6. Dos Cafés

Se sentó en el sofá soltando sapos y culebras. Que se fueran al infierno las dos, la máquina de café y la fan. Estaba tan enfadado que olvidó fijarse si tenía cobertura en el teléfono. Como si fuera a tenerla.

Se había descargado sus emails en el aeropuerto, de modo que pensó en entretenerse leyéndolos. Subió las piernas al sofá y le dio la espalda a la sala de espera y al resto del maldito universo.

El tercer correo lo hizo sonreír. Era de la presidenta del fanclub de Los Ángeles. Para variar, quería saber cuándo regresarían a casa para organizar una reunión con sus fans allí. Era una loca simpática que seguía a la banda desde antes de que sacaran el primer álbum, y jamás abusaba de su privilegio de comunicación directa con él.

A pesar de que sólo podría enviar su respuesta cuando hallara una forma de regresar a la civilización, comenzó a escribirle. Hasta que algo interceptó la luz. Alzó la vista para hallar a la fan parada delante de él, tendiéndole un vaso de plástico humeante con una sonrisa vaga en su cara, que aún mostraba huellas de llanto.

La miró como preguntándole qué quería. Y mejor que no dijera un autógrafo.

—Dejaste el trasto esperando —dijo ella con suavidad, y no se movió de donde estaba hasta que él aceptó el café.

La observó con mirada suspicaz mientras ella movía sus cosas del sillón al suelo, dejaba el estuche de la guitarra contra el costado del asiento y se sentaba con los ojos cerrados, ajena a todo.

Frunció el ceño. ¿La gorra había bastado para que no lo reconociera? Eso era una novedad. Se encogió de hombros mentalmente y probó el café. Decaf, bien, aunque demasiado dulce. Como si le importara. El calor reconfortante que se expandió por su pecho compensaba el azúcar de más.

Se aseguró de que la fan no le prestaba atención y volvió a sus correos.

Quince minutos después no tenía nada para leer, responder ni beber. Guardó su teléfono y tironeó las mangas de su sweater para cubrirse las manos frías. Su mirada se desvió involuntariamente hacia la fan. Se había sentado atravesada en el sillón, su costado contra el respaldo y las piernas colgando por encima del apoyabrazos, de frente a los ventanales que vibraban en la tormenta tras él.

Le pareció que estaba por llorar otra vez y se prometió huir a los sanitarios a la primera lágrima. Luego juró que dejaría de ser semejante cretino. Por la mañana.

Mientras se preguntaba si echarse otra siesta, su mente regresó a la fan. Su falta de acento delataba que no era de la zona. Entonces, ¿qué hacía allí en esa noche espantosa? ¿Por qué estaba llorando así? ¿Qué podía haberle ocurrido? ¿Había venido a un funeral o algo parecido?

—No temas, no volveré a llorar, al menos por un par de horas.

Sus palabras lo sorprendieron, y sólo entonces se percató de que se había quedado observándola con fijeza como un idiota. Ella ni siquiera lo había mirado, pero había vuelto a esbozar una sonrisa vaga. Ya que lo había descubierto, no intentó negarlo.

—Ésas son buenas noticias.

—Y si llegara a llorar, siéntete en libertad de ignorarme hasta que me largue, ¿de acuerdo?

Ahora sí lo miró, de una forma que lo hizo sonreír también.

—Mi cretino interior dice trato hecho.

Rieron por lo bajo al mismo tiempo. Y ya que ella no parecía reconocerlo, decidió que sería divertido jugar a no ser él esa noche. De modo que agregó:

—Soy Jay, mucho gusto.

A ella siempre le parecía graciosa esa costumbre norteamericana de usar las iniciales como nombres. Como si fueran agentes de los Hombres de Negro.

—Silvia —dijo. ¿O tal vez debería haber dicho Agente S?—. Mucho gusto.

Él advirtió la forma en que lo observaba, el ceño apenas fruncido. No le había durado mucho lo de ir de incógnito.

Pero ella estaba pensando que no lo había visto en la estación antes de que la cerraran. Estaba bastante segura, porque este Jay era demasiado atractivo para pasar desapercibido. Aunque con lo conmocionada que estaba, bien podía haberse cruzado con Chris Hemsworth o Jim Robinson sin darse cuenta.

Se sobresaltó al escucharse a sí misma diciéndolo en voz alta. Por suerte, sólo la primera parte.

—No recuerdo haberte visto por aquí antes.

Jay se encogió de hombros y le contó sobre el auto descompuesto y su genial idea de salir a caminar en una noche así.

Silvia asintió, desviando la vista hacia los ventanales. Seguramente había llegado a la terminal mientras ella estaba en el baño. Se notaba que él tampoco era de la zona. Su acento gritaba Costa Oeste.

—Los Ángeles, ¿verdad?

Jay pareció incómodo con su pregunta y asintió brevemente. Ella volvió a mirar hacia afuera. Galancito raro. ¿Por qué no querría que reconocieran su acento?

Sin embargo, Jay respondió: —Sí, LA ¿Y tú? No logro ubicar tu acento. ¿Holanda? ¿Bélgica?

Raro pero sutil. Qué delicadeza, fingir que la creía europea.

—Sudamérica —respondió con una sonrisa fugaz.

—¿De verdad? No suenas ni te ves latina en absoluto.

—Dijo el confederado.

Silvia se mordió la lengua, arrepintiéndose de su sarcasmo. La sorprendió ver que él alzaba las manos riendo por lo bajo.

—Lo siento —dijo, divertido—. Pero mi limitada educación confederada dice que Sudamérica es un continente, no un país.

Fue el turno de Silvia de reír por lo bajo, concediéndole el punto.

—Argentina. —Por algún motivo, su sonrisa encantadora la hizo ponerse de pie, con una súbita urgencia por alejarse de este gringo atractivo y simpático. Ya había tenido más que suficiente de esa fórmula—. Voy por más café.

Pero él se incorporó también. —Al parecer sabes lidiar con ese maldito trasto —dijo, indicándole que lo precediera hacia el corredor—. Mejor que intente aprender el truco.

Silvia ahogó un suspiro y se dirigió hacia la puerta. Al fin y al cabo se sentía tan herida, tan sola, tan lejos de su hogar y sus amigos, que se hacía difícil rechazar un poco de compañía y de conversación superficial.

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