3. La sombra del amor

Bella 

Abrí los ojos. 

Desconocía el tiempo que había estado dormida pero ya era de día. Todavía nevaba y la neblina apenas dejaba entrever el horizonte. Su timidez se colaba por la ventana y hacía de la habitación un lugar frio y difícil de soportar. 

Me encogí dentro de las sábanas y oteé el exterior alrededor de una hora. Me dolía la cabeza, pero ese hecho no fue tan importante como el ahora terrorífico recordatorio de lo que había hecho la noche anterior. 

«Ketamina...»                                                    

El hombre del bar llevaba razón cuando me dijo que los efectos de las píldoras conseguirían esfumarlo todo. Y así fue, al menos durante algunas horas, porque allí estaba de nuevo ese vacío estridente que se abría paso a arañazos a través de mi piel y azolaba de golpe. 

Era pasada la media mañana cuando decidí salir de la habitación. Al principio mis piernas no respondieron como me hubiese gustado. Tuve que aferrarme a la barandilla con fuerza porque no confiaba en mi propio equilibro. 

Capte el rumor de unas voces por encima de un escalofriante silencio. Provenían desde el interior del despacho. Avance sin hacer ruido. Conforme me acercaba, el reconocimiento era más esclarecedor. 

Era Sebastian... y no estaba solo. 

Empuje la puerta. Fruncí el ceño. 

Me asombro la rapidez con la que esa sensación amarga se derramo por mi garganta. 

De todas las personas con las que hubiese podido toparme, no esperaba que fuese ella. 

Sofía Caruso sobrevivió al atentado que habíamos sufrido en el bunker y estaba de pie en mi casa. No conforme con eso, su mano reposaba en una muy íntima muestra de afecto contra el pecho de Sebastian. 

Nos miramos directo a los ojos. 

Ella osada. Yo imperturbable. 

Si quiera tuvo que sonreír para demostrar su evidente cinismo. 

Por un instante, me sentí mareada, pero eso no evito que reparara en Sebastian y en su intento por hacer un poco más ameno aquel encontronazo. 

Le salió fatal de los cojones. No quería a esa mujer en mi casa, mucho menos si insistía en aquel indiscreto coqueteo. 

— ¿Qué hace ella aquí? —pregunte un tanto desconfiada. 

El no respondió. Tampoco hizo el esfuerzo por evitar que yo imaginara. Me envió una mirada dolida y bastante reveladora. 

Retrocedí un paso contra la puerta. El corazón acelerando sus latidos. 

—Te he preguntado que hace ella aquí —insistí. 

Pero el volvió a responder con silencio y agacho la cabeza para coger aire y atreverse a mirarme. 

—Sofía se ha ofrecido a ayudar con tu problema de... —sus ojos titilaron, los míos amenazaron con empañarse de lágrimas. 

Me contuve, y si por algún remoto caso decidía romperme, no lo haría frente a esa zorra. Erguí mis hombros en cambio. 

—Dilo — le rete con una sonrisa incrédula —, vamos, dilo. 

—Bella... —dio un paso al frente. Sofía percibiendo aquel desastroso debate. 

— ¡Que lo digas! — Chille de pronto y lance al suelo los objetos que habían sobre la encimera — ¡¿crees que soy una jodida adicta?! ¡¿Eso crees?! 

— ¡Isabella! —clamo, irritado. 

— ¡¿Que?! —Le plante cara — ¡si estoy equivocada pídele que se largue de mi casa! Vamos, ¡quiero verte hacerlo! 

Pero no lo hizo, y ese hecho solo se convirtió en un peso muy grande de decepción sobre mis hombros 

—Eso creí —musite agotada. 

—Escucha... 

Negué con la cabeza y fue entonces cuando vi a Carlo sentado en uno de los sillones con la mirada oculta en el suelo.

Ahogue una exclamación.

— ¿Tú también eres parte de esto? —le mire destrozada, y a mi pesar, el me devolvió el contacto.

No respondió. Se limitó únicamente a un silencio esclarecedor.

— ¡Jodanse! —les señale y luego mire a Sofía —. Y tú, que patética te miras consolando a un hombre que no te pertenece. 

Salí de allí dando un portazo. 

Ahogue un jadeo y no repare en el torpe movimiento de mis piernas ni en la ausencia de aire en mis pulmones. Tampoco en el llanto que se abría camino a través de mi garganta o en los espasmos. 

La puerta de la entrada se dibujaba inmensa e inalcanzable a unos metros de mí. Y aunque tuvo que haber sido fácil llegar hasta ella, no lo fue. 

El cielo estaba más obscuro que nunca. Se había desatado una tormenta de nieve que advertía romper huesos y provocar entumecimiento, pero no me importo. 

No me importo tanto como el pensamiento de no saber a dónde ir o que hacer. 

Otee en la lejanía. Un tropel de guardias se dispersaba en el jardín.  

—Señorita, Isabella... —Uno de ellos logro capturar mi atención. 

Rápidamente, se quitó la chaqueta y la coloco por encima de mis hombros. No había caído en cuenta de que aun iba en pijama y descalza. Esto tampoco me importo. 

Baje la escalinata y me eche a andar sobre la hierba húmeda. 

Me extraño que abriesen el portón para mí, en otra ocasión hubiesen advertido a Sebastian primero, pero no le di importancia y seguí andando. Al menos hasta que escuche el rumor de unos neumáticos siguiéndome a una distancia prudente. 

Basto ladear la cabeza para descubrirle detrás del volante. Su velocidad iba al ritmo de mis pasos, así que tuvo que acelerar un poco más cuando yo me eche a andar con más decisión. 

Tenía los pies entumecidos y la nariz congelada. 

—Sube al auto —su voz penetro en mis poros, pero no hice caso y seguí avanzando. 

El frio era cada segundo más aniquilador y golpeaba en mis mejillas.  

—Isabella, sube al auto o te subiré yo mismo. —esta vez, abrió la puerta del copiloto con el auto todavía en marcha. Hice caso omiso mientras la nieve se convertía en charco bajo la planta de mis pies descalzos—. ¡Joder! 

Gruño antes de maniobrar el auto en la carretera y salir por la puerta convertido en un hombre enfurecido. 

Nos destrozamos con osadía mirándonos fijamente el uno a la otra. El viento corría fuerte y movía sus mechones. También erizaba su piel.  

El día apenas mostraba nada que no fuésemos nosotros a mitad de la carretera y con el peligro que ello conllevaba, pero a ninguno de los dos pareció importarle a insistimos en ese juego corrosivo de poder que terminaría por hacernos mucho daño. 

—Sube al auto, Isabella... —comenzó a acercarse al tiempo que mis latidos se disparaban y retrocedía un paso. El noto mi postura y respiro hondo —. Al menos deja que te abrigue mejor, por favor. 

—No me trates como una cría —gruñí en un susurro tembloroso. 

Comenzaba a sentir la grieta en los labios. 

Sebastian se detuvo a medio metro de distancia. Su aliento mezclándose con el mío a mitad de una neblina que pretendía engullirnos en cualquier segundo. 

—Si te empeñas en comportarte como una, voy a tratarte como tal —respondió crudo —, así que entra al auto y no me obligues a ser alguien que no soy contigo. 

—Quizás siempre lo has sido, ¿no? —Sonreí cínica — solo estabas esperando a convertirte en capo para demostrarlo y controlarlo todo. 

— ¿Piensas que quiero controlarte? —me miro enardecido —. ¿Piensas que yo, que he peleado tu libertad quiero controlarte?  

— ¡Y te vanaglorias en ello! —grite —. ¡El gran capo de la mafia salvando a la pobre e indefensa Isabella!

Sus ojos adoptaron una mueca de destrozo y tristeza.

—Basta, por favor… —susurro y se acercó en un intento desesperado por alcanzar mi rostro.

No sé a quién de los dos le dolió mas el rechazo, pero de lo que si podía estar segura era de que el daño que esto estaba causando era crudo y real.

Tan real como mis espasmos. Tan real como sus miedos.

—Necesitas parar —continuo acercándose— necesitas dejar que me preocupe por ti.

Negué con la cabeza.

—No —sollocé—, no tienes que hundirte conmigo. No te arrastres a esto, por favor.

—Deja que sea yo quien tome mis propias decisiones. —susurro agotado.

—Tus decisiones harán que te hundas conmigo, y no lo permitiré.

Eche a correr con todas mis fuerzas en la dirección opuesta sabiendo que el haría todo para alcanzarme.

. . .

Gia

El frio alcanzo incluso partes de mi cuerpo que estaban bajo gruesos centímetros de tela, pero no me importo. Empuje la puerta y me lance al jardín sin saber que pronto me detendría de súbito.

El cuerpo de Isabella atrapado entre los brazos de un Sebastian que sufría del mismo modo que ella. Y aunque todos los que estábamos allí éramos testigos de la fuerza de su amor, también lo éramos del declive de estos últimos meses.

Habían comenzado un escalofriante forcejeo el uno contra la otra y del que solo Sebastian tenía control. Se estaban haciendo daño con las palabras. Se gritaban cosas que pronto abrirían heridas profundas. Por un instante fue difícil creer que alguna vez se habían amado con locura.

Luego de tanto. Luego de mucho, Isabella se dejó vencer en los brazos de su hombre. Fue como si de pronto las fuerzas se le hubiesen agotado. Advertí la resignación. El agotamiento físico y mental. Advertí la desolación personificada en cada uno de ellos.

— ¡No puedo más! — clamó aferrada a la chaqueta de Sebastian.

Casi me pareció verla rodeada de un ente que la absorbía sin misericordia alguna, como si le hubiese robado el control y la autoridad sobre sí misma.

Ella hundió el rostro en su pecho, y basto mirar a Sebastian para saber que él no tenía si quiera idea de qué hacer con tanto.

De repente, me recorrió un impulso por querer intervenir y aligerar su carga, pero nunca esperabas que las cosas tomasen un rumbo más turbio.

Esto era la mafia, y, de alguna forma u otra, ella se interponía indestructible y astuta.

Se escuchó un disparo que apenas y nos dejó tiempo a reaccionar.

Temblé.

La ráfaga de nieve insistió con osadía. El tropel de guardias en la mansión preparados para lo que fuese.

No lo esperé tan fuerte y decidido, tan audaz y dispuesto a protegerme como la primera vez. Carlo se abalanzo encima de mí y me cubrió con su cuerpo mientras me empujaba al interior de la casa.

Mis ojos se abrieron escandalizados por encima de su hombro al percibir que Isabella y Sebastian y estaban muy lejos de nosotros.

Sería muy fácil para los atacantes llegar hasta ellos, más ahora que acababa de desmayarse contra el torso de Sebastian.

— ¡Isabella! —chille por encima del rumor de la balacera que se había desatado para ese segundo.

— ¡Enzo, a la habitación de pánico, ahora! — Carlo me empujo contra el pecho de nuestro buen amigo al tiempo que sacaba su arma de la cinturilla de su pantalón y se preparaba para atacar.

Yo forcejee histérica porque todavía no sabía cómo reaccionar en momentos tan decisivos como esos. En los que mi gente se exponía el peligro y yo nunca tenia opciones a defenderles.

Carlo soltó una maldición antes de cogerme del rostro y empujarme con delicadeza hacia la pared más cercana. Sus pupilas se clavaron en las mías y casi pude entrever el desastre que se formaría a través de ellas.

— ¡Escúchame, escúchame! —apoyo su frente contra la mía. El filo de su pistola rozando mi sien—. Tienes que buscar al niño e ir a la habitación de pánico, ¿de acuerdo?

« ¡Dios mío… mi hijo! » sentí como el corazón se empujaba desenfrenado contra mi caja torácica.

—Enzo, guíala.

Pero yo si quiere espere que lo hiciera y me abalancé hacia las escaleras.

El llanto de mi bebé.

Isabella inconsciente.

Carlo muy lejos de alcanzarlos.

La mafia más viva y reacia que nunca.

Mi desesperación.

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