Prologo

Era una de esas noches en la que las estrellas estaban ocultas tras nubes obscuras, y que cada cierto tiempo parecían brillantes por los relámpagos que iluminaban el cielo como si el planeta fuese una bola de discoteca.

En lo alto de las montañas escarpadas del norte de Montes Torngat, un hombre escalaba con presteza sin importarle que por detrás pudiera caerle un rayo y así matarlo. Eso no importaba; era su deber informar a su maestro lo que había averiguado de la Orden Negra, especialmente sobre ella, quien la había visto matar de una manera muy poco común entre los Exorcistas. Ella era una especie de Dios de la Muerte con esa espada y esos ojos rojos tan hermosos y temibles.

Se aferró a la roca rugosa para evitar caer cuando sus botas se equivocaron al pisar una piedra suelta, respiró profundo y con un impulso se lanzó hacia adelante ayudándose del elemento rayo. Claro, por eso él no le temía a los rayos, él se podía comparar como el rayo, rápido y letal. Por eso el Maestro le había encomendado esta difícil tarea, vigilarla a ella. Sus mitones de cuero negro se habían rasgado por su excesivo uso, pero por fin había llegado a su destino. El hueco de la gran montaña estaba ahí, y la puerta roja estaba al frente, su respiración se fue regulando conforme cruzaba el túnel que lo llevaría hasta él.

Sus pasos resonaban con profundos ecos, aunque sus ojos estaban en buen estado, caminando en la penumbra apenas podía ver su camino, pero sabía que si usaba el fuego, alentaría a los guardias, así que mejor caminó con sigilo, bien podrían confundirlo con un intruso o uno de esos viajeros perdidos que buscaban aventuras en las grandes montañas del norte y no estaba de humor para pelear contra esas marionetas. Después de una larga caminata en la oscuridad que tanto había detestado, se alegró al ver la luz. Al llegar por fin a un claro donde, por algún artilugio, la cueva tenía forma de antesala circular con una pequeña abertura en lo alto simulando a un tragaluz con forma hexagonal. Pudo notar que su Maestro estaba sentado al frente, como una persona senil no queriendo abandonar su trono, esperando el momento perfecto para actuar, pero primero tendría que sacrificar lo único que le quedaba.

Sus ojos.

Se encontraban en la apenas iluminada y solitaria cueva, sin nada más que antorchas y una silla en forma de trono al fondo y en éste se sentaba un hombre menudo con traje oscuro, apenas se le veía la arrugada, huesuda y pálida mano con aquel anillo con gema negra en el dedo índice. El joven se arrodilló frente a su Maestro y éste se irguió para oír lo que su Cuervo Rojo le iba a decir.

—Has regresado —murmuró el hombrecillo con una voz temblorosa, al que todos llamaban Maestro.

El mensajero vio que no estaba solo, sino que había otro informante continuando:

—He oído que ella despertó un poder mayor al suyo, Maestro. Lo llaman Sempiternal Sacrificant o Eternal Sacriface —estaba con el rostro oculto tras una gruesa capa, de rodillas y le goteaba agua de lluvia por la punta de la nariz verdosa con rastro de pequeños vasos sanguíneos en tono purpura.

El cielo se iluminó por otro relámpago más brillante que las últimas seis y vio que se trataba de su compañero, mitad demonio y mitad Enkho, su nombre había sido Phineas. Los hombres de su Maestro eran Enkhos; personas muertas controladas por medio de un poderoso conjuro prohibido, el Maestro les había devuelto a la vida como sus marionetas, ellos podían pensar y actuar como los vivos pero tenían una lealtad tan pura como el agua del Lago Flathead en Montana. Morirían nuevamente para protegerlo, harían cualquier cosa innombrable que un honorable Exorcista jamás haría en su existencia, era así de simple la vida de un Enkho.

—Eso ya me lo ha dicho Erick —respondió el maestro, con voz apenas audible quien volvió a apoyarse del respaldo del trono de manera cansada—. ¿Qué más?

—Se ha vuelto muy fuerte —dijo el mensajero, quien veía al Enkho no respirar ni moverse ni temblar por el frío que hacía—. Maestro, ha evolucionado de la forma en que la necesitas, pero aún no ha descubierto el secreto de la Orden, creo que sería el momento perfecto para actuar y que empiece a dudar.

—Eso no necesitas decírmelo, eso lo sabía desde el principio de mis tiempos.

—Mi señor, si usted me lo permite, yo… —se interrumpió el hombre que estaba arrodillado junto al Enkho.

—Mi señor —llegó diciendo otro, ésta cueva parecía tener varios pasadizos. El sujeto que había aparecido era un hombre alto y delgado, de tez morena con profundos ojos de lémur que iba acompañado por dos sabuesos controlados por perros diabólicos—. Ha despertado, el experimento, al parecer ha sido un éxito por fin.

—Maravilloso —se regocijó el maestro, pero con voz cansada y apagada, se levantó y caminó con pasos silenciosos por donde el joven lo estaba esperando—. Llévame, Erick.

Erick le ofreció su mano y éste le tomó con gratitud.

— ¿Vienes, Carlos? —No se volteó para decirlo, él apenas si podía ver, y una parte de su abrigo estaba sin un brazo. Lo había perdido desde aquella noche en la que él consideraba, había comenzado el juego.

Carlos se irguió y siguió a su Maestro, seguido del Enkho. Cruzaron varios pasadizos con antorchas iluminando tenuemente el lugar. Erick tenía el cabello de un color azul rey y sus ojos eran como la de los lémures, era lo único colorido del túnel. Y se podía transformar en uno si quería, pero desde que su maestro perdió su brazo derecho él no había querido despegarse del que llamaba amo. Había entregado todo por él, incluso le había dado diez años de su vida para que su maestro pudiera recuperarse con prontitud y Savannah se había sacrificado por él, todo por su causa. Carlos se preguntaba si él también demostraba su gratitud al maestro como ellos dos lo habían hecho.

Poco a poco el túnel fue adquiriendo una tonalidad verde fluorescente, con varias runas brillando en rojos como la lava. Dos guardias custodiaban la entrada y al ver que su maestro llegaba se apartaron y abrieron la puerta dando a mostrar una enorme esfera cubriendo el cráter de un volcán inactivo. Caminaron alrededor de una fosa oscura que no parecía tener fin, bajaron por ella a paso lento cual procesión. Carlos no se sorprendió ver a varios demonios encerrados en jaulas especiales gruñendo o chillando. Todos enormes y horribles, con aspas, con enormes alas, cuernos y garras. Algunos tenían muchos ojos, otros eran ciegos, de dos a seis brazos. Nunca se detuvo a pensar en si ellos sentían o pensaban hasta ese momento en que los observó con perspicacia.

—Son demonios, ellos no sienten nada más que odio y desprecio hacia los humanos. Fueron creados con un solo propósito, envenenar el alma de los humanos —dijo su maestro, siempre adivinando lo que Carlos pensaba.

Él no respondió y siguieron, llegaron a la última puerta. Erick abrió la puerta y la luz que salía era clara y el aire en él era frío, como si un congelador hubiese sido abierto al momento. Al entrar a ella la puerta se cerró de golpe y aunque nadie se asustó, supieron que algo había salido mal, y fue confirmada cuando oyeron una voz burlona y débil.

—Has perdido, Leighton —dijo éste, Carlos miró a su maestro, pero él no se sorprendió al oír aquello, no había ninguna expresión en su rostro demacrado—. Él no te obedecerá, aun tenga mi sangre.

—Tiene de mi sangre también como tiene la suya propia y la tuya —respondió con voz cansina y llamó a la oscuridad—. Hijo mío, ven a mí.

Los cinco que estaban en la habitación esperaron. El hombre que estaba metido en la jaula se rio.

—Sigues dándome risa cuando ríes Walker —masculló su maestro.

—Y tú sigues sin darme miedo, Leighton. Ella acabará contigo —respondió el hombre vestido con harapos.

—No si yo acabo antes con ella —dijo una voz en la oscuridad, con ojos rojos brillantes cual brazas de carbón, desnudo como la muerte lo había regresado y por primera vez desde mucho tiempo, el Duque se carcajeó hasta toser sangre.

Estaba feliz y juraba que esta vez tendría esos ojos.

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