V

A la mañana siguiente, él no está ni nada que me pueda asegurar que volverá. Me reclino y envuelvo mis rodillas con los brazos. Lo veía venir. Por el rabillo del ojo veo esa bolsa indeseable. Me levanto y la vuelvo a guardar sin tan siquiera examinarla. En la cúspide de mi martirio ya ni considero llorar, dado que esa emoción se ha vuelto una parte tan grande en mí que lo único que puedo demostrar es una soledad ambigua y una quietud zalamera.

 Al levantarme, diviso mi libreta abierta en medio de la mesa. Con el entrecejo fruncido, me acerco y deslizo los dedos por la caligrafía tosca que yace en toda una hoja. Mi respiración se agita y mi corazón se dispara mucho más que cuando corres por tu vida. «Es como una serendipia». Saber el trasfondo de su pasado, más profundizado y tratado con seriedad, junto a sus tomas de decisiones, desafortunadas como llenas de fortuna, me hacen ver que pese a ser alguien desconocido tiene buenos sentimientos y hará lo que pueda para remendar sus errores.

Digo su nombre, mas no sale sonido alguno, solo es el movimiento de mis labios, lúgubres por no entonar nada. Se ha ido a cazar, no tardará en llegar. Antes de marcharse puso seguridad en los portones, también un hilo amarrado a unas botellas de cristal; si una criatura entraba, pisaría dicha cuerda y provocaría el tintineo que me despertaría. Es un sistema que acoplé y que tengo escrito entre mis ideas por hacer a futuro.

Sonrío y miro otra vez su explicación. Tan solo lleva tres días conmigo, o eso creo, pues no tengo la seguridad de que sea así, puesto que pierdo la noción del tiempo. Me pongo la mochila, aliso sus listones, amarro un pedazo de tela a uno, al igual que en mi muslo, donde se rasgó por la vejez mi pantalón, atizo mi cabello y me cubro con la bufanda. Al salir me cercioro de que he asegurado mejor las puertas y que si él llega antes de mí podrá forzarlas.

Le echo un vistazo a las sombras de las ruinas.

Detengo mis pasos con la nariz arrugada.

Es extraño que no estén allí.

Entonces, cuando mis pensamientos se entrelazan y dan con uno que me da un escalofrío, echo a correr sin importar que el morral se me cae y que mi cardio es pésimo. Con la agitación a flor de piel, efluvios de jadeos salen de mi boca persuadidos por el fragor de los latidos. Alzo la cabeza y escruto el cielo; está nublado y muestra ese tiempo tétrico que auguró este futuro. Me distraigo con las vistas, los pies se me enredan y mis rodillas se raspan al hacer contacto con el polvo y piedrecillas que adornan el camino. La sangre en mis dedos me asusta. El pánico me golpea con más fuerza cuando observo cómo sale de los raspones que no solo están en mis piernas, también en mis palmas. Me yergo con dificultad. No importa el escozor y continúo con mi corrida. Peino cada parte de la ciudad donde pueda estar, mas no lo hallo. Me muerdo el interior del labio y me detengo a unos pasos de la salida del poblado, justo donde la carretera se pierde en tierra y plantas. Lo demás es solo un desierto tétrico y melancólico. Nubarrones impactan entre sí y provocan luces que ciegan en la mitad del cielo junto al tronar del piso. Miro sobre mi hombro; allí están. Ingiero con más brío. Los encaro con los puños apretados. El más grande y con presencia se posa sobre sus patas traseras y me demuestra el poderío que se le ha dado. Niego y él solo ladea su cabeza.

—¿Quiet? —Me erizo y me giro para verlo con un par de conejos echados al hombro. Los pulmones se me desinflan—. No debiste venir, ya que se aproxima un diluvio —musita a mi lado con una sonrisa. Emprende la caminata de vuelta y lo sigo sin apartar el interés de ellos—. Estos conejos son viejos, así que no debes tener tanto remordimiento.

Aplaudo.

Se carcajea.

Le señalo una vía que lleva hacia la izquierda. Asiente y se deja guiar por mí. En ningún instante alejo mi parte alerta de nuestras espaldas o los lados, dado que los esperpentos saben confundirse en la penumbra y es como si viajaran a través de ella.

Contempla cada parte de la ciudad que ha dejado sus cimientos, incluso veo algo de interés en sus rasgos al atisbar la estructura de algún edificio que fue importante o de alguna casa. Nos detenemos frente a la fábrica de metalúrgica, la cual está irreconocible. A su costado hay una ferretería, allí es donde está lo que requiero. Con algo de dificultad por cómo la amarré en mi cinturón, saco la linterna y la golpeo hasta que parpadea un poco.

El lugar estará oscuro, más que todo porque donde es posible que estén las rejillas es en el almacén interno, es decir, el fondo del local, el cual no tiene ventanas. Alguna vez estuve aquí para sacar las cadenas y el candado, al igual que unas herramientas, mas no tuve la astucia ni la fortaleza de adentrarme a esa parte. Como no hay electricidad y está un poco nublado, será todo un reto. Lo miro de soslayo; guarda los cadáveres de los conejos en una bolsa plástica y después esta en su mochila, una que halló por ahí.

—¿Habrá alguna criatura allí?

Dejo caer un hombro.

Le hago un gesto para que se acerque, me inclino y de mi bota saco una navaja. Se la paso. Enarca las cejas al inspeccionarla.

—Con esto podré defenderme, gracias, pero creo que se te olvidó que cacé. —Me deja ver otro cuchillo más grande y, en efecto, de caza—. Solo podremos herirlos. Las balas casi no les hacen daño, es como si tuviesen un revestimiento de acero o qué sé yo en la piel, solo les haría rasguños. Que sí, puedes hundir la hoja, pero cuando lo hagas esa cosa ya tendrá sus fauces en ti.

Asiento con suavidad.

Eso ya lo sé.

Parece pensar algo más antes de posar su mano en mi bíceps y apretarlo.

—Ya has estado aquí, ¿verdad? —Cabeceo, afirmando—. Vale. Espero que no nos tardemos tanto, parece que va a llover. —Le apunto con el dedo su cuchillo—. ¿Esto? Lo encontré, bueno, lo saqué de una tienda.

Me pide que le dé la linterna, pero lo ignoro y me adentro en la estancia. Estantes volcados, productos tirados y sangre en las paredes nos recibe con galantería. Examino el mostrador; está igual que antes. Parece que nadie ha entrado aquí, solo yo. Paso las yemas por el cajero; hay polvo y residuos de escayola. Un rayo ilumina mejor la sala y todo afuera se nubla más.

Sam me espera en la puerta que aclara que solo personal puede entrar allí. La fuerza y me da una sacudida de cabeza.

—Está con llave —susurra.

Esta vez sí le paso la luz. Él se retira. Tomo impulso y doy una patada. La puerta rechina y se abre con un estrépito. Le alzo las cejas cuando pasa por mi costado y me devuelve la linterna. Sé que el ruido los atrae y que fue impulsivo de mi parte. Él está atento. Tengo el conocimiento de que no nos atacarán, no a mí.

Tosemos cuando una brisa de polvo nos saluda.

Nos cubrimos con el antebrazo y vemos las telarañas. Me entumezco al ver un rastro de sangre. Está seco y con un cruel olor a hierro en el ambiente, el cual lleva al final del pasillo. Arrastraron un cuerpo. Lo que me da un poco de extrañeza es no ver moscas, entonces ya se marcharon si el cadáver pasó su fase de descomposición. Sam me cubre y es el primero en ir a investigar. Le sigo de cerca. Levanto la mirada y doy una ojeada a nuestras espaldas. El brillo de orbes amarillentos yace en la entrada del local. Están pendientes. Me detengo al girar la esquina. Sam revisa algo postrado contra la pared, justo a unos centímetros de otra puerta semiabierta.

—Hace mucho que murió. Parece ser que una de esas cosas estuvo aquí. Vete a saber cómo entró, quién le echó pestillo a la puerta y cómo salió eso —informa incrédulo—. Hay cosas que no tienen explicación.

Ilumino al hombre con el rostro desfigurado. La mandíbula le hace falta y los ojos ya no parecen ser cuencas, más bien planicies por lo hundidos que están. Hay un leve aroma a putrefacto. Me inclino un poco para ver su abdomen rajado de un lado a otro; los órganos están entre la carne abierta. Es como si los hubiesen removido. La silueta de agonía en sus facciones demuestra que murió de dolor, no al instante. Se dieron un festín con él. La rareza del asunto es no ver al causante. Es muy seguro que el propietario haya huido después de presenciar esta masacre y dejado a la criatura aquí encerrada. Es muy probable que haya muerto de inanición, pues no se devoró al hombre del todo, solo… solo lo mató.

Nos vemos por unos segundos. Parece entender mi consternación. Suspiro y decido mirar el almacén con él a mis espaldas. Hay pocas telarañas y algunas gotas de sangre en el suelo que conducen a otra puerta, la cual está entrecerrada. Trago. Agarro a Sam del brazo. Estuvo a punto de ir. Niego. Resignado, me deja ir. Con suavidad, abro del todo la puerta y le echo un vistazo a la oficina. Me asombro al ver un hueco en el techo, en donde el tejado fue quitado a arañazos por las marcas. Un nubarrón me saluda. Entonces sé que eso escapó y que es más que posible que se refugien aquí de día. Retrocedo. Estamos justo en su guarida.

Sam entrecierra su mirada en mí cuando empiezo a buscar entre los estantes, al igual que de los ganchos, las rejillas. Encuentro unas muy delgadas —como para proteger un patio de gatos— enrolladas aún en su tubo. Más abajo están las que necesito, esas de agujeros un poco grandes y que hacen de cercas para canchas.

Creo que llevar todo el tubo es lo factible.

Se lo paso con rapidez junto a unas láminas de acero. Lo apresuro para que salga mientras alumbro otra vez hacia la oficina. Brillo de dientes me hace caminar con más celeridad. Técnicamente lo arrastro. Él tiene una expresión confundida. Lo impulso del antebrazo para tirarlo al pasillo y recibir el golpe en mi espalda. Mis vertebras sueltan un alarido al mismo tiempo que caigo sobre mis rodillas y palmas. Me giro con rapidez para enganchar el filo del hacha en el cuello de la bestia sobre mí. Está igual de estupefacta que mi compañero, pues esperaba atacarlo a él y no a mí. Impulso las piernas para conectarlas en su pecho y lanzarlo. Empiezo a oír un pitido en mis tímpanos cuando me incorporo y entrelazo los dedos con los del castaño. Echamos a correr y salimos disparados del lugar.

—¡Quiet! M****a —jadea al observar sobre su hombro.

Nos persiguen.

Están con su interés en su figura, no en la mía.

«Estamos lejos del container, dudo mucho que tengamos la resistencia suficiente como para seguir corriendo. Mira tu alrededor, recuerda los lugares semiseguros».

Avisto una tienda que tiene una reja deslizante en la parte superior de la puerta. Me dirijo ahí con Sam aún inquiriéndome qué pasa. Lo empujo para que entre. Anonado, con los labios separados y el temor en sus pupilas, ve cómo dejo caer la reja. Lo último que atisbo de su mirada es el horror puro al comprender mi acción. Agradezco que no soltó todo lo que le pasé. También sé que el sitio está vacío. Me apoyo en el gélido metal con los brazos extendidos. La jauría me contempla con los dientes descubiertos en una maniaca sonrisa. Entretanto, los golpes tras de mí, junto a los gritos, no tardan.

Le sonrío al líder que se abre paso entre los suyos.

«¿Tocará hacer lo mismo de la última vez?».

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