HOTEL BARATO, CARICIAS CARAS

Hay muchas formas de querer, y unas cuantas de amar. Las mujeres son como casete de doble hoja. Algunas quieren que las quieras y más nada, otras anhelan tu amor con todo y falto de cariño, y hay algunas como ella, que se conforman con las migajas de amores mal hechos.

Soy un anciano en cuerpo de adulto joven, si es que ese mal juego de palabras existe en alguna vida. Mi nombre es Jorge Santome, pero bien podría llamarme Juanito Pérez, Cuauhtémoc Blanco, Lionel Messi, Diego Armando Maradona o Jaime Garza. El nombre no es más que el título de una obra; portada de una película de la que esperas mucho, poco o nada.

De mí no esperes demasiado. Tengo 24 años, un libro más caro que atractivo en las librerías, y una enorme admiración por el sexo femenino. No te confundas. No soy el macho alfa que huele virginidad en cualquier avenida o calle mal pavimentada. Mas bien soy del tipo aburrido. Me gusta inventarme películas pornográficas mientras juego con mi pene. Otros prefieren las revistas o videos, yo le dejo todo a mi mente. Seguido intercalo cosas del día a día con mis fantasías, y de ahí salen las mejores pajas.

¿Qué opino del romanticismo? Mi moral va lo suficientemente rota como para enamorarme de la primera prostituta a la que besé sin cuidado y follé sin condón. Perdonen por arruinarles el final, pero… ¿quién dijo que precisas sorprenderte para perderte entre mis letras?

Tampoco soy un abogado exitoso. De hecho, mi falta de brillantez me llevó a trabajar como asistente de nada en una Editorial desconocida. Accidente bonito, pues aunque fracasé de viernes a miércoles en aquellas oficinas mamadoras de café, los jueves de descanso me permitía usar la computadora para otras cosas, como inventarme insultos sin que alguien pudiese escucharme, copiar las mejores frases de la lectura en turno o escribirme una hojita, o dos, o tres o doscientas tres de lo que fue mi primera novela.

Han pasado dos años desde aquella publicación. Aún no he conseguido vender el diminuto tiraje de 500 copias, y sin embargo, agradeceré toda la vida haberle mostrado al mundo mi curiosa técnica para embellecer mentiras. Pasa que desde entonces, me es bien sencillo ir al bar a ver un partido de fútbol y acabar en la cama con una niña bonita. O medianita. O feita. ¿Qué más da? Para quienes nos quitamos lo virgen a los veintitantos, la vara debe ser pequeña. O medianita. O inexistente.

Recuerdo bien la primera vez. Hacía frío, y compraba los regalos navideños con mi amigo Santiago. Entonces yo tenía novia, y aunque en el arte del toque y el beso llevaba buen prestigio, aún no conseguía graduarme entre las piernas de alguien. Esa tarde, fue mi debut.

Llegamos a una casa de citas mal atendida, pero con buenas damitas recibiendo tus ganas y sacándote el lado enfermo. Me tocó una llamada Lizeth. O Lizbeth. O María. ¿Qué sé yo? La mujer era flaca, aunque bonita. Le faltaba la gracia necesaria para hacer que el cliente se olvidara de que estaba pagando por el servicio y convirtiese la media hora en una hora. O dos. O tres. Todas ellas a precio cambiado, claro está.

La pase bien, pero nada del otro mundo. Mucho debe agradecerle mi ex novia a Lizeth, o Lizbeth o María, pues me dejó tan mala experiencia con prostitutas, que la infidelidad no volvió a aparecerse como buena opción.

Mi noviazgo terminó en el mismo año en que publiqué la novela. Fue breve el tiempo en que quise morirme por ella, y muchos los momentos en qué lamenté haberme perdido tanto del buen trato. De la bonita caricia y el beso apasionado. Tenía 22, comenzaba a vivir la cara linda de la vida, cuando otra casa de citas me marcó. Esta vez para bien. O para mal, si le preguntas al ojo vulgar, primo hermano de la bandida moral.

No sé muy bien cómo empezar a contarles de Viviana. Quizás convenga arrancar con la terrible confesión de que la primera noche no pude hacerlo con ella, a pesar de haberme pagado el servicio premier.

La macha vergüenza me hizo visitar el sitio por segunda ocasión, pero no fue sino hasta la tercera, o la cuarta, o la quinta o la enésima cuando ocurrió lo que ahora les narro…

El ventanal que presume una falsa agencia de viajes, me trajo recuerdos de la primera vez que pude llegar al clímax con ella. Fue placentero siempre para Viviana, pues repito, en el arte del beso y el toque, alguna experiencia me colgaba en el morral.

Sin embargo, a la hora de cambiar mi mano por su cadera, e intentar excitarme tanto como lo hacía con las películas que me inventaba, todo se venía abajo. Mi orgullo, su vergüenza, mi pene y mis ganas. Entonces acabábamos platicando. Cada día menos complicado que el pasado.

Hasta que pasó. De pronto cambiamos el ciclo de las cosas, y empezamos charlando en lugar de follando. Fue más sencillo llevarla a dónde quería estar, y verme como siempre quise verme. Acabé radiante. Acabó preciosa. Acabamos luego de 5 minutos. O 10 minutos. O 20. ¿Qué sé yo?

Juro que me esforcé por llevar el momento a todo, menos a ese territorio que Viviana cercó desde el primer día y que tanto morbo me causaba.

¿Preguntarle por sus hijos? Si quiera debía hacerlo. Ella siempre me relacionaba con su niño el mayor, provocando en mi una especie de pena, bochorno y extraña excitación.

¿Preguntarle por su vida más allá del negocio? Ni me interesaba ni le interesaba. Pasa que saca 15 verdes a la semana, cuando en cualquier otro oficio alguien gana eso al mes y hasta se la da de presuntuoso. Aspectos suficientes para entender que aquella vida era más buena que mala.

¿Entonces? ¿Cuál era ese tema que guardaba con sigilo mientras yo indagaba, y buscaba y me perdía?

-Tengo un corazón de oro, pero lo empeño para ganar un poco de dinero.

-¿Lees mucho?

-Algo. El tiempo me da para cubrir algunas cosas, y como no queriendo meto mi entretenimiento favorito.

-Ya decía yo.

-¿Por?

-Siempre he pensado que los lectores se distinguen más en charlas comunes y corrientes que en platicas culturales. Mira a dos argentinos hablando -país que más lee en el continente- y te darás cuenta de que hasta el rey de los vulgares sostiene conversaciones dignas de guiones de Borges. O de Mario Benedetti. O de Saramago.

-¿Soné a cuento de El Aleph?

-No. Sonaste más bien como salida de La Tregua.

Reímos sin muchos ánimos, pero bien obedientes a nuestros corazones. Luego nos miramos y ella partió en llanto. Me abrazó, y dejé que lo hiciera sin hacer de aquello dos abrazos. Mejor uno solo. Algo que nos mantuviera atados como dos corazones lastimados que se quieren, que se necesitan para hallar cura a su mal de amor. A su mal de vida.

Enredados en esas sábanas de hotel barato, me ofreció la más hermosa de las caricias. La más cara. La nunca dada. La siempre ahogada. Me hablo del cariño perpetuamente negado, y del sol que nunca llegó a aliviarle los párpados. Sacó de su alma un trozo de nada, y yo sin saberlo ni pretenderlo le contagié mi todo.

Desde entonces no la veo, aunque la siento. Va de mi mano a cada paso regalado, y se instala en mis neuronas con ganas de nunca salir. Con ganas de nunca sacarla.

Hoy tengo ochenta años de vida, y a diferencia de cuando empecé a escribir este relato, me considero un joven anciano. Con muchas de vivir, pero poco camino a recorrer. Admito, sin vergüenza, que a Viviana la busqué en cientos de pechos y miles de piernas. Penetré a quinceañeras y viejas bajo inútil deseo de encontrar, aunque sea poquito, aunque sea casi nada, algo de Viviana. Pero no.

Casi me voy sin decirles que desde hace diez años vivo de una publicación que alcanzó las nubes. Ella me hizo popular y millonario en tiempos donde la popularidad incomoda y el dinero da poco más que igual. Por mero agradecimiento, para no quedar mal frente a quienes atentamente me acompañaron hasta el final, les comparto unas cuantas líneas de aquellas letras que hubiese deseado jamás escribir. Y no por falto de gusto al resultado, sino por lo que hube de vivir para inyectarle sentimiento a la única historia sin una coma, sin una letra, sin una pizca de mentira.

…me enredé con una de esas personas con las que juré nunca enredarme. De ropas cortas y largas ideas. Pretensiones que roban aliento al cielo, y escupen veneno. Vomité en ella mis más enfermos deseos, y lo peor es que me gustó. La mujer mostraba un incomodo pudor. Es difícil pensar que alguien así sintiera tal bochorno al rozarle la mejilla. ¿Por qué? Si todo el mundo la toca. Si todos le besan hasta el último rincón de su cuerpo bandido y vendido. Pasa que nadie llegaba a sus adentros. La gente pagaba para ensuciarle las carnes, ella pagaría porque uno de cada quinientos le besara el corazón como yo se lo besé…

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