Capítulo 17

17

Había transcurrido una semana desde la última vez que, Alberto y Raymundo, vieron a Carlos. El mamón ese decidió esconderse en alguna clase de cueva, pues ninguno de los dos lo vio esos días, y tampoco se reportó.

A Raymundo le importaba muy poco lo que le pudiera haber pasado, bien lo podrían estar desollando cual cerdo en matadero, lo único que le intrigaba era el dinero de las herramientas robadas. Le correspondía una parte, y no le interesaba que Carlos pudiera ser un cabrón engreído, le sacaría esa puta lana aunque tuviera que buscarlo debajo de las piedras.

A causa de todo esto, Raymundo había tenido que salir a buscar trabajo, y lo consiguió casi de manera inmediata como ayudante general para un sujeto que era jardinero. Trabajaba bajo contrato; la gente ya lo conocía, le hablaba, y él iba hasta sus casas a limpiar sus jardines, podar los arboles, cortar el zacate o cuanta mierda pudieran costearse esos riquillos pretenciosos que vivían al centro o norte de la ciudad.

Guadalupe, el señor con el que trabajaba, era un sujeto paciente, a tal grado que parecía correrle atole por las venas... cemento, mejor dicho. A pesar de esto, era, hasta cierto punto, tolerable. Cuando le indicaba a Raymundo alguna tarea pendiente, confiaba demasiado en que la efectuaría de la mejor manera, de modo que no veía necesario estar al tanto. Y esto era bastante agradable y dificilísimo de encontrar.

Lo malo de su trabajo era que solo recibía doscientos pesos diarios por ocho horas jodiéndose bajo el sol. ¡Por ocho malditas horas soportando arañazos en sus brazos o clavándose espinas de rosales en los dedos!

Aquella tarde de jueves, luego de llegar del trabajo, sucedió lo impensable; Carlos se presentaba de nuevo. Esa maldita escoria tenía los pantalones de regresar y poner su culo flaco y hediondo a unos metros de Raymundo. Pensó en reventarle la boca, pero se contuvo, después de todo había regresado. Eso y sin olvidar que Carlos, una vez que se recuperara, regresaría y clavaría un cuchillo en su cuello. Con ese cabrón se debía ir lento, puesto que estaba más loco que una cabra.

Al fin te encuentro —dijo serenamente, acercándose hasta Raymundo, que estaba tirando un envase de refresco en un tambo de basura que se encontraba junto a un poste de luz.

Aquí he estado. Siempre.

Bien, bien. Escucha, sé que las cosas no han salido como lo planeamos, pero apenas ayer logré acomodar las herramientas.

Esa noticia sí me agrada. ¿Traes el dinero?

Con respecto a eso, hay un ligero problema.

—¿Qué sucede?

Aún no recibo el dinero. Este señor, el que está interesado en la merca, me ha pedido que le dejara las herramientas para checar que no tuvieran algún problema.

No importa, ¿cuándo te da el dinero? ¿Y cuánto te dará?

En una semana, es lo que dijo, pues tiene otros pendientes —respondió con una sonrisa desdeñosa.

—¿Una semana? Y mientras, ¿qué mierda cree que haremos? ¿Tragar aire?

Es lo mismo que yo pensé...

—¿Y cuánto te dará? —interrumpió Ray, los ojos de Carlos refulgieron al igual que brasas en una caverna. Se veía molesto, como si estuviera soportando todo aquello más por interés propio que por otra cosa.

Escucha, será poco.

—¿Cómo? ¿Por qué? —gritó un tanto molesto.

¡Oye, es mejor que te tranquilices, cabrón! Nunca dije que esto sería fácil —respondió de mala gana, dando un par de pasos hasta Raymundo, quien no contestó a esta provocación. Y de hecho, sí, sí había mencionado que sería fácil. Aunque prefirió guardarse cualquier comentario al respecto. Conocía a Carlos, era de esos tipos que tienen una mecha corta, demasiado corta.

—¿Y qué sucederá entonces? —se limitó a preguntar. Sentía cierta repulsión hacia sí mismo por tan cobarde comportamiento.

Sugiero seguir con lo planeado. Si nos detenemos ahora, de nada servirá.

Siento que estoy arriesgando mucho por tan poco.

Eso ya es decisión tuya. Si quieres rajar, adelante. Solo te digo una cosa, es cuestión de esperar para que se empiecen a acomodar bien las cosas.

—¿Esperar qué? —cuestionó con poco interés.

El cabrón que compra estas cosas no está en la ciudad. Fui varias veces a su casa, pero no pude dar con él. Seguramente salió de vacaciones o estará indispuesto por algún asunto familiar. Tiene un taller, entiendes. No puede dejarlo mucho tiempo cerrado, perderá clientes. Su respuesta estuvo acompañada de una tranquilidad cuestionable. Incluso su tono de voz contrastaba con su comportamiento habitual. Parecía agradable al igual que el suave vaivén de un barco que se encuentra anclado a la orilla de un puerto.

—Está bien, lo entiendo. —Respondió sin otra opción.

Una vez más, Raymundo sintió cierta incomodidad. Carlos parecía tejer una telaraña de mentiras con el fin de que Ray no rechazara su complicidad con respecto a los planes que ya habían trazado. Sea como fuera, estaba cayendo, y es que no era idiota, pues era consciente de que si decidía ponerse a la ofensiva, perdería su parte de las ganancias del robo. 

Asintió sin encontrar la necesidad de decir nada más. No tenía muchas ganas de estar con él. Una cosa muy distinta era platicar mientras bebían cerveza y los acompañaba Alberto, pero en ese momento era tan incómodo como una patada en el culo, y se volvía aún más al comprender que no vería su parte del dinero en un buen tiempo.

No se quejó al respecto, pero debido a tales palabras, se le antojó una pipa de cristal. ¡Qué mierda!, hasta un cigarro de marihuana estaría bien.

Carlos se fue, y Raymundo le rayó toda su madre a sus espaldas. Claro que estas palabras no salieron de su boca y permanecieron bien ancladas en su mente.

Después de todo, no le quedaba otra opción más que seguir trabajando con aquel viejo en la jardinería.

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