Matrimonio de papel
Matrimonio de papel
Por: Freya Asgard
Capítulo 1

Diana iba a la escuela, como cada mañana, quince minutos antes de su hora de entrada y media hora antes de que llegaran los niños. Eso lo hacía por uno de sus pequeños, sus padres no podían atrasarse y lo dejaban allí media hora antes de la entrada. Al principio, los padres lo dejaban sentado en una banca, pero Diana no podía permitir que un chiquito de apenas cuatro años quedara solo por tanto tiempo, así es que ella lo cuidaba. 

La joven iba pensando en sus problemas y en cómo solucionarlos cuando, justo al entrar al estacionamiento, no se dio cuenta de que otro automóvil también iba a entrar y por poco lo choca. Alcanzó a frenar. Ella cerró los ojos nerviosa. Fue su culpa. El hombre se bajó de su automóvil y ella pensó que la insultaría. 

―¿Se encuentra bien? ―le preguntó él, preocupado. 

Ella bajó el vidrio y lo miró con lágrimas en los ojos. 

―Lo siento, fue mi culpa, no me di cuenta. ¿Le pasó algo? 

―Está bien, no pasó nada que lamentar. ¿Usted se encuentra bien? 

―Sí, sí, solo fue el susto ―mintió, en realidad no se sentía bien, pero no por el choque precisamente. 

―¿Segura? 

―Sí, sí…

Si lo hubiese chocado habría tenido que trabajar gratis el resto de su vida para costear el arreglo del otro automóvil, era uno de los más costosos que había visto en su vida. 

El hombre volvió a subir a su coche y entró al estacionamiento del colegio. Ella lo hizo despacio y se estacionó en su lugar acostumbrado. Hubiese querido quedarse el resto de su vida ahí, pero tenía que ir a ver a Joaquín, el niño no tenía la culpa de sus problemas. 

El colegio se dividía en dos: la escuela de los grandes, de primero a octavo básico, y la zona de jardín infantil, donde iban niños de dos a cinco años. Estos últimos tenían su propio patio y su entrada independiente para que no se toparan con los niños grandes; ambas escuelas estaban unidas por un pasillo que permanecía todo el tiempo cerrado, solo se abría cuando un docente o un trabajador pasaba por allí. 

Diana recibió a Joaquín, sus padres lo estaban dejando en la puerta. Tomó al niño de la mano y entró con él a su sala. Lo dejó en su mesa con un libro para colorear mientras ella ordenaba las sillas en círculos para la canción del saludo. Preparaba todo mientras canturreaba una canción, estaba tan concentrada que no se dio cuenta de que el hombre con el que casi chocó la observaba desde la puerta.

―Buenos días ―le dijo en cuanto lo vio, algo asustada. 

El hombre no le contestó, se dio la media vuelta y salió del lugar. 

―Espere. ―Lo siguió―. Señor… 

Él se dio la vuelta y había fastidio en su rostro. 

―¿Se puede saber qué hace aquí? Esta es la zona de infantes y nadie que no trabaje o sea padre puede estar aquí. 

―Yo puedo estar donde me plazca, señorita... 

―Diana, Diana Ximénez. 

―Bien, señorita Diana Ximénez, como le decía, yo estoy donde se me plazca, no tengo que pedirle permiso a usted ni tampoco debo darle explicaciones. 

―¿Cuál es su nombre? ¿Qué quiere? ―Ese hombre la asustó y la atrajo a partes iguales, era un hombre muy guapo, pero también muy intimidante.

Él no contestó, le dio una media sonrisa y se fue, pero no a la calle, si no que a la Inspectoría. 

Diana pensó que allá lo pondrían en su lugar, ella no se arriesgaría por cuidar algo que no era de ella, otra cosa hubiera sido de haberse metido con Joaquín, pero se fue, podía estar tranquila. 

Los niños comenzaron a llegar y se olvidó de los dos incidentes de la mañana; ese día no parecía muy prometedor. 

En el recreo todos estaban cantando mientras jugaban. Esa era la parte que más le gustaba a Diana de su profesión, verlos reír, jugar, gritar incluso. La llenaba de energía, le daba vitalidad, pero también paz. 

Allí estaba, contemplando esas caritas sonrosadas y felices, cuando sintió que alguien se paró a su lado, pensó que era su auxiliar, con la que no se llevaba muy bien, pero trataba de hacerlo, no le gustaba el mal ambiente laboral, menos cuando había niños involucrados.

―¿No son maravillosos? ―le preguntó a sabiendas que para ella no eran más que un montón de mocosos malcriados. 

―¿Le parece? 

Dio un salto al escuchar la voz de un hombre a su lado. 

―Perdón, pensé que era… Marta… ―titubeó al ver al hombre de la mañana, Marta le avisó que tenían visita ese día y seguro era él. 

―Está bien, no se preocupe, estaba demasiado concentrada observándolos. 

―Sí, me gusta verlos en el recreo. Son tan lindos. 

―¿Cuál es su hijo? 

―¿Mi hijo? No, yo no tengo hijos. 

―¿Y el niño de la mañana? 

―Ah, no, es el que está en el tobogán, se llama Joaquín, sus padres lo pasan a dejar muy temprano porque tienen que trabajar, así es que yo me vengo temprano para cuidarlo. 

―¿Le pagan por ello? 

―¡No! Por supuesto que no, es algo que hago por… No sé… No me gustaba verlo solito cuando llegaba, así es que empecé a llegar más temprano para cuidarlo. Bueno, en realidad, cuidarlo… Joaquín es un niño muy tranquilo, se queda dibujando mientras yo preparo las cosas. 

―Sí, lo vi esta mañana. 

―¿Y usted? ¿Cómo se llama? Esta mañana no quiso decirme nada. 

―Soy Baltazar  Walsh, CEO de Escuelas y Jardines “Nueva Aurora”. 

―Oh. ―Diana se aterró, no era cualquier visita. 

―No sabía que vendría. 

―Esa es la idea, si uno avisa, todo lo preparan, a mí me gusta ver cómo funcionan las cosas en la realidad y no el día especial de visitas. 

―Claro, tiene razón, así no hay tiempo a prepararse. 

―Exacto. Veo que a usted no le preocupa. 

―Siempre preocupa recibir una visita, pero creo que tengo todo ordenado y listo. 

―No opinan lo mismo de usted sus compañeras. 

―¿Ah no? 

―Bueno, lo comentaban mientras tomaban su desayuno. 

―Ah ―respondió algo triste, llevaba siete meses trabajando allí y todavía no podía congeniar, claro que tampoco es que lo quisiera, sobre todo al saber las cosas que se hacían en ese lugar.  

―Ya les toca entrar a los niños, quiero ver cómo se desenvuelve con ellos. 

―Claro. ¿Podría sentarse en mi escritorio, por favor? Debo llevarlos a lavarse las manos y se van en filita, su camino debe estar despejado. 

―¿Y su asistente? 

―Debe estar por llegar, fue a su colación.

―¿Y usted no come? 

―Me comí una manzana justo antes de que usted llegara. 

Él no se sentó, se paró justo fuera de la puerta del baño, la que quedaba frente a la puerta de salida al patio y al costado de la puerta de entrada.  

―Niños, vamos a lavarnos las manos ―los llamó como siempre, con firmeza, pero con ternura, los niños entendían con palabras, siempre lo había dicho―. Vamos. Un. Dos. Tres. ―Y empezaron a caminar en filita india hacia el baño cantando una linda canción que les había compuesto la joven maestra. 

―Siempre es lo mismo, Diana ― reclamó Marta―, tú y tus cancioncitas, te crees Mary Poppins, a estos niños hay que agarrarlos de la mano y llevarlos al baño a empujones, así de simple. Por eso me carga trabajar contigo, te demoras una eternidad en hacerles hacer algo. Yo los agarro y los lavo, punto. 

Agarró a Joaquín, este se puso a gimotear y, antes de que Diana pudiera decirle nada, Baltazar se paró frente a la auxiliar. La cara de Marta fue un poema. La de él daba terror. 

―Señor Walsh…

―Señorita Ximénez ―le habló sin despegar la vista de Marta―, ¿puede hacerse cargo un momento sola? 

―Claro, señor. 

―Acompáñeme ―le dijo a Marta. Hasta Diana se asustó. 

Se fueron y la educadora se agachó para abrazar a Joaquín que se asustó con lo sucedido. Los niños se acercaron todos a ella.  

―¿Van a retar a la señorita Marta? ―le preguntó Joaquín. 

―No lo sé, no creo. 

―Deberían, ella siempre nos trata mal. ―Hizo un puchero. 

―Bueno, si la retan, será su culpa. Vamos al baño, porque después, vamos a bailar…

―No me gusta bailar ―protestó Rosita.

―Entonces, vamos a ¡cantar! 

―A mí no me gusta cantar ―reclamó Monserrat. 

―Bueno, algunos cantarán, otros bailarán y los demás, ¡les haremos el coro! 

Los niños gritaron, sabían que eso significaba que iban a jugar a distintas cosas, era un tiempo libre que les daba en ocasiones especiales, y después de lo que había ocurrido, necesitaban distraerse. A pesar de que no hubo discusiones ni gritos, hubo un momento de tensión que los niños fueron capaces de sentir y peor, porque no entendieron bien lo que pasó.

Marta no regresó al aula, a Diana poco le importó, esa mujer tampoco era de mucha ayuda, quizá por la edad o porque no le gustaban los niños, siempre los estaba regañando. 

Al final de la jornada, salió a marcar su tarjeta que estaba en una pequeña oficina al lado de su sala, pero no estaba; ya se haría cargo. Se devolvió a la sala para dejar todo ordenado para la jornada de la tarde mientras cuidaba de Joaquín a quien siempre pasaban a buscar diez minutos más tarde. 

―Muchas gracias, señorita ―le dijo la madre del niño. 

―No hay de qué. 

―Mami, hoy no estuvo la señorita Marta ―le contó el niño. 

La mamá miró a Diana interrogante. 

―Tuvo un problema, pero estuvimos muy bien solos, ¿verdad? ―le preguntó al niño. 

―Sí, mejor, porque ella siempre está enojada con nosotros. 

Diana se sintió mal, si fuera por ella, Marta no volvería a trabajar allí, pero ella no era quién para despedir a nadie. 

Al salir, se fue a la oficina. 

―Mi tarjeta no está ―le informó a la secretaria. 

―La están revisando, no se preocupe. 

―¿Entonces ahora no marco? 

―No, yo anotaré la hora en la que se fue. 

―No ―interrumpió Baltazar que salió de su oficina―. Venga conmigo a la oficina, por favor. 

Diana no dijo nada, la secretaria le regaló una sonrisa irónica. La joven caminó por el pasillo hasta el fondo, donde se encontraba la Dirección. Se sentía como un corderito que va al matadero. 

 

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