La amante del escocés
La amante del escocés
Por: Erin Clark
Una muerte asegurada

Isobel nunca se habría imaginado que aquel día iba a morir.

El reto de subir a Ben Nevis, la montaña más alta de Reino Unido, no suponía un gran esfuerzo para Isobel. No podía evitar apuntarse a todas las excursiones que encontraba en línea o en folletos en establecimientos hacia los Montes Grampianos.

Cuando Isobel llegó a la cima de la meseta, a aproximadamente mil trecientos metros sobre el nivel del mar, esperó a que los demás excursionistas se alejaran para continuar por otro camino, deseaba un momento de tranquilidad para extender el tartán en el suelo y sentarse sobre él. Alejarse del resto de viajeros para poder contemplar la vista que se hallaba ante tus ojos hacía que mereciera la pena renunciar al resto del recorrido. Ya los encontraría en el aparcamiento cuando terminase de disfrutar de la sensación que producía el aire escocés en el rostro. Encontrarse en aquel lugar le trasmitía una calidez, una sensación de felicidad tan intensa, que era superior a cualquier otra sensación que hubiese sentido. Ni siquiera cuando consiguió su primera perforación en el labio a escondidas de sus padres, quién estaban en desacuerdo con cualquier adaptación permanente al cuerpo humano, incluyendo tatuajes.

Isobel no era muy dada a seguir las reglas, ya que además de la perforación en el labio, también se había tatuado una mariposa emprendiendo vuelo en el hombro. Un tatuaje delicado y femenino que había escogido su novio la primera semana en la que se conocieron, uno de los gestos dulces y espontáneos de él que hizo que ella cayera perdidamente enamorada.

No pudo evitar soltar un suspiro al pensar en Duncan.

Duncan, su encantador chico, similar a un príncipe, quién odiaba ensuciarse y, por lo tanto, hacer actividades con ella, pues estas siempre involucraban mancharse las manos con tierra o tener que enviar la ropa a la lavandería al siguiente día. Isobel intentaba no tomárselo personal, a fin de cuentas él se mostraba incómodo llevando a cabo cualquier actividad que supusiera abandonar un salón de baile o no involucrase con la alta sociedad de Escocia. Aunque no podía ignorar la manera en la que su pecho descendía con resentimiento y dolor, ya que ella había hecho cosas que la incomodaban para complacerle. Isobel era alocada, le encantaba romper sus propios límites y amaba la aventura y Duncan, usualmente, se mostraba reacio a abandonar su zona de confort. No era arriesgado, pero ella esperaba que lo intentara, sobre todo teniendo en cuenta que solía desvivirse por hacerla feliz.

Eran tan distintos que a las personas se les hacía difícil de creer que estuviesen juntos. Isobel rara vez hacía uso de los modales que su madre le inculcó, pero Duncan era la amabilidad y la educación personificada pese a su aire reservado. Ambos provenían de un linaje noble y familias con historia y de dinero antiguo, pero mientras Isobel no le prestaba ningún tipo de atención a los privilegios que eso representaba, Duncan los abrazaba con los brazos extendidos, aunque su padre no estuviera de acuerdo con sus intereses. Pese a sus diferencias, sin embargo, había una cualidad que poseían ambos que los había atraído como imanes la primera vez que se vieron.

Su punto en común.

No encajar con los demás.

Duncan, con su delicada personalidad, rompía los estereotipos masculinos impuestos por la sociedad. Desde que hizo conscientes a sus padres a la tierna edad de diez años de su sueño de pertenecer al Ballet de Edimburgo, sin importar que lo que se esperara de él fuera que se dedicara únicamente al negocio familiar de insumos médicos. Isobel, con su terquedad y comportamiento impaciente y a veces grosero, pocas veces había sido notada positivamente por alguien que perteneciera al mundo en el que se había criado y al que por más que quisiera, no podía abandonar así como así; porque, aunque a veces pareciese que estuvieran atrasados unos cuantos siglos en comparación a ella y al resto de la humanidad, era hija única y amaba profundamente a sus padres, además de que estos eran muy apegados a ella debido a que habían tenido dificultades para concebirla.

No era una dama y él no era un caballero.

Y amaba a Duncan, o eso pensaba, ya que no se sentía tan cómoda con nadie como se sentía con él. Con el rubio de ojos dorados podía ser ella misma. Isobel, la temeraria. Isobel la fuerte. Isobel la ruda. Duncan era serio la mayor parte del tiempo, también muy estricto en lo que se refería a su estilo de vida, pero siempre se había interesado por escucharla cuando le dirigía la palabra, lo que no podía decir que hicieran el resto de las personas en su vida. Quizás no la complaciera, como en ese instante que se había negado a acompañarla a la excursión, pero siempre intentaban entenderse el uno al otro. Encajaban porque eran como dos piezas sobrantes de un puzzle, se hacían compañía mutuamente.

A pesar de que no iba con ella a sus excursiones, eran felices.

Había algo, sin embargo, que le impedía dar el siguiente paso en su relación pese a que Duncan se lo había pedido varias veces. Isobel sentía que el matrimonio era incorrecto para ellos, al menos en ese momento. Ella le había explicado cómo se sentía y él, a pesar de no tomárselo del todo bien ya que llevaban cinco años juntos, había acabado por aceptarlo, y le había dicho que estaría listo para llevar su relación un paso más allá apenas ella lo estuviera.

Duncan quería hijos.

Quería que se mudaran a la casa, una mansión, en realidad, a las afueras de Edimburgo que sus padres le habían dado en su último cumpleaños. Isobel solo quería seguir disfrutando de su libertad.

Tras pensar en su situación actual un poco más, se obligó a sí misma a despejar la mente y a recostarse sobre su tartán mientras respiraba el aire puro, y observaba el hermoso atardecer. Mantenía un cuarzo que recogió del suelo entre las manos, a la vez que deseaba que todos sus problemas pudieran solucionarse; en especial sus dudas con respecto a lo que debía hacer con su vida.

Se acababa de graduar en derecho y su padre esperaba que tomara su puesto en el pequeño, pero lujoso y de buena reputación, bufete que manejaba, pero Isobel quería tomarse un tiempo lejos de todo y viajar por Europa. Aislarse de la tecnología y disfrutar de los paisajes naturales que el mundo tenía que ofrecer, antes de que tuviera que tomar responsabilidades. Amaba su carrera y estaba segura de que disfrutaría desempeñándola. Necesitaba, sin embargo, alejarse un momento de Edimburgo.

Su cuerpo lo podía a gritos. Todavía recordaba a pleno detalle la ansiedad que había sentido, el hundimiento de su estómago y las ganas de vomitar, durante su último examen para graduarse y durante los últimos dos de su relación por hechos que no había compartido con su pareja, pero que la estaban carcomiendo por dentro. Quería un tiempo con la mente libre de ellos. De la ansiedad y la exigencia. Duncan la apoyaba, pero no la acompañaría si decidía viajar, debido a que no renunciaría a una importante temporada de actuaciones de baile.

Ante el recuerdo de ello, su corazón se apretó al pensar en una razón más por la que no estaba lista para decirle que sí a cualquier propuesta de Duncan. Estaban juntos, pero de algún modo separados. Isobel se sentía amada y comprendida, apreciada, pero también profundamente sola. El cariño y el respeto que se tenían no eran suficiente. Les faltaba pasión y algo más. Algo que le decía que quizás estaban destinados a ser compañeros, pero no amantes.

No podía imaginarse junto a alguien que no quisiera acompañarla a dónde sea que fuese, incluso en contra de sus propios deseos. Por más que quisiera a Duncan, el que no estuviera allí, era la prueba de que su relación no era lo que buscaba. Por cómo se sentía, sabía que no quería seguir estando sola. Que quería a alguien con quien compartir más que una cama y una rutina.

Tras luchar con sus extremidades para ponerse de pie, ya que tras enfriarse se sintió agotada, se esforzó por bajar la colina tan rápido como pudo. Quería llegar a la parte de abajo y llamar a Duncan para que viniera a buscarla. Necesitaba terminar su relación cuanto antes para que ambos pudieran encontrar a ese ser especial que tanto ansiaban, ya que la triste realidad era que no parecían ser el uno para el otro, pero también admitía que no quería perderlo. Con un poco de suerte continuarían siendo amigos.

Isobel no se percató de que había transcurrido demasiado tiempo perdida en sus pensamientos, y a medio camino de la bajada ya había anochecido y su linterna se había quedado sin batería. A pesar de ese inconveniente continuó por el sendero confiando en el resto de sus sentidos. Para su mala suerte comenzó a lloviznar, y las gotas de agua vinieron acompañadas de un cielo iluminado por los relámpagos y el característico retumbar de los truenos. A pesar de saber que podía ser peligroso, apresuró el paso cuando a la tormenta se le sumó una violenta ventisca. A cada paso que daba le era más difícil avanzar, y casi no veía si no colocaba una mano sobre los ojos como visera. Había ido tantas veces que conocía el camino de regreso casi de memoria, pero recientemente hubo un derrumbe en el que algunas zonas quedaron modificadas y a pesar de que vio los pequeños desastres que ocasionó al subir la meseta, no los recordaba a todos. Empezó a titiritar en parte por frío y otro poco por miedo. Maldijo entre dientes cuando resbaló por una pequeña pendiente y se vio obligada a luchar por unos instantes para recobrar el equilibrio. Durante esos segundos no se percató de que había una grieta aún más ancha a unos cuantos metros por delante de ella. Tropezó sin posibilidad de evitarlo y cayó colina abajo. En su descenso se golpeó con cada obstáculo que encontró hasta que se detuvo contra un tronco.

Ni siquiera intentó levantarse, por el dolor de su cuerpo sabía que sería imposible hacerlo. Se encontraba tan malherida que solo un milagro lograría salvarla.

En su último aliento de vida, pensó en Duncan y en sus padres. En lo mucho que sufrirían al recibir la noticia de su accidente, y en como su vida iba a acabar cuando tenía tantas cosas por hacer. Las lágrimas escaparon de sus ojos y de su garganta escapó un sollozo casi mudo. Ya no le quedaban fuerzas para mantenerse consciente. Moriría sola y nada podría evitarlo.

Su último pensamiento fue desear que fuera posible retroceder en el tiempo y evitarlo, sin tan solo las agujas del reloj pudiesen dar marcha atrás...

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