LOS DOCE DEMONIOS DE KORDASHA tercera parte

Lupercus, Melith, Shak y Colmillo procedieron a realizar el regreso a Palmira. Pero encontraron la ciudad capital del estepario país en una situación muy distinta. Charcos de sangre corrían por las calles en medio de alborotadas multitudes, así que Lupercus ocultó a Melith entre unos callejones.

 —Colmillo —dijo al lobo— cuida a Melith, y mata a Shak si intenta escapar.

 Se adentró entre los angostos pasillos pedregosos de la ciudad. Tomó por el cuello a un mercader, y lo interrogó.

 —¡Han derrocado al Rey Corath! —anunció— estaban cansados de su tiranía y de los sacrificios que realizaba diariamente.

 —¿Qué hicieron con Corath?

 —Lo decapitaron ayer y colocaron su cabeza sobre una pica en la plazoleta central.

 —¿Y con Evrakos, que ocurrió?

 —Tengo entendido que lo hirvieron en aceite anoche...

 —¿Y su esposa?

 —No lo sé...

 Lupercus soltó al mercader, y sólo sintió que Evrakos no muriera por su propia mano. Había pretendido matar a Corath como castigo a su maldad, y luego tomar el poder. Vengarse de Evrakos ejecutándolo o volviéndolo prisionero y casarse con Melith si ella así lo consentía. De no hacerlo, al menos sabía que Sidre sí lo haría. Pero esta revuelta popular frenó sus planes. Ahora con sus enemigos muertos y sin trono que tomar, era mejor dejar Sarcustán.

 Sin embargo recordó a Sidre. Aunque fuera una mujer fría y manipuladora, habían gozado de una noche de pasión vigorosa, y no quería dejarla a merced de las circunstancias. Así que corrió hacia la mansión de Evrakos para rescatarla. Fue allí donde fue aprendido por los guardias.

 Claro que una sencilla guardia no era capaz de aprender fácilmente a un guerrero de la talla de Lupercus. Los mismos guardias eran conscientes de que Lupercus fácilmente habría matado a diez de ellos antes de que lo tocaran, así que lo extorsionaron con matar a Sidre si no iba con ellos voluntariamente. Lupercus los acompañó, siempre alerta. Trataría de salvar a Sidre, pero de no ser posible, no sentía tanto aprecio como para morir por ella.

 Cual sería su sorpresa al encontrarse con Sidre sentada en el trono del rey, con Gothur, el General Supremo del Ejército —recientemente sacado de prisión, bañado y perfumado— a su lado.

 —Veo que has jugado bien tus cartas...

 —Liberé al General Supremo de las mazmorras —explicó sonriente— cuya familia había sido asesinada. Así, él partió a las tierras campesinas donde Evrakos y Corath extraían mayor cantidad de víctimas para sacrificar. Allí encontraron terreno fértil para predicar la rebelión. Ahora yo seré Reina y él será Rey...

 —Sin embargo —mencionó Lupercus— he cumplido mi misión y rescatado con vida a Melith...

 En los ojos del General se encendieron llamaradas de pasión.

 —¡Tráela! —ordenó. Lupercus indicó donde la encontrarían.

 —¡Lo mejor es que Lupercus la lleve lejos! —indicó alarmada Sidre— el pueblo puede enfurecerse si sabe que la joven hija de Corath por quien murieron sus hijos está viva...

El destino gira de formas muy distintas. Y juega pasadas muy maliciosas. Cuando el General Supremo observó el juvenil y hermoso semblante de Melith, su corazón quedó prendado de la doncella. Gothur tenía unos cincuenta años. Su esposa y sus dos hijas perecieron bajo el yugo maniático de Corath, así que ofreció matrimonio a Melith. Consideraba que legitimaría aún más su reinado estar casado con la hija del anterior rey derrocado. Melith consintió; era una niña mimada de toda una vida, y le era imposible concebir otra existencia que no fuera entre lujos y agasajos. ¿Qué mejor manera de preservar esto que siendo reina? Aún si implicaba casarse con un tipo feo y tosco que podía ser su padre. El caso es que la doncella de 16 años se casó con el militar cincuentón. Y la despechada Sidre, aún cuando fue la que sacó al nuevo rey del calabozo, quedó relegada.

 Sidre solicitó ser la nueva suma sacerdotisa, pero el nuevo rey conocía bien los intrigantes y recelosos sentimientos que el corazón de Sidre podía albergar. Sin embargo, siendo Gothur un hombre agradecido, le permitió partir al lado de Lupercus a quien suplió con tres caballos, muchos víveres y una buena cantidad de oro.

 Melith misma estaba muy agradecida con Lupercus y le ofreció el puesto de nuevo General Supremo. No obstante Lupercus era un nómada sin interés en ser un sirviente político de alto rango. Se despidió de Melith con un afectuoso beso en la mejilla, y partió con una compañía muy variada; un enano cautivo y desdeñoso, y una despechada mujer fatal. Sólo la lealtad absoluta de Colmillo apaciguaba un poco su paranoia.

 Dicen algunas crónicas que Melith, aunque casada con Gothur, siempre amó en secreto a Lupercus, y soñaba con él en las noches. De esta leyenda surgiría un rumor que veremos luego.

 Lupercus y sus acompañantes acamparon bajo las estrellas, al lado de una fogata. Alzaron una pequeña tienda de piel de animales, y reposaban en su interior. El enano aún estaba temeroso y suspicaz, pero su temor a las fauces de Colmillo era mayor, de momento.

 Mientras dormían apaciblemente sobre un lecho de mantas, Colmillo despertó olfateando el aire y profiriendo gruñidos de desconfianza. Dispersó entonces un aullido estridente que despertó a todos. El primero en reconocer el rumor de pesados pasos aproximándose fue Lupercus, de agudos sentidos lobunos.

 —¡Salgan de la tienda! —ordenó con un grito estrepitoso. Todos los ocupantes de la tienda la vaciaron de inmediato. Justo cuando desocupaban el lugar, una pesada cachiporra de unos dos metros de largo y un metro y medio de grosor aplastó la tienda destruyendo todo lo que había adentro.

 Atónitos observaron al autor del atentado. Un gigantesco minotauro de tres metros de altura. El gigante era de grasosa piel oscura, y una larga cornamenta taurina que brotaba de su cabeza, que hacía juego con su hocico bovino aunque su torso y brazos fueran antropoides. El monstruo estaba cubierto por un taparrabo sencillo y había usado su cachiporra del tamaño de un tronco de árbol con el fin de asesinarlos en su sueño.

 —Estuvimos a punto de proporcionarte una muerte rápida, Lupercus el Guerrero Lobo —dijo una voz gutural y repulsiva acercándose por un franco diagonal al del minotauro. —Pero ahora padecerás una muerte horrible y lenta...

 El autor de las amenazas era otro gigante de aspecto igual de horrible. Se trataba de un ser desfigurado con dos cabezas y cuatro brazos. Su robusto cuerpo repleto de músculos, de piel verdosa y callosa, cubierto a su vez por otro taparrabo, era una grotesca imitación de un cuerpo humano. Ambos gigantes dispersaban un pestilente olor nauseabundo.

 —¡No le temo a dos gigantes deformes! —dijo Lupercus enarbolando su espada.

 —¿Y a tres? —consultó una tercera voz. De entre las sombras y por otro franco apareció un gigante velludo, totalmente cubierto de gruesos mechones de cabello, patas de cabra  y dos cuernos  de carnero brotándole de la cabeza. —No podrás derrotarnos, somos los hermanos Taurus, Geminus y Ariesh; tres Demonios de Kordasha.

 Así como el gigante minotauro utilizaba una cachiporra, el carnero tenía un mazo de hierro y el bicéfalo tenía un hacha de piedra. Todos comenzaron a blandir sus armas, provocando que el viento zumbara por el corte de los potentes pertrechos, con la intención de aplastar a Lupercus.

 Pero de entre los escombros de la tienda Colmillo extrajo el hacha (que había sobrevivido el golpe aunque algo doblada), y la entregó a Shak.

 Lupercus evitaba los estruendosos golpes del hacha del gigante bicéfalo que se estrellaban contra el suelo creando cráteres de gran profundidad. Colmillo saltó hasta el cuello derecho del bicéfalo, mordiéndole la yugular, aún cuando recibió los golpes de las dos manos derechas. El bicéfalo logró lanzar al lobo lejos de su cuello —no sin que este arrancara un buen pedazo de carne— cayendo el can firmemente sobre sus cuatro patas, y gruñendo con ira.

 Mientras esto pasaba, Shak utilizó las capacidades ágiles que heredó de su pueblo para evitar los golpes del martillo del gigante carnero. Saltó furibundo y  trepó por entre los mechones del monstruo. Una vez llegando a la altura de la cabeza, el enano incrustó su hacha sobre el cráneo del monstruo astillándolo. Salpicó de sangre aceitosa como petróleo el rededor, provocando que el monstruoso engendro se tambaleara desconcertado. Finalmente, el cuerpo gigantesco cayó al suelo en medio de un estrépito que resonó por las laderas montañosas del ambiente cercano. El enano saltó del cuerpo mientras éste se desplomaba, y cayó al suelo de pie firmemente.

 A Sidre se aproximó el malévolo híbrido de toro y humano que la observaba con una sonrisa babosa. La mujer se arrastraba sobre el polvoriento suelo con temor en su rostro, hasta llegar a los escombros remanentes de la tienda. Es allí donde toca accidentalmente con sus dedos derechos los restos del arco y las flechas que no habían sido azotados por el golpe de la cachiporra. Justo cuando este parpadeó con sus ojos de rumiante y levantó el garrote para aplastar a la mujer, Sidre tomó el arco y una flecha y apuntó a uno de los ojos del adefesio. Acertó atravesando el ojo derecho del gigante, por lo que profirió un alarido enfurecido por el dolor y la sorpresa.

 Impulsado por esto, el demoníaco gigante volvió a alzar su cachiporra contra la mujer. Ésta le lanzó un nuevo flechazo que golpeó en su pecho provocándole nuevos gritos estridentes, y una reanimada ira asesina.

 —¡Al cuello! —le dijo el enano. Sidre obedeció lanzándole un flechazo que acertó en la garganta y pronto cayó al suelo en medio de convulsiones, hasta convertirse en una repulsiva masa burbujeante y aceitosa.

 Ante ésta situación, Lupercus continuaba la lucha contra el gigante bicéfalo. Mostrando una fuerza extraordinaria en un ser humano, fue capaz de retener el golpe de hacha que le propinó el gigante, obstruyéndolo con su propia espada. Aunque el sonido ensordecedor del metal chocando retumbó a través de las montañas, el propio Lupercus vio su cuerpo totalmente estremecido por el retumbar del choque.

 Es entonces que Lupercus apuntó su espada y la utilizó como lanza. La proyectó contra el cuello del gigante de la izquierda, y la disparó con gran fuerza y atinada puntería. Al atravesar el cuello del gigante con la espada, la sangre brotó y la mitad del cuerpo del monstruo murió de inmediato.

 En el suelo, la cabeza y los dos brazos de la derecha lidiaban por mover el lado de su compañero muerto. Aferrando el hacha que usó Shak, Lupercus llegó hasta la cercanía de la cabeza derecha y la ultimó atravesándole el cráneo.

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