tuve un escalofrío al saber que respirábamos del aire del otro, pero ese hecho se intensificó cuando decidió abrazarme en un protector y caluroso contacto.

No impuse resistencia. No cuando necesitaba aquel abrazo del mismo modo en el que me urgía respirar. Fue como si hubiese estado esperando décadas por ello y mi cuerpo respondía únicamente como solo sabía hacerlo cuando se trataba de él.

Así que solo me abandoné a él.

A su piel.

A su aroma.

A todo lo que lo convertía en hombre. Entonces permití que abrazara mi temor a perdernos.

—Sebastian, yo… —susurré, pero él me silencio con un pequeño siseo.

—No digas nada, por favor… no ahora que te tengo en mis brazos.

Me procuré al silencio.

Me procuré a sus dedos recorriendo la piel de mi espalda en una caricia tan ardiente como intima.

. . . 

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